Czytaj książkę: «La persona del terapeuta», strona 4

Czcionka:

Pudimos trabajar, entonces, cómo hubiera sido incluir su dolor de cabeza en la sesión sin hacer el esfuerzo por que llegue el final para tomarse una aspirina. Fue interesante comprobar qué emociones contenidas se expresaban a través del dolor de cabeza y enriquecer de esta manera el abanico de recursos del terapeuta para que pudiese trabajar no disociadamente.

Desde la óptica que me acompaña hoy, la persona del terapeuta es un recipiente donde confluyen:

•la propia biografía;

•las similitudes con las vicisitudes de la vida de sus pacientes;

•los sentimientos y vivencias en el trabajo;

•los valores, ideas, y creencias que pueden colisionar con las de sus pacientes;

•los mandatos recibidos en su formación;

•las contradicciones entre su capacitación específica y las posibilidades de aplicación del conocimiento;

•las características de su personalidad y de su estilo de trabajo;

•los conocimientos teórico-técnicos;

•la ética personal;

•las presiones de las instituciones a las que pertenece;

•sus necesidades versus las de sus pacientes;

•el ritmo de trabajo y/o la carga laboral;

•la espiritualidad.

Tomando en cuenta estas y otras variables, considero de suma importancia el formar a las nuevas generaciones de terapeutas dejándoles en claro, y en palabras de Michael Mahoney (2005: 285), que:

La psicoterapia es un reto difícil y complejo tanto para el terapeuta como para el cliente. El terapeuta cambia, al menos en la misma medida que el cliente, durante el proceso psicoterapéutico.

Muchos terapeutas soportan el peso de unas expectativas que dicen que deben/debemos ser extraordinariamente felices, iluminados o sabios para ser profesionales legítimos.

El cuidado propio, la compasión por uno mismo, [son esenciales] para el bienestar personal y para las responsabilidades profesionales de los psicoterapeutas. La terapia personal y la práctica espiritual pueden ser recursos inestimables para nuestra evolución.

A lo que yo agregaría: que los psicólogos probablemente van a tener que enfrentar la directa o indirecta desvalorización de su profesión, por considerársela por debajo de la Medicina, no solamente en las instituciones, sino en el imaginario social circulante que afecta su autoestima. Que van a tener que pasar por exclusiones o discriminaciones en instituciones o pagos de derechos de piso mayores que las de los profesionales médicos. Que, con frecuencia, van a tener que aprender a aclarar que su trabajo se diferencia de “conversaciones de amigos”. Que en reuniones sociales van a tener que aprender a decir con humor “solo trabajo en mi consultorio” frente a pedidos de consejos inadecuados. Que sus personas son la herramienta por excelencia de su trabajo y que, por lo tanto, escucharse, saber interpretar señales que sienten durante las sesiones y poder incluir datos de su propia experiencia de vida o del momento de la sesión, lejos de ser una peligrosa “confesión contratransferencial”, son recursos altamente útiles para el proceso psicoterapéutico, cuando se aprende a usarlos. Que pueden aprender con qué tipo de pacientes van a estar más cómodos, o más expuestos, o más asustados, y con qué manera o estilo de intervención se sienten más a gusto, menos disfrazados. Que ojalá puedan tener una organización horaria que respete los momentos del día en que se sienten más lúcidos o más cansados, o que sepan distribuir de una manera equilibrada en su horario a aquellos pacientes más demandantes con otros que lo sean menos.Y, finalmente, que el lugar en el que trabajen (en la medida en que puedan elegirlo) se acerque lo más posible a lo que cada uno considere de su gusto y confort, ya que pasarán allí muchas horas de su vida.

Prepararse teniendo en cuenta estas proposiciones los va a encontrar mejor capacitados para la zambullida en este mundo fascinante, estimulante, creativo, misterioso y al mismo tiempo amenazante, frustrante y exigente como lo es la relación entre seres humanos en funciones distintas, circunstancialmente hablando.

