Czytaj książkę: «Silvia Cordal»
Ana Barreto Valinotti
silvia cordal
La niña que vivió para contarlo
colección
protagonistas de la guerra guasu
grupo editorial atlas
Esta madre, hijos míos,
fue una amiga sincera
Silvia
Para Elizabeth
Prólogo
Este libro sobre Silvia Cordal escrito por Ana Barreto contribuye a la colección Protagonistas de la Guerra Guasu con un personaje histórico poco común en la historia tradicional, una niña que de adulta plasmó por escrito sus dolorosos recuerdos.
Los recuerdos de esta niña tienen varios matices que hacen aún más interesante sus vivencias, pues se trata de la integrante de una de las familias más influyentes en el Paraguay de los López que pasó mil penurias y tuvo el dolor de ver morir a sus dos hermanas pequeñas en un periplo en el que se vieron sumidas por un lado por el avance enemigo y por otro por la decisión de un Gobierno que condenó a familias enteras por las responsabilidades individuales de algunos de sus miembros.
El relato y análisis realizado por Ana Barreto Valinotti permite comprender con meridiana claridad las dificultades, las penurias y todos los padecimientos a los que estuvieron sometidas las denominadas destinadas que, al igual que sus hijos, pagaron la culpa de sus maridos, hermanos o hijos.
La conmemoración de los 150 años de la finalización de la Guerra Guasu debió ser la oportunidad de conocer las otras batallas que libraron los paraguayos y las paraguayas de entonces, comprender a cabalidad lo que significa la guerra, no solo pensarla en términos institucionales o territoriales, sino que ir a lo más profundo y vivencial de esos miles de seres humanos que vieron a lo largo de un lustro desmoronarse su estilo de vida, desaparecer sus familias y esfumarse sus bienes.
Herib Caballero Campos
Mayo de 2020
Introducción
“Estos primeros apuntes [roto] para mis tres hijos, Francisco, Fernando y Pepita”.
Apuntes de Silvia
No solo considero que la memoria es vulnerable a los engaños de la imaginación, sino también que los eventos que se inscriben en la memoria —incluso los eventos más íntimos y traumáticos— son inseparables de ciertos códigos culturales, dinámicos y fluctuantes, que los matizan de significados sociales y psicológicos.
Jennifer French sobre Tradiciones del hogar, de Teresa Lamas Carísimo
A las memorias de Silvia Cordal llegué con el emblemático libro escrito por Manuel Peña Villamil (Asunción, Criterio Ediciones, 1987) en alguna clase de historia del Paraguay, siendo estudiante en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica. He perdido la cuenta de las veces que las he leído, para mí, y ante cualquier público donde me haya tocado dar algún aspecto relacionado con las mujeres y la Guerra contra la Triple Alianza.
De hecho, como mi interés sobre la guerra está relacionado con las mujeres como temática, las miradas y perspectivas han estado siempre guiadas por los testimonios de aquellas que vivieron el conflicto; muchos de ellos, sabemos, fueron dictados o escritos, antes de la finalización en marzo de 1870 o inmediatamente después. Quizás en este sentido, el más conocido sea el de la francesa Dorotea Duprat de Lasserre, dictado a un oficial brasileño y publicado —por la riqueza de sus detalles— en la obra de Jorge Federico Másterman Siete años de aventuras en el Paraguay, apenas terminada la guerra.
Claro que La Regeneración también publicó, entre diciembre de 1869 y los primeros meses de 1870, el testimonio y la declaración de muchas mujeres “destinadas” que huyeron de los campos de Espadín. Estos, mucho más cortos, además de los detalles estaban —y se entiende perfectamente— llenos de juicios de valor hacia Solano López.
Durante mucho tiempo, esos testimonios fueron la prueba fehaciente de las barbaridades que el mariscal había hecho y que inequívocamente llevaban a confirmar que era —con justa razón— un enemigo de la civilización, tal como fuera declarado por el Gobierno Provisorio.
