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LA DERROTA DE LO ÉPICO
LA DERROTA DE LO ÉPICO
Ana Cabana
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
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© De los textos, Ana Cabana, 2013
© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2013
Publicacions de la Universitat de València
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Fotografía de la cubierta: Proxecto Nones e Voces. Fondo Quiño y Pandelo. Vilagarcía
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.
ISBN: 978-84-370-9217-1
A mis padres
A Mariña (in memoria)
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO: DE FRANQUISMO Y ANTIFRANQUISMO, Lourenzo Fernández Prieto
LA RESISTENCIA: DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA A MOVIMIENTO CIVIL
Más allá de la acción colectiva: la resistencia cotidiana
De «Resistencia» a «resistencias»
TRAZOS DEFINIDORES DE LA RESISTENCIA EN LA GALICIA RURAL DEL PRIMER FRANQUISMO
La acción estatal
La cultura de resistencia
La resistencia civil en el agro gallego en las décadas de los cuarenta y cincuenta
La elección de una actitud ante el franquismo: oponerse, resistir, adaptarse
Las huellas del disenso y resistencia civil
LAS ACTITUDES DE UNA INMENSA MAYORÍA
Tipologías de la resistencia civil: resistir sin armas en la Galicia rural
La pasividad de los labradores: un arma de doble filo
«Resistentes funcionales»: los protagonistas de la resistencia civil
LA PRÁCTICA CLANDESTINA DE LA SOLIDARIDAD: «LA GUERRILLA DEL LLANO»
Envolverse en la oposición: el antifranquismo como opción
La guerrilla del llano: la resistencia civil como base de la oposición antifranquista
La relación guerrilla/comunidades campesinas: más allá de las redes de enlaces
LA RESISTENCIA SIMBÓLICA: UN RECURSO PARA UNA SOCIEDAD INTERVENIDA
La cultura popular y la resistencia Palabras no cautivas: los rumores
El arsenal verbal de la resistencia simbólica: de insultos a romances
Un arma simbólica más: los gestos
La resistencia de la memoria
CONCLUSIÓN
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Nací un 20-N y me licencié en Historia, lo que pudiera indicar cierta predisposición para hacer del franquismo mi tema de investigación. Pero nada más lejos de designios divinos y meigas que esta decisión. En este camino, como en muchas otras decisiones académicas acertadas, le debo reconocimiento a mi tutor, el profesor Lourenzo Fernández Prieto. Para él mi gratitud por todo el apoyo y la confianza que me ha demostrado en estos años.
La derrota de lo épico es una parte de mi tesis doctoral, defendida en noviembre del 2006 en la Universidade de Santiago de Compostela; por ello quiero agradecer los comentarios y críticas que los miembros del tribunal que la juzgaron, los doctores Ramón Villares, Manuel González de Molina, Carme Molinero, Francisco Cobo y Ángela Cenarro, me hicieron, pues han contribuido sin ningún género de dudas a enriquecer la investigación inicial.
He contraído deudas de reconocimiento con el conjunto de miembros del Departamento de Historia Contemporánea e de América, siempre prestos en ayudas y consejos. Mención especial debo hacer a los miembros del Grupo de Historia Agraria –Histagra– que, por proximidad temática, me sufrieron y sufren más asiduamente.
Mi investigación se ha visto beneficiada por los programas de investigación a cargo de Ramón Villares y Lourenzo Fernández Prieto en los que se ha inscrito, y también de las estancias predoctorales que he podido realizar fuera de la USC en el marco de la beca FPU. Por ello, es más que de justicia agradecer el papel que jugaron los profesores que aceptaron convertirse en mis tutores en la Universidade Nova de Lisboa, como la antropóloga Paula Godinho (que aún sigue velando por su alumna do norte, tarea en la que la flanquean as minhas caras Dulce Freire e Inés Fonseca); en el Centro Cañada Blanch de la London School, el hispanista Sebastian Balfour, y en la Universidad Autónoma de Madrid, el historiador Juan Pan-Montojo.