2.5 DIFICULTADES ADICIONALES DE LOS TIEMPOS PRESENTES

La misma óptica que hace prevalecer la racionalidad y la palabra por sobre la emocionalidad y los afectos es la que comenzó a enfatizar la importancia de las técnicas en psicoterapia. Manuales y más manuales, escritos y difundidos durante la formación de muchísimos terapeutas jóvenes, fueron presentando a la psicoterapia como si fuese un servicio de “reparaciones de vehículos”: chapa y pintura.

El contexto en que se empezó a desarrollar la atención médica y psicológica, a través de las instituciones de salud previsional, significa un golpe de timón fundamental para el retroceso tanto en la atención de las personas como para el autocuidado de los profesionales. La humanidad presente en toda relación terapéutica se fue invisibilizando y dejó de ser priorizada en medio de atenciones de 25 minutos para “resolver” problemas específicos y breves, que hicieran rentable, además, el negocio de las instituciones de salud.Así, los resultados actuales sobre los factores intervinientes en los buenos resultados de una psicoterapia, paradójicamente, son ignorados por aquellos que subvencionan muchas de estas investigaciones.

El micro contexto del terapeuta, como plantea Whitaker (cf. 1992), se caracterizó y se caracteriza por:

•el aislamiento durante gran parte de su jornada laboral,

•no ser el destinatario principal del afecto de sus pacientes,

•un trabajo en que su participación afectiva y emocional exigen un alto grado de control,

•acompañar a sus pacientes en situaciones extremas como orfandad, intentos de suicidio, desesperación, divorcios, pérdidas significativas, dolores intensos, enfermedades graves, muerte…

A esto podemos agregar que el nuevo siglo encuentra a muchos terapeutas de América Latina con un macro contexto caracterizado por Galfré y Frascino (cf. 2007) de la siguiente manera:

•consultantes que se presentan con problemáticas cada vez más graves, con posibilidades de pago decrecientes;

•lugares de trabajo institucional que atienden patologías graves y pagan honorarios bajos o inexistentes;

•falta de medios personales e institucionales para obtener contención, supervisión y entrenamiento;

•competencia/competitividad con distintas terapias alternativas;

•un Estado que no satisface plenamente la provisión de medios y políticas para el desarrollo de la salud mental y la atención psicológica, tanto en el aspecto de las prestaciones como en el académico y de investigación;

•sus propias problemáticas personales, familiares y sociales;

•los problemas de sus instituciones de pertenencia que, a menudo, no aciertan a adaptar sus paradigmas y sus prácticas a un mundo cambiante e impiadoso.

Así, podemos comprender lo difícil que se hace hoy en día la tarea del terapeuta.

Temáticas complejas como el divorcio, la infidelidad, las adicciones, el aborto, los abusos sexuales en distintos ámbitos, la violencia doméstica, la adopción de hijos por parte de parejas homosexuales, las familias ensambladas, la inseminación artificial o in vitro, la donación de óvulos y/o esperma, matrimonios interraciales o interreligiosos, etc., requieren de terapeutas con conciencia de sus concepciones valóricas, con capacidades para saber cómo incluirlas en su quehacer y no abusar así del poder que la sociedad les otorga como “conocedores” acerca del bien y el mal.

Dentro de esta nueva diversidad, los terapeutas están desafiados a pensar y concientizar qué sienten acerca de estos temas, qué creen que es mejor o peor y por qué, qué puede funcionar más saludablemente que qué y qué es apropiado y qué no desde su propia cosmovisión, ojalá sin escudarse en una supuesta neutralidad que solo pone en evidencia el tamaño de su coraza defensiva. Solo así los vínculos terapéuticos serán genuinos, aportando no solo al crecimiento y salud de los consultantes sino también al de los terapeutas.

La formación y capacitación de los psicoterapeutas debe necesariamente incluir estos desafíos para contribuir a que los futuros (y actuales) profesionales cuenten con las herramientas necesarias para trabajar en estos contextos, proveyéndoles además de la información necesaria en herramientas de autocuidado como la supervisión, la terapia personal, los trabajos corporales o la meditación.