Sin embargo, hace poco la historiadora Bárbara Potthast los estudió más allá de simplemente servir como acusaciones para Solano López. La historiadora alemana nos enseñó a leer los testimonios de mujeres como expresiones de ellas nunca alejadas de su propio sitio dentro de la sociedad y del contexto —al fin— político y económico. Así, leer, por ejemplo, las memorias de Encarnación Bedoya, más que acusaciones al “tirano de López” o la “Linche” eran ejemplificadoras en cuanto a la posición de clase, a las posibilidades sociales, como saber leer y escribir, y/o a la percepción de la coyuntura.
De hecho, son pocos los historiadores que no pierden de vista esto incluso cuando utilizan las memorias, el testimonio, los recuerdos, en fin, eso que llamamos “datos” para concebir y linear la historia del Paraguay, tantas veces narrada solo por varones.
Las memorias de Silvia Cordal poseen algunas características que, aunque hablen del mismo hecho, las hacen muy diferentes de otras. La primera no fue escrita inmediatamente. En realidad, habiéndolas leído tantas veces no me había preguntado cuándo o en qué contexto fueron concebidas.
Luego de releerlas, pero con el fin de descubrir la intencionalidad subyacente de la autora, más allá de la narrativa de su experiencia sufrida, me parece que ellas pudieron haber sido el estímulo que propició la famosa polémica de 1902 y 1903 entre el Dr. Cecilio Báez y el periodista y profesor Juan E. O’Leary —quien firmaba como Pompeyo González— sobre las bases en las que estaban cimentados la nacionalidad y el heroísmo paraguayo, y una posible relectura de la historia que habían forzado los vencedores. Sabemos que todo se inició a través de artículos periodísticos donde ambos fueron debatiendo conceptos, ideas, corrientes, pero también hechos históricos y nuevas narrativas.
Sabemos también que ello tuvo un antecedente muy importante: la coyuntura política y la fuerza que tenían el caballerismo y sus hombres. La campaña que llevó adelante el Ministerio de Guerra y Marina buscando censar a los excombatientes de la guerra, a fin de reconocerlos como veteranos y asignarles, en primer lugar a los lisiados, una pensión vitalicia por parte del Estado. Como explica el historiador Luc Capdevila, los soldados sobrevivientes de la guerra de repente tenían su vida para contar esa parte que no se condecía con haber muerto en el campo del honor, sino con haber permanecido junto con Solano López.
La sociedad paraguaya en todos sus pueblos se vio sacudida por los recuerdos de un momento extremadamente dramático y muchos oficiales de alto mando, con más o menos facilidad de palabra, también se propusieron escribir, cada uno, “su verdad” de los acontecimientos. En este sentido, las Memorias o reminiscencias históricas sobre la Guerra del Paraguay, del Cnel. Juan Crisóstomo Centurión, marcó un hito importante.
Así, no sorprendería entender que el periódico La Patria (de inclinación colorada), donde escribía O’Leary, organizó el 4 de enero una manifestación ciudadana frente a los “ofensivos” dichos del Dr. Cecilio Báez, quien a su vez escribía en El Cívico (periódico liberal). Luc Capdevila explica el alcance de este acto: el centro de esa manifestación fue el veterano de guerra Florentín Centurión, quien le puso palabras, básicamente al cuerpo de un “héroe”, en días posteriores; como La Patria había publicado íntegramente el discurso, empezó a recibir desde el interior notas de apoyo a la causa. A medida que avanzaban los meses, el debate dejó de ser intelectual y fue no solo más claramente político, sino que incluía a toda la sociedad, mayores y jóvenes; hombres y mujeres.
En el caso de las mujeres, la participación no lo fue desde un debate escrito. No estoy segura si estaban entre algunos de los 255 notables que firmaron su adhesión a Báez en diciembre de 1902 y señalaron que condenaban la tiranía como forma de gobierno y en especial todos los actos cometidos por Solano López a la vez que expresaban preocupación de que “a pretexto de ensalzar sus glorias, se eduque al pueblo en el culto de sus verdugos, acostumbrándolo a la adoración de falsos ídolos” (Capdevila, 2010). De lo que sí estoy segura es de que, unos cuatro años antes, las mujeres de la élite presentaron ante el Senado una queja formal y el pedido de retiro de todos los cuadernos que tenían en la contratapa el rostro de Solano López.