Si hay algo que defina la investigación que implica hacer una tesis doctoral es la soledad. El trabajo con las fuentes, las lecturas bibliográficas y la redacción son tareas todas ellas que no conllevan el gusto de compartir. Yo probablemente sea una excepción, pues mi aislamiento se redujo a lo mínimo necesario gracias a que Daniel Lanero, Antonio Míguez y Antóm Santos compartieron conmigo congresos y días de archivo, enriqueciendo así mi trabajo. Les agradezco infinitamente sus lecturas críticas, sus consejos historiográficos y los seminarios-debate organizados. Les debo también, al igual que a David Soto, Emilia García, Prudencio Viveiro, Anxo Collarte y Xosé Penedo, la compañía y la amistad de muchos días compartidos en el despacho de becarios de la facultad.
Quiero hacer mención especial a los de Lugo, a Duarte, Pili, Paco, Mar, Ana Isabel, Quique, Emilio, Teresa, Xerardo, Marcelo, María, Elvira, Loli, Martázul (¡mi infatigable correctora!), Veva, Patricia, José Ramón, etc. Desde que llegué en el 2003 a la ciudad de las murallas me han acompañado por los vericuetos del campus... y por los que hay fuera de él.
Para mis amigos de siempre y mi familia va mi más profunda gratitud. De su generosidad infinita se ha aprovechado mi trabajo y se beneficia cada día mi vida.
PRÓLOGO: DE FRANQUISMO Y ANTIFRANQUISMO
El franquismo sigue siendo un territorio bastante desconocido historiográficamente, del que creemos, sin embargo, saberlo casi todo. Este libro de Ana Cabana descubre facetas desconocidas pero fácilmente reconocibles, y sobre todo sólidamente fundamentadas, de un tiempo y un lugar que sigue envuelto en el misterio del mito y los tópicos. A la confusión del franquismo como tiempo vivido se añade la de la propia capacidad del franquismo para crear explicaciones duraderas sobre sí mismo y las del antifranquismo para combatirlas, a veces alimentándolas sin querer. Los mitos políticos creados por el franquismo y los épicos del antifranquismo son apartados unos y deconstruidos otros en este libro, que tiene su origen en una investigación más amplia, presentada en el 2006 como tesis doctoral en la Universidade de Santiago de Compostela, titulada Entre a resistencia e a adaptación. A sociedade rural galega no franquismo 1936-1960.
Este trabajo aporta distancia historiográfica donde floreció –a veces en exclusiva– el compromiso cívico y político. Los nacidos antes de 1962 conservamos recuerdos y experiencias de la dictadura porque iniciamos la adolescencia antes de que la muerte de Franco –lo que la verborrea franquista solía predecir como el hecho biológico– diese el pistoletazo de salida para el fin del régimen. La investigación que aquí se presenta comprende el periodo 1936-1960, por lo que, con el mismo criterio, la experiencia de vida del tiempo que trata se restringe a los nacidos antes de 1947. Si bien la larga posguerra de hambre, estraperlo, violencia, represión y adoctrinamiento nacional-sindicalista y nacional-católico puede extenderse poderosamente al tiempo de la dictadura del desarrollismo y de la sociedad de consumo de masas de la década de los sesenta, como memoria y como presente. Trata por tanto de lo que se ha dado en llamar primer franquismo. Una denominación que no tiene continuidad en un segundo franquismo, que por arte de magia se transforma siempre en desarrollismo, como separando, por la cesura de 1959, un primer franquismo para olvidar de un desarrollismo para recordar.
En su indagación, la autora no desprecia ninguna de las fuentes que puede utilizar para responder a preguntas relevantes sobre las formas de consenso, colaboración, sumisión, disenso y resistencia. Son preguntas no muy diferentes de las que se hacen sobre otras dictaduras europeas del tiempo del fascismo, y quiere resolverlas empleado los instrumentos del oficio, recurriendo a otras ciencias sociales y buscando la luz de la teoría que el pasado necesita para ser indagado. Una de sus preguntas tiene que ver con el carácter de la pretendida adhesión de Galicia al régimen del 18 de julio que la memoria franquista –la única pública durante el régimen– asentó como una losa aparentemente inamovible. En un trabajo previo –producto también de su tesis–trató de modo específico la cuestión del consentimiento (Xente de orde. O consentimento cara ao franquismo en Galicia, 2009, Santiago, Ed. TresCtres). Sus respuestas son necesariamente complejas, a la luz de la historiografía europea más actualizada, alejadas de lugares comunes y, por supuesto, pensadas para ser sometidas a juicio en un debate crítico.