En esta época de cambios paradigmáticos que nos atraviesan no es sencillo ir encontrando la coherencia entre aquello que pensamos y lo que hacemos. Sobre todo, lo que tiene que cambiar en relación a la ética y la emocionalidad del terapeuta requiere de un trabajo con la propia persona que no todos los terapeutas están dispuestos a hacer y/o tienen los recursos para hacerlo. Implica aceptar pérdidas, ilusiones, cambiar marcos referenciales, ceder espacios de poder, reparar heridas narcisistas…

Pero creo que quien elige el camino de la práctica clínica no puede soslayar este trabajo si pretende que sus pacientes lo hagan.

1 ¿De quién? (Nota de la autora).

2 Término acuñado por Bleger en los años 60 (cf. Bleger, 1967).

3. ETAPAS EN LA VIDA DE LOS TERAPEUTAS

…el terapeuta novato primero aprende cosas sobre la psicoterapia, después cómo hacer psicoterapia, y, a continuación, si todo va bien, da el paso de convertirse en psicoterapeuta. Carl Whitaker (1992)

Parto de la base que nos vamos haciendo terapeutas poco a poco, atravesando ríos, pantanos, llanuras, quebradas, mesetas, cordilleras; es un proceso que quienes elegimos esta especialidad vamos recorriendo solos y acompañados, con entusiasmo y decepción, con esperanzas y frustraciones.

No he conocido a nadie que sea psicólogo clínico que no haya experimentado la mezcla de miedo a equivocarse, desorientación, confusión, culpa e inseguridad, al iniciarse en esta profesión. Y muchas veces, en grupos de supervisión nos hemos preguntado si hubiera sido posible que no nos sucediera eso… Algunos creemos que sí, que hay maneras diferentes de formar que permitirían llegar a los comienzos del ejercicio profesional “mejor plantados”, más seguros.

Esta diferenciación por etapas de desarrollo profesional no es rígida: dado que siempre existen nuevas propuestas, técnicas diferentes y aportes de las investigaciones, tenemos que imaginar un continuum donde siempre vamos a poder estar aprendiendo algo nuevo, y, en ese sentido, respecto a ciertos aspectos seremos siempre principiantes. Como lo dice Haley (1996: 70), “el novicio más fácil de formar es el terapeuta experimentado que admite su inexperiencia en el enfoque terapéutico”.

A la etapa de iniciación, que suele abarcar aproximadamente los primeros cinco años de ejercicio, le sigue una etapa de formación avanzada, que según los contextos puede desarrollarse en los siguientes cinco años. A los diez años del egreso, podríamos hablar de terapeutas con experiencia, etapa donde se desarrolla la mayor parte de nuestra vida profesional, hasta llegar a la etapa del retiro, que también puede abarcar varios años.

3.1 INICIACIÓN

Esta etapa puede comenzar (según los contextos y universidades) dentro del pre-grado o una vez finalizado este. En algunos países, los alumnos de Psicología Clínica son guiados por supervisores para tratar a uno o dos pacientes, muchas veces usando la cámara de Gesell; mientras que en otros lugares esto no está permitido salvo cuando llegan a los postítulos. En este caso, se trata de psicólogos clínicos que solo han leído sobre psicoterapia y que conocen las teorías y técnicas, pero que nunca han pasado por la experiencia de hacer una. Parafraseando a Haley (cf. 1996), es como si un violinista hubiera estudiado solo textos sobre cómo es tocar el violín, pero nunca hubiera tenido uno en sus manos.

En esta etapa, los terapeutas se caracterizan por estar muy asustados, inseguros, sin mucha claridad respecto a cuál enfoque le sintoniza más con su persona. Muchas veces (dependiendo de la universidad a la que asistieron) han tenido capacitación solo en un enfoque psicoterapéutico y, por lo tanto, es a él al que se ajustan para comenzar, aunque no necesariamente sea el mejor para la persona a la que van a tratar ni para sí mismos. Así, en esta primera etapa del viaje que los llevará a convertirse en terapeutas es muy importante que puedan ampliar la información con la que cuentan a través de cursos, seminarios, asistencia a congresos, postgrados y supervisiones.

