La tinta en su piel

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La tinta en su piel
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La tinta en su piel

D.R. © Libros del Marqués, 2020.

D.R. © Ana Goffin, 2020.

D.R. © Imagen de forros: Yuri Zatarain, 2020.

D.R. © Diseño interiores y forros: Textofilia S.C., 2020.

Libros del Marqués

Limas No. 8, Int. 301

Col. Tlacoquemecatl del Valle,

Del. Benito Juárez, Ciudad de México.

C.P. 03200

Tel. (52 55) 55 75 89 64

librosdelmarques@gmail.com

Primera edición.

ISBN Edición Impresa: 978-607-8713-04-2

ISBN Edición Digital: 978-607-8713-20-2

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores o el autor.


ÍNDICE

Prólogo

La tinta en su piel

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Tan sólo un relfejo

Videmus nunc per speculum in aenigmate

Puella notatis

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Epílogo: La boda

Para todos aquellos que intuyen

que nacimos para imaginar.

Con toda mi gratitud

a los que amo y a los que

han coincidido conmigo

de “casualidad”.

Mi amor por siempre:

Ana, María, Camila, Emiliano, Jorge y Leandro.

A mis ancestros.

PRÓLOGO

Caí por casualidad en su vida. Estábamos terminando de comer en un restaurante con un buen número de personas y en la gran mesa no quedamos ni un poco cerca. Al terminar, caminamos a la salida del lugar y en unos pasos empezamos a platicar antes de subir a la camioneta, nos sentamos juntos. Me preguntó algo sobre las manchas de mis manos. De repente no imaginas cómo un tema tabú para ti mismo se convierta en la primera charla de alguien a quien apenas conoces. Le dije cómo estas manchas llevan años conmigo, y es una enfermedad llamada vitíligo.

Curiosamente mis manos son mi herramienta de trabajo. Yo soy pintor y las veo todo el tiempo. Como el resultado erróneo de una perfección siempre buscada en todo, incluso en mi vida, son una lucha constante por estar enfadado contigo mismo. Sin embargo, un día comencé a imaginar mi camisa abierta todo el tiempo, para mostrar mi pecho, dejé de ver las manchas y noté la belleza de mi cuerpo. Así desaparecieron. ¿Estará relacionado quizá con un tema de vergüenza, más que con lo que imaginamos y la manera en que nos ve la gente? No lo sé aún. Hoy siento que el verdadero amor en tu vida debes ser tú mismo. Algunas veces puede llevarte poco tiempo, quizá toda la vida. Mejor empecemos y valorémonos desde hoy. ¿Y por qué no? Enamorarnos de nosotros mismos.

Justo así, le mostré mis manos a Ana, y ella me aseguró cómo escribió una parte de su libro inspirado por una amiga con el mismo padecimiento. Quedé sorprendido, pues antes de esta plática pensaba que nadie notaba las manchas en mis manos. Ya eran tan evidentes y cualquiera podría verlas, aunque a veces nosotros mismos no lo veamos. Este es el gran secreto del escritor: encuentra en un segundo la inspiración y la historia a contar, misma que cambiará su vida y probablemente la nuestra. Ella es Ana Goffin y este es su libro, pero también es tuyo. Disfrútalo y disfruta también encontrarte contigo mismo. Enamórate de ti y de la tinta en tu piel.

Yuri Zatarain

LA TINTA EN SU PIEL

Lo más profundo del hombre es su piel.

Paul Valéry

El primer antepasado recordado en mi familia es Hans Luff. Nació y vivió en Wittenberg, una próspera ciudad comercial desde el siglo xvi. Aunque no tenemos ningún retrato suyo, me gusta imaginarlo pálido y delgado, con un discreto bigote rubio, caminando con pasos lentos sobre uno de los puentes que cruzan el río Elba. Quizá más de una vez lo atravesó con un ramo de flores en la mano, ansioso y emocionado antes de encontrarse con su amada.

En 1502, apenas ocho años después del nacimiento de mi tátara tatarabuelo Hans, se fundó la Universidad de Wittenberg, dando un gran impulso a la educación y florecimiento artístico de la ciudad, que hasta entonces sólo contaba con un modesto centro comercial en el corazón de Alemania. Cuando el abuelo Hans comenzó a ganarse la vida, eligió el oficio de impresor, elección que lo llevó a ocupar un modesto lugar en la historia y atrajo el mal para su familia. Nunca imaginó las situaciones inexplicables sufridas por sus herederos.