Ni la sumisión del rural gallego fue tal ni la razón de la persistencia del régimen reside exclusivamente en su naturaleza represiva. La conclusión tal vez no resulta en sí misma novedosa, pero sí lo es su fundamentación. Sus argumentos se sitúan por encima de las dos historias oficiales –memorias sociales– que perviven sobre la dictadura y que corren parejas sin apenas tocarse desde la transición: la del franquismo y la del antifranquismo. La primera fue construida por el régimen y divulgada como única a través de sus medios, asentada y renovada durante su vigencia, y en la actualidad sigue constituyendo un valor seguro –dado su elevado consumo, demanda constante y rentabilidad editorial– en la literatura no académica sobre la guerra y el franquismo. La segunda fue construida por el antifranquismo desde el exilio primero, de la forma confusa y convulsa que la derrota determinó, y después con la ayuda de los hispanistas liberales y, no pocas veces, hegemonizada por la interpretación de los intelectuales de matriz comunista, conforme avanzó su dominio intelectual en el antifranquismo. Ambas conviven actualmente como si de alguna forma fuesen oficiales, y así son percibidas y difundidas por cada una de las partes que se sienten vinculadas y herederas del conflicto bélico provocado por el golpe militar de 1936.
Treinta y cinco años después del óbito del dictador, para las nuevas generaciones de historiadores e historiadoras estas continuidades no son comprensibles ni aceptables. Tal vez porque están educadas en los valores de la democracia y de los derechos humanos universales promulgados por las Naciones Unidas tras la derrota de los fascismos y en la herencia de los juicios de Nuremberg –aunque sea más a través de Hollywood que de la escuela de la democracia–. El nuevo clima social respecto del pasado incómodo aparecido desde finales de los años noventa contribuyó también a este giro, atendiendo a la nueva demanda. Seguramente, por todo ello este libro se inscribe en la construcción de una interpretación historiográfica de la dictadura fundamentada en investigaciones que abordan empíricamente, a través de fuentes y registros del pasado, el conocimiento de ese periodo para construir una Historia (o Historias) que superen el juego de memorias y olvidos que advirtió Paloma Aguilar hace ya quince años.
En su análisis de las formas de resistencia que descubre en el mundo rural gallego, la autora consigue dar sentido a un trabajo histórico pionero de Harmunt Heine sobre la guerrilla antifranquista en Galicia publicado en 1980, que pasó casi desapercibido para la historiografía española hasta que veinte años más tarde el asunto se puso por fin a tiro. El trabajo del historiador alemán, construido desde la distancia académica y la importancia objetiva del objeto de estudio, en el marco de las resistencias europeas al fascismo, no encontró sin embargo receptores ni continuadores entonces. Ana Cabana explica que la dimensión y duración de aquella resistencia armada convencional tenían su correlato y su soporte en una resistencia civil que descubre a través de las múltiples formas de disenso que identifica, describe y analiza. Para ello echa mano de un amplio bagaje que parte de E. P. Thompson, J. Scott y un profundo conocimiento de las sociedades campesinas, desde el manejo de la historia rural y la antropología histórica. Enlaza con una línea de investigación enhebrada desde finales de los años ochenta en el Departamento de Historia Contemporánea de Santiago por Marc Wouters, Isaura Varela y M. X. Souto; saca partido al fondo Historga de historia oral iniciado por los dos primeros, construido a lo largo de más de veinte años y actualmente integrado en la UPDOC (Unidad de Patrimonio Documental) del Departamento. Sigue directamente las pistas que en sucesivos trabajos construyó Eduardo Rico Boquete sobre las resistencias vecinales al intervencionismo autárquico en el rural gallego, en especial contra las repoblaciones forestales y las apropiaciones de los montes comunales. Se vincula también a los trabajos de colegas de la Universidade de Vigo como Xulio Prada o Domingo Teixeiro, investigadores free lance como Dionisio Pereira, compañeros del Departamento como X. M. Núñez Seixas o E. Grandío, con las nuevas aproximaciones de Antonio Míguez o Andrés Domínguez o con las tareas de recopilación del grupo Nomes e Voces, por citar a los más próximos. Esta flota acompaña su singladura.