Pero en esa búsqueda, y para no malgastar recursos, los terapeutas principiantes ojalá tuvieran un grado de autoconocimiento que, aunque fragmentario e incompleto, les permitiera tener una visión acerca de qué manera les resultaría más cómodo y atractivo trabajar, cuáles son sus habilidades, cuáles son sus maneras más habituales de relacionarse con personas y cuáles son sus carencias o déficits.

Me inclino a pensar que en esta etapa (y desde la formación de pregrado), más que espacios individuales prolongados, pueden ser muy útiles los grupos de pares que capaciten a los futuros profesionales en el registro de su propia emocionalidad y en el cómo incluirla en el trabajo terapéutico.

Al decir de Aponte (1985: 10):

El entrenamiento de un terapeuta debe capacitarlo para volverse sensible a la percepción de sus propias señales emocionales y conductuales, que lo alertan acerca de si está manejando o no satisfactoriamente los aspectos personales de su relación con una familia. […] Él puede aprender a utilizar sus reacciones al servicio de sus objetivos terapéuticos.

Por ejemplo: hay personas que son muy concretas, a quienes les gusta resolver los problemas en un corto período de tiempo y que se instalan rápidamente en encontrar soluciones a los problemas. Si esas personas inician una formación en psicoanálisis probablemente no van a sentir satisfacción en su quehacer, van a perder tiempo y dinero, y van a sentirse “a contramano” de sí mismos; mientras que si se formasen en técnicas de terapia breve en sus diversas versiones o en terapia cognitivo-conductual, probablemente se llegasen a sentir coherentes y satisfechos.

Cada teoría y técnica requiere de habilidades y herramientas diferentes por parte del terapeuta, y más allá de que la experiencia les permita desarrollarlas y profundizarlas, lo ideal es partir con motivación y placer, porque si no se topará innecesariamente con sus dificultades o malestares en el aprendizaje desde el inicio.

En esta etapa, las personas en formación necesitan de supervisores muy claros que les puedan enseñar habilidades de una manera bien estructurada y circunscrita. Pero también hace falta que sean supervisores humildes, que empaticen con el que se está iniciando, que no necesiten ser “estrellas” o seguidos al pie de la letra o admirados, porque lo que se fomenta así es la idealización y dependencia extrema de la supervisión, lo cual no ayuda al crecimiento.

Otra característica de esta etapa es el manejo rígido de los diagnósticos y de las teorías. Frente a la angustia que produce el encuentro con personas a quienes se escucha contar sus dificultades y problemas, los terapeutas principiantes suelen aferrarse al psicodiagnóstico como verdad absoluta, y es frecuente que traten que la persona se ajuste a él para sentirse seguros en su quehacer.

Están totalmente pendientes de los pacientes durante la entrevista y, por lo tanto, funcionan muy desconectados de sí mismos y de sus vivencias en la sesión. Están pensando todo el tiempo, por lo que el contacto con los pacientes es muy racional, poco libre y sin inclusión de la propia emocionalidad.

Asimismo, tratan de aplicar tal cual las pautas de una entrevista y se desorientan si los pacientes les empiezan a hablar de otra cosa. Por eso la flexibilidad es una habilidad importantísima a desarrollar, aunque los haga sentir más inseguros no estar con un libreto muy estricto. En esta etapa los supervisores también pueden ayudarlos a que no generalicen, sino que puedan ver que cada persona es distinta aunque padezca de algo similar.

La empatía pueden tenerla en términos generales, pero en este período se imponen las propias experiencias personales y, por lo tanto, los terapeutas recién iniciados se suelen comparar todo el tiempo con sus pacientes: “Esto es lo que me pasa a mí cuando…” o “Eso a mí no me pasó nunca…”.Y a veces suelen no reconocer un problema grave.

En el caso de terapeutas muy jóvenes, les resulta difícil sentirse con autoridad frente a pacientes mayores que ellos: es importante aprender a incluir el tema de forma tal que no sea un obstáculo en la relación. Por ejemplo, se puede decir: “Yo sé que usted tiene mucha más experiencia de vida que yo, pero recibí formación para ser alguien que escucha y que tiene herramientas para ayudarlo”; o bien: “¿Le parece que podrá confiar en que yo lo ayude pese a que soy más joven que usted?”.