 

Con el tiempo, puesto que era inteligente y responsable, adquirió una gran destreza en su trabajo y llamó la atención de Martín Lutero, quien impartía clases de Teología en la universidad. Lutero le confió la primera impresión completa de la Biblia. Desde entonces, a Hans Lufft se le conoció como “el impresor de la Biblia” y en los siguientes cuarenta años imprimió más de cien mil ejemplares del libro sagrado. Es irónico saber que el invento que llevó a la ruina a Gutenberg fue la base de la riqueza de mi familia.

Cuando el abuelo Hans murió, sus hijos se encargaron del negocio y siguieron imprimiendo biblias. Ellos lo heredaron a sus propios hijos, de modo que el oficio de impresor se convirtió en una respetable tradición familiar. Todos los descendientes empleaban el mismo tesón y cuidado. Se jactaban de la limpieza de su trabajo: ni un sólo error en sus textos. Así debía ser, la obra dictada por Dios no podía contener errores.

Sin embargo, desde muy temprano en la historia de la imprenta algunos editores cometieron faltas. Y la Biblia no escapó de ellas. Unas no eran graves, pues consistían en pequeñas omisiones que, más que escandalizar, divertían. En 1653 se publicó una edición en Cambridge conocida como la Biblia de los injustos, pues en un pasaje de la primera carta a los Corintios, donde debía decir “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?”, omitieron una palabra y terminó impresa así: “¿No sabéis que los injustos heredarán el reino de Dios?”.

Unos años antes, en 1631, se publicó en Londres una Biblia que incurría en el mismo error, pero el cambio de sentido fue más grave. En los Diez Mandamientos, dentro del Éxodo, apareció la frase “Cometerás adulterio”. A este libro se le conoce como la Biblia de los malvados. Los impresores fueron multados con 300 libras y privados de su licencia.

Mis familiares lejanos se burlaban de estos errores y aseguraban que nunca les pasaría algo semejante. Hasta la quinta generación, ocurrió la fatalidad.

En el siglo xviii, Conrad Lufft, descendiente de Hans Lufft, fue encargado de imprimir una edición de la Biblia para Norteamérica. Pronto conocida como la Biblia blasfema, en un pasaje, donde debía leerse la frase “It was God” (Fue Dios), los ojos de los lectores alemanes no advirtieron una pequeña omisión: la ausencia de la letra “t”. La frase se convirtió en “I was God” (Fui Dios). Conrad fue multado, pero más grave fue su remordimiento: lo llevó a la locura. Hasta su muerte, vivió obsesionado buscando errores en todas las páginas impresas que llegaban a sus manos. Imagino cómo se sentaba en su viejo escritorio de madera junto a la ventana que daba a la estrecha calle. Entonces, despeinado, con los ojos desorbitados y, un poco sucio, daba vuelo a su mente en busca de desaciertos en las páginas frente a sus ojos.

Desde entonces, en cada generación, alguno de sus descendientes resulta afectado por un fenómeno que mi familia ha llamado “la maldición de la tinta”.

CAPÍTULO I

Las primeras huellas en mi piel brotaron en tonos azules a mis ocho años. Cinco mariposas aparecieron en mi espalda tras la muerte de mi padre. Me miré en un espejo doble y volaban sobre mi dorso en un armónico dibujo que me hizo sentir menos desgraciada ante la prematura partida del hombre al que tanto admiraba y quería y, por obvias razones, no volvería a ver, al menos en esta vida.

Aunque tengo algunos antepasados ilustres, soy una mujer “ordinaria”, como las personas que conozco, siempre y cuando pase desapercibida mi piel marcada. Es esa cubierta mi distintivo. Llevo en mi envoltura todas mis vivencias y, de cierta forma, todas las personas que me han marcado. Mi trofeo y mi vergüenza. No existe manera de ocultarme, por más ropas sobre mi cuerpo: pocas, muchas, costosas o de poco valor. No hay un espacio sin tatuar. Y no es que sea una psicópata que anda por ahí con historias de terror adheridas a su epidermis. Cada vivencia significativa, error, relación, triunfo, tropiezo están indeleblemente en mi corteza. No llevo las heridas ocultas en el corazón o en el fondo del inconsciente, sino a la vista. Ahora puedo contar cómo y cuándo mi cuerpo se fue tatuando.

Me llamo Mara, me gusta mi nombre. Es armonioso y femenino. Sólo hay un detalle: significa amargura. No me siento ni me percibo como una mujer amargada, por eso le doy una connotación más aceptable ante mis ojos, “dulce melancolía”. Con eso sí me identifico.