El presupuesto de partida es relativamente simple. Como otros autores recientes la autora parte de la idea de lo poco que sabemos todavía los historiadores sobre aquel régimen que triunfó en el asentamiento y la proyección de su memoria más de lo que estábamos dispuestos a reconocer desde los valores democráticos del presente, tamizados por la idealización de la transición como momento fundador. Su investigación forma parte de un programa de investigación más amplio desarrollado a finales de los años noventa a través de dos proyectos de investigación del Ministerio y la Xunta de Galicia, dentro del Grupo de Historia Agraria de la USC (HISTAGRA), creado por R. Villares. Un programa que tenía por objetivo definir y conocer algunas claves del franquismo, indagando en sus instrumentos organizativos (hermandades), en los mecanismos creados para construir consensos, en la aplicación de las políticas agrarias, en los conflictos latentes o manifiestos. En su diseño participaron las profesoras Aurora Artiaga, M. X. Baz o Pilar López, X. Balboa y E. Rico, y entre sus resultados se sitúan trabajos de Daniel Lanero, Anxo Collarte, José Penedo o Antonio Somoza. Se trataba de construir un conocimiento, en algunos aspectos meramente positivo, del asentamiento y desarrollo de la dictadura después de la represión que siguió a un golpe militar que en Galicia no llegó a ser guerra abierta. Aquel programa se situaba lejos de una historia heroica o trágica, ideológica o militante, alentada por urgencias del presente, pero corrió parejo –y se alimentó– de la explosión de la reivindicación cívica que en los últimos años logró avanzar en el camino –necesario e inacabado–de reconocer y dignificar a los perseguidos de la guerra y del franquismo.
Aquel programa de investigación, que Ana contribuyó decisivamente a diseñar y desarrollar, trataba en primer lugar de avanzar en el conocimiento más allá de 1936, un limes historiográfico que parecía difícil de vadear. Creímos encontrar la forma de hacerlo. Historiar el tiempo de la guerra y las décadas de los cuarenta y los cincuenta se volvía imprescindible para comprobar qué había acontecido con una sociedad civil plural y políticamente compleja, construida antes de esa fecha en el mundo rural gallego y que había sido profusa y profundamente estudiada (con trabajos, entre otros, de M. Cabo, A. Domínguez, A. Bernárdez) en el marco de un programa previo de investigación que completó el conocimiento del vigoroso primer tercio del siglo XX. Qué recursos, cultura social, hábitos, comportamientos, mecanismos de participación y organización del mundo rural construido en aquel proceso histórico sobrevivieron después de 1936 era una pregunta sin respuesta todavía a finales del siglo pasado (a sesenta años de la Guerra Civil). Mejor dicho, era una pregunta innecesaria porque todos conocían la respuesta y sufrían las consecuencias, porque la memoria del tiempo del franquismo era poderosa y doliente.
El libro que el lector está abriendo contribuye a caracterizar históricamente el franquismo en Galicia y el Estado español, de forma más acabada y menos mixtificada. Explica cómo, a diferencia de otros regímenes de matriz fascista de los años treinta, no procuró y no fue capaz de construir una auténtica comunidad nacional. Sus orígenes en el golpe de Estado y la Guerra Civil que desencadenó lo diferencian de otros regímenes nacidos en el periodo de entreguerras, porque su legitimidad –de haberla– no derivó de un proceso político sino de la victoria militar en una guerra civil. No procuró tanto integrar y construir como subsistir, sobre todo después de la derrota en 1945 de los regímenes de su color y de su tiempo. Y cuando lo procuró, no lo logró y además lo supo. La represión estuvo siempre acompañada de resistencias y la acción de reacción. Una represión dotada de un amplio repertorio de instrumentos, incluida la construcción y el manejo de una memoria basada en la guerra y la victoria que acompañó eficazmente a los instrumentos policiales y judiciales convencionales. Sus políticas agrarias, energéticas o industriales, marcadas por el intervencionismo y la autarquía y aplicadas desde el principio con lógicas tecnocráticas, compartían raíz fascista. Y la reacción a su aplicación generó mecanismos de resistencia que aquí son analizados, adentrándose en la caja negra del pasado social, con madurez historiográfica y generacional.