Intervenciones de este tipo ayudan a que los terapeutas no tengan que estar evitando el tema de la diferencia de edad (lo cual es obviamente imposible de hacer), sino que lo aborden de entrada para que deje de ser un fantasma en la comunicación: muchos pacientes no se atreven a expresar sus dudas y simplemente no asisten a la segunda entrevista.

Otra característica de esta etapa es la dificultad para visualizar un proceso terapéutico más allá de una sesión en particular. Los terapeutas se suelen quedar muy adheridos a lo que pasó en la sesión anterior o a los resultados de una sesión específica, pero la posibilidad de incluir la perspectiva no está todavía dada.

El grado de sufrimiento que tienen con los padecimientos de los pacientes es muy alto y generalmente los terapeutas en formación “se los llevan a la casa”, se disocian mucho y no sienten nada, o tratan de compensar su inseguridad con arrogancia. No están acostumbrados ni entrenados a registrar sus propias emociones en la interacción y aún menos a verlas como recursos enriquecedores para entender lo que ocurre.

Todas estas características reiteradas en terapeutas noveles tienen que ser muy tenidas en cuenta por sus supervisores; de ahí que, así como no cualquier maestra o profesor son los adecuados para el primer grado de la escuela primaria, no cualquier terapeuta experimentado puede ser supervisor adecuado para esta etapa.

Los “novatos” suelen estar muy interesados en aprender: es una etapa en la que funcionan como esponjas, llenos de preguntas y de dudas, y como no están aún sesgados por un modelo en particular, pueden cambiar más rápido de perspectivas y enfoques.

3.2 ETAPA DE FORMACIÓN AVANZADA

En esta etapa los terapeutas ya cuentan con varios años de ejercicio profesional. Esto los hace tener mayor seguridad, ser más independientes de los “deberes seres” teóricos o técnicos, con mayor desarrollo de sus propios recursos y más flexibles respecto de categorías diagnósticas.

Pueden haber experimentado con más de una técnica o haber hecho postítulos y/o cursos que enriquecieron su formación inicial. Esto muchas veces les permite perfilar con mayor claridad un estilo propio de hacer terapia, junto al hecho de ir eligiendo orientaciones más afines a sí mismos.

Durante este momento del proceso todavía hay mucho foco puesto en los pacientes, y les resulta difícil el registro de su propia emocionalidad por miedo a confundirse. En las supervisiones es importante ayudarlos a ir conectando y diferenciando con la propia historia personal.

Es todavía una etapa de estereotipias y rigideces, donde hay preocupación por conectar siempre lo teórico con la implementación técnica. Resulta difícil aceptar la frustración del no cambio de los pacientes. También les puede resultar difícil fijar objetivos para la psicoterapia como una manera de conducir el proceso, y pueden simplemente “dejarse llevar” por el oleaje que presenta el paciente.

También suele ser un momento vital indicado para comenzar a desarrollar una carrera docente y de supervisión.

Los grupos de supervisión entre pares suelen ser de mucha utilidad en esta etapa.

3.3 ETAPA CON EXPERIENCIA

Es un período donde ya hay una larga historia de procesos terapéuticos realizados: concluidos, fracasados, interrumpidos, en curso. Por lo tanto, los terapeutas ya se relacionan bien con la noción de procesos de adaptación a cada paciente y de flexibilidad.

Se vuelven más creativos en sus interacciones, menos exigidos y menos omnipotentes. Pueden seguir incorporando conocimientos de nuevas técnicas y abandonar sin temor viejas miradas. En general hay muchas menos estereotipias, más definición personal de un estilo, y una adherencia a posiciones teóricas, aceptando que no son las únicas posibles sino las que le hacen sentido a ellos.