Nací acunada por los brazos de Bruselas, con calidez, en verano. Es cierto, una ciudad un poco gris, pero bella sin duda. Me tocó abrir los ojos por primera vez entre las “flores del recuerdo”. Las llamaron así porque la guerra hizo estragos incluso en la tierra, como aviso de renacimiento de los caídos. En julio de 1989, fecha de mi nacimiento, cientos de amapolas adornaban la ciudad como lo hicieron en la Primera Guerra Mundial, cuando cambió la composición del suelo tras los bombardeos.

Desde niña amo la posibilidad de caminar millones de veces sus calles sin que mis ojos se cansen de verla. Sus cafés, galerías, monumentos, museos, parques, el Palacio Real, la Gran Plaza y el bullicio de los automóviles danzando en equilibrio con los olores de la comida en los restaurantes. La hacen única, sobre todo para mí.

Soy hija única. No es sencillo vivir con esa carga. Es una loza que cargamos los que nacimos sin hermanos.

Mis padres me trajeron a este mundo por la vehemente necesidad de dar amor. Crecí arropada entre abrazos y risas y nunca me clavaron las espinas de sus expectativas. La piedra que me pusieron al hombro es de ser “una” en todo el sentido y los alcances de la palabra.

No creo que exista un sicólogo quien niegue cómo los primeros años de vida forman una huella en la mente y personalidad de los humanos. Nunca explicarán cómo esta realidad se puede marcar en cada rincón de la piel.

Los médicos quienes me han revisado buscan respuestas. Sé que por mucho que investiguen, no las encontrarán. Sólo existe evidencia en mi cuerpo de mis emociones.

El abandono, la humillación, el rechazo, la injusticia y la traición son heridas que marcan a las personas. Son lesiones y representan un dolor emocional relacionado directamente con la estructura y tamaño adquirido en nuestro cuerpo. Tapamos con máscaras lo que realmente somos. Con esos disfraces el cuerpo toma forma, nuestra morfología. El organismo sabiamente encuentra el medio para mostrarnos dónde poner orden.

Esto es parcialmente lo que me pasa. Sí, definitiva y visiblemente tengo un cuerpo delgado: denota mi herida de abandono. Sólo hasta ahí, pues ningún libro esclarece por qué vivo cubierta de tantos colores.

Tras la traumática muerte de mi padre en aquel diluvio, pude seguir viviendo sin ahogarme bajo el agua, como él. Recuerdo aquel día como si viera una película, porque aunque no estuve ahí, mi mente se encargó de rellenar los huecos de lo sucedido. La presencia de mi padre quedó borrada de un plumazo para siempre.

Cuando desapareció, estaba de viaje por motivos de trabajo. La desgracia ocurrió en un pequeño pueblo, donde entregaba algunos libros. Estaba en el negocio de la impresión, el último de la familia hasta ese momento.

Ese día amaneció muy luminoso, el sol se veía en todo su esplendor con tintes rojos y naranjas, casi pintado con tinta. Al mediodía el cielo se nubló y las nubes, entre azul pizarra y azul marino, se movían pesadamente, como conteniendo toda el agua del mar. Mal presagio.

La lluvia empezó a caer. Se sentía algo extraño en el ambiente, la humedad insoportable, la gente buscaba dónde resguardarse. Sin embargo, no paró... Llovió tres días. Las nubes no quedaron contentas hasta ver el pueblo cubierto en agua. Los sobrevivientes dicen que el agua sabía a sal. Indagaron, mas mi padre nunca apareció. Mi mamá fue a buscarlo, quería bucear en los hechos y encontrar una pista.

Me quedé esperando en casa de mi abuela materna. Estaba desconsolada, no tenía un cuerpo al que llorar y enterrar. Guardaba la esperanza de que en cualquier momento mi padre entraría por la puerta para abrazarme y me diría: “Hola, pequeña oruga”. Nunca ocurrió. Ahí empezó mi metamorfosis. A su “muerte” dejé de ser una oruga y quedé expuesta al mundo. Mi primer encuentro con el abandono.

Apareció mi primera marca en la piel, la vi cuando me quité la ropa frente al viejo armario buscando una prenda negra. Desde ese momento la unión en mi familia se rompió. Viví con una madre que esperaba recuperar a su esposo. Nunca lo creyó muerto, no desistió por años. Por eso viajábamos tanto a la playa. No lo decía, pero creo que imaginaba que llegaría en un barco y todo volvería a la normalidad.

Con la espalda tatuada de mariposas azules, en secreto, cada noche, deseaba que mi padre nunca hubiera viajado. Había dos extrañas coincidencias en las que no dejaba de pensar: el sol pintado con tinta y las nubes cargadas de agua de mar.