Mencioné algunas de las preguntas que se hace la autora pero, en este ya largo prólogo, intenté eludir las respuestas. Los lectores las encontrarán en estas páginas, podrán comprobar de dónde procede la información y cómo fue lograda, así como evaluar el tratamiento que de ella se hace, y juzgar las interpretaciones a que da lugar. Aprovechen su lectura.
LOURENZO FERNÁNDEZ PRIETO
Departamento de Historia Contemporánea e de América
Santiago de Compostela, 16 de octubre del 2011
LA RESISTENCIA: DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA A MOVIMIENTO CIVIL
MÁS ALLÁ DE LA ACCIÓN COLECTIVA: LA RESISTENCIA COTIDIANA
Analizar las formas de resistencia civil en la sociedad rural gallega durante el régimen franquista tiene la virtualidad de reclamar para la Historia un ámbito que ha permanecido en la esfera de la memoria colectiva y, de ese modo, opera como rompedor de un tópico asumido apriorísticamente.1 Se trata de una imagen que igualaba a los campesinos gallegos con sujetos sumisos ante las disposiciones impuestas por el franquismo. Esta visión, avalada por las premisas de la teoría de los movimientos sociales, parte de la constatación de que en los años que duró la dictadura, o cuando menos hasta la etapa final de esta, no se llevaron a cabo ciertas formas de acción colectiva y de movilización abierta que en otras épocas históricas sí tuvieron lugar en el campo gallego. Esta ausencia, sin embargo, no supone inexistencia de conflictividad, salvo si se parte del error de menospreciar los modos de contestación que se articularon a partir del aprovechamiento de recursos legales existentes y las acciones inequívocamente demostrativas de descontento que encuentran canales de expresión en las estrategias de la vida cotidiana.
El análisis histórico de los escenarios donde se generaban estas respuestas a las disposiciones políticas, en que la política se toca con la realidad y con las prácticas sociales, devuelve una imagen definida por la existencia de una conflictividad que rompía de forma habitual con la ansiada y pregonada «paz social» franquista. Trataremos de explicar estos conflictos, los procesos que los delimitan y las motivaciones de sus protagonistas, analizando ese espacio que existe bajo la movilización social rotunda, abierta y articulada. No se trata, como ya hemos señalado, de desmerecer la acción colectiva, sino simplemente de permitir la «inserción de lo periférico, de lo inarticulado» (Casanova, 2000: 249). En tal categoría se incluyen aquellos fenómenos conflictivos formulados a través de experiencias propias de la cotidianeidad a los que Rafael Cruz ha denominado formas de «resistencia elíptica» (Cruz, 1998: 144). Son actos que de manera aislada pueden no revestir interés histórico, pero esto cambia cuando es posible detectar un patrón de comportamiento.