Han desarrollado una ética personal que les da seguridad. Tienen claro con qué tipo de pacientes o de problemáticas no pueden trabajar y, por lo tanto, la mayoría de las derivaciones que hacen resultan exitosas. Saben de la importancia del autocuidado, de la terapia personal (suelen haber hecho ya varias experiencias), así como de las supervisiones.

Tienen noción de sus propios límites y del de los pacientes y suelen ser más escépticos respecto de las posibilidades de cambio. Muchas veces en esta etapa se hace evidente el burnout. Para aquellos que les gusta la docencia, puede ser una muy buena manera de disminuir la carga clínica y comenzar a entregar conocimiento y experiencia.

3.4 ETAPA DEL RETIRO

Como las anteriores, depende mucho de los contextos en los que se hayan ubicado los terapeutas.

Un tipo de retiro es el que proviene de una jubilación/retiro programado dentro de las instituciones: hay normas que establecen hasta cuándo se le permite a un profesional desempeñar su profesión. Dentro de esta normativa hay organizaciones más estrictas que otras y, considerando la extensión del promedio de vida, esto permite que se habiliten instancias en las que psicólogos que ya llegaron a su edad jubilatoria continúen aportando como supervisores, docentes, o jefes de equipos, aprovechando su experiencia.

El otro tipo de retiro es el que involucra a los profesionales que trabajan en forma independiente. En este caso son ellos los que tienen en sus manos la decisión de cómo y cuándo quieren dejar de atender pacientes. Es un momento vital complejo, ya que en los obliga a aceptar profundamente la finitud, los límites y la propia muerte. Muchas emociones no son agradables y es por eso que hay quienes retardan una decisión consciente hasta que el vacío progresivo de la consulta o los síntomas de declinación se les hacen evidentes. Por el otro lado, y para la gran mayoría, implica el enfrentar nuevas circunstancias económicas. Algunos pueden haber previsto este momento y contar con ahorros o bienes personales que les den tranquilidad, pero para quienes no están en esta situación dejar de atender pacientes o de supervisar representa una amenaza de empobrecimiento y de dependencia de otros.Y, muchas veces, esta realidad los lleva a extender por más tiempo del que quisieran su actividad profesional.

La etapa del retiro, en la gran mayoría de los casos, comienza a anunciarse con sentimientos de agotamiento en la consulta, de hastío, de aburrimiento. Estos son síntomas muy característicos del burnout, pero que en esta etapa tienen más que ver con una pérdida del entusiasmo inicial por la profesión, de la curiosidad y de la esperanza de ayudar a otros. A veces empiezan a aparecer olvidos significativos (como el nombre de pacientes, confusiones de horarios u olvidos de datos importantes de la historia de los pacientes) y comienza a generarse el terror a estar afectado por una enfermedad neurológica.

Los pares confiables se convierten en esta etapa en apoyos indudables, ya que el poder compartir las vivencias da claridad y quita el peso de la culpa y de la sensación de soledad.

Si el retiro es vivido como algo que “llegó”, sin que uno lo haya previsto ni organizado, es más probable que desencadene depresiones o enfermedades psicosomáticas. No olvidemos que la tarea clínica permite sentirse importante, útil y trascendente para otros, y si eso deja de estar, la crisis de sentido existencial llega de una forma parecida a cuando los hijos ya crecieron y partieron a recorrer sus caminos propios.

Por todo esto considero que hay que prepararse para esta etapa:

•anticipando el momento de su llegada;

•tomando decisiones que disminuyan temores;

•programando actividades, deseos postergados e intereses por fuera de la órbita profesional;

•contando con grupos de pares y/o amigos con los cuales compartir las vivencias;

•desarrollando actividades físicas;

•cultivando la espiritualidad, los intereses artísticos, musicales, etc.;

•enfrentando los miedos al tiempo libre;

•pudiendo diferenciar el dejar de trabajar profesionalmente del dejar de existir como persona.

3.5 FORMACIÓN Y DESARROLLO DE CARRERA

Un tema difícil y poco debatido en estas latitudes es el que vincula el comienzo del ejercicio terapéutico con la edad. Hay quienes consideran que difícilmente una persona menor a 30 años pueda ejercer una profesión como esta, y el argumento principal para tal afirmación es la poca experiencia de vida del psicoterapeuta.