Mi madre no era temerosa. Era serena y dulce. Me contó que el símbolo de la mariposa es un emblema en los escritos de una mujer quien trató como médico a muchos enfermos terminales. Para ella la muerte es un renacimiento a un estado de vida superior. Los niños, afirmaba ella, lo saben intuitivamente, siempre y cuando los adultos no les contagien su dolor.

Percibí cómo la vida es ardua y la muerte es más fácil. Además, ¿de qué me servía negar su ausencia? Así pude creer que mi padre estaba en un mejor lugar. Me reconfortaba sentirlo como un ser de luz, impreso en las marcas de mi espalda.

Conseguí sentirme afortunada a razón de ser “la niña de las mariposas”, entes llenos de significado. El libro de los símbolos afirma que las mariposas son una de las imágenes más poéticas para representar la psique humana. Tienen toda su capacidad de resistir y reinventarse. Yo portaba con orgullo a aquellas criaturas aladas, bailando por mi espalda, hasta que las percibí como un problema. Descubrí también que me apartaba del resto de los seres humanos.

CAPÍTULO II

Sucedió en un paseo a la playa. Siempre me ha gustado el sol, me siento en mi elemento cuando me zambullo en el agua del mar. Además, tengo una debilidad por los trajes de baño con poca tela. Disfruto el agua pegada a mi cuerpo casi desnudo. Ese día me sentía libre y bañada de la sensación de ensueño que únicamente la luz del sol me puede brindar. Al salir del agua fui señalada por primera vez. Recuerdo a una mujer con sus dos hijas mirándome con los ojos muy abiertos, cuchicheando como si les asustara algo.

—¡Mamá, mira a esa niña, tiene un tatuaje enorme! –dijo una de las niñas.

La mujer me miró desconcertada, recorrió mi cuerpo con la boca abierta por el asombro. Luego abrazó a sus hijas y las apretó contra ella, protegiéndolas de un mal invisible.

—¿Dónde tienen la cabeza sus padres para permitirle eso? Es automutilación, no se acerquen. Qué fea. Seguro sus padres son drogadictos.

Me dolió. Hasta ese momento, las mariposas me habían ayudado a sobrellevar un gran quebranto del corazón. No había nada de “malo” en ellas pero, ante los ojos de los demás, era inadecuado una niña tatuada.

Me apresuré a taparme con una toalla y quedé congelada, viéndolas caminar de prisa al otro extremo de la playa.

El resto del día tuve una desagradable sensación de vergüenza. Recordaba esa mirada y sentía frío. Para colmo, esa noche, cuando me fui a acostar, tuve un sueño: yo era un pez amarillo nadando en aguas muy azules y transparentes, iba de un lado a otro acompañada de peces de colores. Mi vida parecía perfecta, hasta que una ballena enorme me observó y sentí terror. Nadé y me escondí en un caparazón, de esos que llevas al oído para escuchar el mar. Por primera vez en mi vida sentí vergüenza de mí, de mi piel marcada.

Al día siguiente desperté temprano y descubrí en mi tobillo izquierdo, pintado magistralmente, un pez amarillo brillante escondido en una concha. Fantaseo con que representa la protección que necesito, la evidencia de mi vulnerabilidad. La vida marina hace alusión a nuestro mundo interno. Los sueños también.

Presentí como mi cuerpo no dejaría de teñirse hasta mi muerte y comprendí que ya no era únicamente la niña de las mariposas.

CAPÍTULO III

Fueron tiempos difíciles y de duelo. De cambios en mi rutina: no dejaba de mirarme en el espejo. Cada que tenía la oportunidad, me asomaba al reflejo. En el baño, el clóset, la entrada de la casa, los elevadores, los escaparates de cristal, el agua del mar, los vasos, en todas partes. Hasta en el refrigerador de la cocina. Siempre con la esperanza de ser normal.

 

Mis amigas de la escuela bromeaban conmigo: “Mara, deberías coleccionar cucharitas para verte en ellas cada que se te antoje” y reían ante esta nueva manía, aparentemente infructuosa y falta de sentido. Yo me sentía incomprendida: no eran huérfanas de padre y tenían una hermosa piel. Me percibía como una víctima.

Un sábado por la mañana mi madre quiso alegrarme un poco. Me sugirió ir al Palacio Real, un paseo que nos encantaba. Tomamos nuestros impermeables y salimos.

Una vez que abandonamos el Boulevard du Régent y llegamos a la Place des Palais aparecieron frente a mis ojos la fachada y los jardines que lo convierten en uno de los palacios reales más grandiosos del mundo. Sus paredes están un poco desgastadas por el paso del tiempo y el clima.