En las últimas décadas el estudio de la «resistencia» ha sufrido un tumultuoso proceso de reinterpretación que ha afectado tanto a las categorías de análisis como a las conclusiones a las que la historiografía había llegado. Hasta no hace mucho, «resistencia» era una categoría precisa para las Ciencias Sociales. Tal categoría era concebida como uno de los dos componentes del dualismo dominación/resistencia, en que «dominación» remitía a una forma de poder relativamente fijada e institucionalizada y «resistencia» era, en esencia, la oposición organizada a dicho poder. El antagonismo existente en ese binomio se ha redefinido a partir del cuestionamiento que ambos términos de la disyuntiva, en su calidad de categorías conceptuales, han experimentado desde múltiples frentes, especialmente desde la Antropología Social y la Sociología.2
La evolución parte por tanto de una lectura crítica de la teoría de los movimientos sociales. Esta relectura ha tenido una participación decisiva en la caracterización del conflicto y en la formalización de la interpretación histórica más extendida de protesta. Dicha teoría opera con una definición muy restrictiva de acción colectiva (entendida como fenómeno concreto de movilización, una «sucesión de eventos de protesta» [Kriesi, 1992: 221]), y solo tiene en cuenta aquel conflicto que se manifiesta de manera colectiva y organizada y, a ser posible, con una vanguardia consciente, lo que acostumbra a desestimar las acciones protagonizadas por el campesinado. Las formas de protesta de estos sujetos entendidos como «prepolíticos» (maneras más individualizadas de conflicto, acciones que resultan menos vistosas, con escasa repercusión y, aparentemente, menos amenazantes para el poder impuesto) no suscitaron la fascinación de los analistas de los movimientos sociales. Estos dirigen sus esfuerzos teóricos y analíticos a estudiar los movimientos carismáticos para entenderlos como la única fuerza para el cambio social. Fijan su atención en actividades públicas desarrolladas a través de ciertas formas organizadas como sindicatos o partidos políticos, apelando a lo visible y a lo cuantificable (huelgas, número de participantes, etc.). Una propuesta que ha encontrado su correlato historiográfico en el afamado «primitivismo» definido por Eric Hobsbawm (1974 y 1976b), con el que este autor se refiriere a las sociedades no completamente industrializadas que no encuentran un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones.
La Historia ha sido receptora de estos cambios y ha desarrollado simultáneamente una línea de renovación propia a partir del impulso que supuso el trabajo pionero de E. P. Thompson (1995). La concepción thompsoniana –seguida y desarrollada posteriormente por James C. Scott– amplía el punto de vista hacia aquellos hechos, otrora insignificantes, que no están relacionados con una determinada forma de acción y organización ni con la conciencia propia de la sociedad industrial y que, por tanto, no han sido objeto de estudio para los estudiosos de los movimientos sociales. En la renovación de los estudios sobre resistencia y, concretamente, de las resistencias protagonizadas por el campesinado, como se acaba de mencionar, ha jugado un papel determinante la obra del antropólogo James C. Scott. En sus tres trabajos básicos sobre esta temática (Scott, 1976, 1985 y 2003), este deudor de la historia social marxista británica trata de encontrar una respuesta a la pregunta de cómo individuos o grupos marginados de y por el poder actúan ante condiciones de explotación y dominación. Su respuesta ha abierto una nueva vía de análisis que se ha generalizado en los estudios históricos en los años noventa, provocando un considerable debate en las Ciencias Sociales en lo relativo a las teorías de poder, dominación y resistencia. El planteamiento innovador de Scott sobre la resistencia social supone la superación del análisis de la conflictividad de los grupos subalternos basado en movimientos abiertos y organizados, es decir, de la aplicación de la plantilla que la historia social había aceptado como válida para el mundo urbano y la clase obrera, para detenerse en otras formas, menos vistosas y contundentes, mediante las que el campesinado ha defendido históricamente sus intereses ante el poder político o las élites. Su formulación se centra en el análisis de la vida cotidiana de las clases subalternas, fundamentalmente el campesinado; refuta la mayoría de las teorías de hegemonía tradicionalmente aceptadas, en línea con el pensamiento foucaultiano, y proporciona las claves para deducir cómo los campesinos actúan ante la implantación y consolidación del poder.3 De este modo enlaza la conflictividad vivida en los espacios rurales con la estructura de resistencia civil. Su propuesta teórica es especialmente valiosa para entender lo cotidiano de las relaciones de poder, ya que pone especial énfasis en la dramaturgia de ese poder, las oportunidades para la comunicación y la formación de definiciones alternativas de la situación entre los subalternos y las expresiones culturales de tales formas de protesta.