Pero si en vez de focalizar en los pacientes lo hacemos en los terapeutas y nos preguntamos “¿qué puede ser lo mejor para alguien que recién egresó de la carrera de Psicología?” posiblemente lleguemos a respuestas parecidas pero sostenidas desde otro lugar. Postergar el zambullirse en ser psicoterapeuta puede tener como ventajas el darse más tiempo para conocerse y conocer otras opciones de ejercicio profesional para ese momento de la vida o destinar más tiempo a seguir aprendiendo.

Por ejemplo, los trabajos en prevención, en colegios, con padres, o en centros comunitarios suelen exigir otro tipo de habilidades que las terapéuticas y, por lo tanto, pueden hacer sentir a los novicios menos exigidos y presionados.

No se trata de que lo vayan a hacer mal con los pacientes, sino que se pueden hacer mal a sí mismos al lanzarse a un ruedo complicado sin estar preparados.

A modo de ejemplo, y en el contexto norteamericano, Orlinsky y Rønnestad (2005: 103) definieron niveles de carrera teniendo en cuenta promedios de años en práctica y edades promedio:


Estudio de cohortes de carrera
Años de práctica Edad del terapeuta
Novicio 0,7 32,9
Aprendiz 2,4 34,7
Graduado 5 37,2
Establecido 10,4 42,6
Maduro 18,7 49,1
Senior 31,3 60,8

No deja de sorprender el observar la diferencia de edades en el ejercicio profesional. En esta tabla, que recoge una muestra en EE.UU., el promedio de edad de inicio de la práctica como terapeuta es a los 32 años. Este dato nos refleja las diferencias de períodos de formación, las exigencias que deben atravesarse para tener autorización para el ejercicio psicoterapéutico y también la etapa de la vida personal en que se considera deben estar los terapeutas para ejercitar exitosamente sus funciones.

Se puede estar o no de acuerdo, pero indudablemente nos invita a pensar en las razones que llevan a semejante contraste con nuestro países latinos, ya que nos encontramos con psicólogos trabajando en clínica a los 22 años.Y 10 años en la vida hacen mucha diferencia.

Dichos autores, dentro de la investigación empírica actual, estudiaron en diversas publicaciones cómo es el proceso de desarrollo de los terapeutas. Eso implicó desde definir qué quiere decir para cada psicoterapeuta el término “desarrollo”, pasando por el qué medir y cómo, definir categorías, etc.

Haciendo una brevísima síntesis de lo que ellos describen (cf. Orlinsky y Rønnestad, 2005), hay cuatro metodologías que han intentado estudiar el desarrollo de carrera en psicoterapeutas, cada una con sus pros y contras. El approach más generalizado es el de un análisis longitudinal, el cual consiste en que los terapeutas reflexionen sobre cómo, cuánto y en qué direcciones han desarrollado sus carreras desde el comienzo hasta la actualidad. Esto implica medir secuencialmente a una persona o grupo de personas; pero al necesitar los datos de una carrera de tres o cuatro décadas, este enfoque no es apropiado para cuando se tiene un propósito de abarcar el lapso completo de una carrera terapéutica.

Otra forma de aproximación usada en la investigación es la comparación entrecruzada de grupos de individuos que están en diferentes etapas de sus vidas o carreras. Los autores consideran que si bien este método soluciona el problema de tomar medidas sobre una extensión grande de tiempo, hace además difícil de distinguir entre diferencias que reflejen un verdadero cambio en el desarrollo de una persona o grupo, o que sean un reflejo de cambios históricos/sociales dentro de estos mismos, ya que la psicoterapia es una disciplina en permanente transformación.

Cualquiera de estos dos enfoques enfrenta la pregunta sobre qué es lo que se mide.

Los otros dos enfoques, que implican una aproximación fenomenológica, van preguntando a los terapeutas sobre los temas o tópicos de sus propias experiencias de desarrollo, lo que demuestra ser de gran utilidad cuando lo que se quiere estudiar no está claramente teorizado o conocido.