Las dos, tanto mi madre como yo, íbamos en ese día lluvioso con el espíritu alegre. Yo haciéndome historias de la vida de la familia real y mi madre queriendo ver el techo denominado “El Cielo de las Delicias” que, casualmente, está en la Sala de los Espejos: un tapiz verde formado por casi un millón y medio de insectos coleópteros, escarabajos de colores llamativos, empleados por Jan Fabre en la obra. El artista es conocido por su trabajo con elementos tan estrafalarios como la sangre e infinidad de insectos. A otros niños les fascinaba, pero no a mí, pues ver tantos bichos juntos me da comezón en la cabeza y siento un hormigueo muy desagradable en todo el cuerpo.

Sentí nostalgia por mi padre y sus historias, volvió el recuerdo de cuando me contaba que Fabre también cubrió un edificio entero con dibujos de tinta hechos con plumas Bic, como los que yo usaba en el colegio. Le gustaban cosas relacionadas con la tinta y la impresión. Donde quiera que vaya en esta ciudad lo recuerdo con sus historias. De pronto, las memorias me pesaron: sus manos rasposas, sus ojos grises, su amplia sonrisa, sus bromas y lo más doloroso, la sensación de saber que yo, de cierta manera, le pertenecía.

Cuando pusimos un pie en la Sala de los Espejos, antes de ver mi imagen reflejada, me sentí muy mareada, como si todos se movieran. Ante mis ojos emergía una especie de torbellino nebuloso, en su interior estaba un niño de espaldas en su cama, lloraba por un dolor interno. La imagen era borrosa y no veía su cara. Sólo me sentía angustiada por él.

Junto a mí percibía la presencia de mi madre, quien me alcanzó a sostener para no caer al piso. Simultáneamente vislumbraba a una mujer muy vieja y arrugada poniendo alcohol con un algodón frente a mi nariz mientras gritaba: “¡Ayuden a esta niña que se desmayó!”

Todo era confuso. No sabía a ciencia cierta qué era real y qué resultado de mi fantasiosa cabeza. Me reincorporé al mundo y vi sonreír a mi madre, le di un buen susto. Exclamó: “Anda, vamos a comer a la Taverne du Passage”. Me emocioné, es uno de mis lugares favoritos. Podemos pasear y comprar helado en las Galerías Reales de Saint Hubert.

Tomó mi mano y nos encaminamos a la salida.

No le conté nada, mejor que pensara que todo se debía al ayuno.

Me encontraba sumergida en un reflejo de confusión, en un espejismo. Hubo sólo un hecho muy claro, lo tengo grabado al día de hoy: ese niño está adherido a mi epidermis y se refleja de espaldas en un espejito antiguo que ahora colorea la parte baja de mi esternón, justo al frente de mi cuerpo. En ese momento no comprendí el significado.

Yusuf nació en mayo. Ese día su madre caminaba por la ciudad para hacer algunas compras cuando, de improviso, sintió los primeros dolores de parto. Estaba de ocho meses, aún no era tiempo. Más allá de los malestares normales y del peligroso “adelanto”, sintió miedo, un miedo gélido recorriéndole la piel pues soñó que el bebé sería ajeno a su mundo y no le pertenecería.

El aumento e intensidad de las contracciones la hicieron olvidarse del asunto. Llamó a su esposo para que la llevara al Universitätsklinikum, un hospital ubicado en la calle Sigmund Freud, no muy lejos de donde estaba.

Años más tarde, se cuestionaría si el nombre de la calle y sus sueños tendrían alguna relación con la extraña personalidad de su hijo, a quien nunca pudo comprender. Tampoco sabía que sería su único parto.

Se detuvo en una esquina para esperar a Kerem, sostenida por sus hinchadas piernas, muerta de frío y con el corazón temblando. Acompañada solamente por el soplido del viento, que levantaba su vestido de maternidad, dándole el aspecto de un paracaídas recién abierto.

No era precisamente una escena romántica como la platicada en los libros para futuras madres. En realidad, la vida pocas veces nos permite seguir el guión imaginado cuando éramos niños. Sucede lo inesperado. La magia y la tragedia de vivir.

Fue una cesárea muy complicada, casi una analogía del alma de ese niño. Ella, Isra, perdió mucha sangre. En su cuerpo se torció el equilibrio, no lo recuperó nunca no le permitió quedar embarazada otra vez.

Cuando le pusieron a su hijo en los brazos quedó perpleja: tenía los ojos abiertos, raro en un recién nacido, además de poseer un inusual color azul. Sintió un hueco en el estómago, todas las expectativas puestas en ese hijo, de pronto se borraron sin comprender el porqué.