Scott ha desplegado toda una batería conceptual, ex novo o a partir de conceptos ya existentes, alrededor de la que se articula su aparato crítico: «resistencia cotidiana», «armas del débil», «registro escondido» e «infrapolítica». No pretendemos dar cuenta o resumir su contribución, pero sí consideramos pertinente subrayar algunos aspectos centrales de su análisis por ser sustentadores teóricos de nuestro trabajo. Scott parte del hecho de que las rebeliones campesinas son pocas y muy lejanas en el tiempo. Desarrolla el concepto de «resistencia cotidiana» y lo define como una forma de resistencia rutinaria llevada a cabo por individuos pertenecientes a grupos subalternos que no provoca, ni lo pretende, grandes cambios en el sistema de dominio contra el que actúa, sino que tiene como finalidad frustrar una política o actitud particular que toca y afecta a la vida diaria de dichos grupos. En un contexto autoritario o de falta de libertades, dada la inexistencia de mecanismos institucionales y/u oficiales que permitan a estos colectivos subalternos expresar libremente sus discrepancias y opiniones críticas respecto al sistema de imposición de poder, y en la imposibilidad de hacerlo abiertamente a través de formas organizadas por estar estas sometidas a un alto grado de represión, aquellos optan por usar actividades cotidianas como estrategia para defender sus intereses y contrariar una situación que es entendida como desfavorable. Esta variante de resistencia se muestra como inherente a la cultura campesina, que cuenta con todo un conjunto de formas de oposición silenciosa y corrosiva –que requieren poca o ninguna coordinación, que se valen de acuerdos implícitos o redes informales de sociabilidad y que evitan una confrontación directa con la autoridad– a las que Scott denomina «armas del débil». Se refiere de modo especial a «armas» como el sabotaje, el fraude, la lentitud en el trabajo, el disimulo, la falsa ignorancia, la difamación, la deserción, el furtivismo, los pequeños incendios, etc. Todas aquellas acciones que se vuelven eficaces con el anonimato de sus protagonistas, el uso de la cotidianeidad y la contestación indirecta.
Este planteamiento teórico permite apreciar un amplio rango de patrones de resistencia de los grupos subalternos que comparten la característica de responder a actos cotidianos con los que se pretende mitigar o negar las exigencias del sujeto o ente que ejerce la dominación. Buena parte de su teorización descansa en el paradigma representado por el binomio «registro público» y «registro escondido». Scott establece la existencia de ámbitos no visibles (registro escondido) para el dominador donde se ocultan las visiones críticas, opuestas y resistentes a los procesos de opresión (toda serie de formas discursivas: declaraciones, gestos, expresiones o prácticas), mientras que de cara al poder (registro público) se establece toda una estrategia de fingimientos que son los que impregnan el discurso público (adulación, dobles significados, enmascaramiento, etc.). Los grupos subalternos, faltos de la posibilidad de modificar o cambiar cualquiera de las esferas donde las concesiones se producen y distribuyen, ponen en marcha la táctica racional de producir una falsa sensación de obediencia en el «registro público». En circunstancias especialmente opresivas, las formas de resistencia de los colectivos subalternos tienden a ocultarse del control sistemático de los grupos que ostentan el poder y encuentran cobijo en actividades cotidianas, quedando oculta su expresión, solo perceptible para los miembros del colectivo. El «registro escondido» supone tener presente que los grupos subalternos como el campesinado tienen ámbitos relativamente aislados en los que pueden desenvolver concepciones alternativas y transformar o reafirmar formas culturales propias cuando estas son amenazadas por la imposición del grupo o ente dominante, o bien cuando estas no pueden ser expresadas de manera abierta. En su nivel más básico, estos refugios son lugares de encuentro en los que la comunicación puede ser puesta en práctica sin deferencia al poder, son zonas «liberadas», «de reserva», donde la opinión crítica y la solidaridad de grupo pueden ser alimentadas, puestas a prueba, protegidas. Con frecuencia, estos abrigos existen como espacios culturales tradicionales hasta que aparece, en el caso de que lo haga, un carácter opositor, potenciando el radicalismo que vive en estado de hibernación en la tradición y todo aquello que descansaba en el «registro oculto» se descubre haciéndose visible para el dominador.4