También, que en el marco del intenso debate Báez-O’Leary, las mujeres se organizaron en comisiones “pro víctimas de la guerra” para mandar a hacer oficios religiosos en memoria de quienes murieron en ella, pero también ajusticiadas por Solano López.
Este es muy probablemente el escenario que movilizó a Silvia a contar también “su guerra”. Pero, desligada hasta de la corriente política de su marido —el liberal Francisco Soteras— y de su posición como “destinada”, su narrativa no está centrada en Solano López. De hecho, es como si una niña lo estuviera contando: su recuerdo tiene que ver más bien con la incertidumbre, la falta de comprensión y el alcance de la situación, del dolor de la pérdida, de la muerte y de la esperanza del regreso a través de las selvas, desde Espadín hasta Asunción. Este es, desde mi punto de vista, el enorme valor de sus memorias. Las memorias de una niña que sobrevivió para contarlo.
Los escritos de Silvia constan de dos capítulos. El primero vinculado a su niñez en la Guerra contra la Triple Alianza y el segundo, los consejos a sus hijos y nietos. La primera parte es la que me propuse contextualizar para narrar su vida. La segunda la dejo para que sea leída desde el libro de su nieto Manuel Peña Villamil.
Solo para terminar, agradezco enormemente al director de la colección, el Dr. Herib Caballero Campos, por el aliento y la paciencia de siempre, por los lazos de amistad y por considerar darme la oportunidad de hablar de Silvia.
capítulo i
Una niña nacida en cuna de oro
Silvia fue un bebé que nació en la más prometedora cuna a la que poquísimos niños y niñas podían aspirar en el país. Su familia, de ambos lados tanto Cordal como Gill, estaba compuesta por personas intelectuales, ricas y poderosas. Personas que habían servido con lealtad a la Corona española y que habían sido artífices de los primeros intentos por dibujar la estructura de un Estado en la República del Paraguay.
Como toda gran historia, la vida de Silvia tuvo un inicio premonitorio: su nacimiento se dio en el momento exacto en que, de alguna manera, se le ponía fin a un “viejo” Paraguay con el fallecimiento de don Carlos Antonio López —quien llevaba un tiempo enfermo— y se iniciaba una nueva etapa, la que conduciría su hijo Francisco Solano López.
Aunque de duelo, las mujeres de la familia López, encabezadas por Juana Pabla Carrillo, debieron haber enviado regalos y muchas felicitaciones a los esposos Cordal-Gill, pero sobre todo a los abuelos Andrés y Escolástica.
La fecha exacta del nacimiento de Silvia, realizada por uno de los confesores en el lecho de muerte de Carlos Antonio López, quedó registrada en uno de los libros parroquiales de la Catedral:
En la ciudad de Asunción, capital de la República del Paraguay, y diecinueve días del mes de octubre de mil ochocientos sesenta y dos: Yo, el presbítero ciudadano Fidel Maíz, con licencia del señor teniente cura de la Santa Iglesia de la Catedral, presbítero ciudadano Pedro Pablo Benítez, bauticé solemnemente a una párvula que nació el día once del mismo mes y año, y le puse por nombre Nicasia Mónica Silvia, hija legítima de don Fernando Cordal y de doña María del Carmen Gill y maternos don Andrés Gill y doña Escolástica barrios; padrinos: don Antonio Decoud y doña Carolina Gill, a quienes advertí la cognación espiritual, y obligaciones que contrajeron en razón del oficio ejercido. Y para constancia firmo la presente partida hoy veintidós del mes y año arriba señalados. Fidel Maíz.
La cunita de Silvia no solo debió haber sido un mueble lindo y muy fino, su ajuar de bebé, muy probablemente estaba tejido en telas españolas o debió haber tenido encajes, o chantillí inglés. Es probable que su madre haya encargado en alguno de los talleres de orfebrería de Asunción una pequeña cucharita de plata —la primera que iría a usar en sus comidas— y un jarrito con su nombre y la fecha de su nacimiento.
Como muchos niños y niñas de la clase alta, su vestuario debió haber sido completamente encargado en Buenos Aires: zapatitos, medias, docenas de vestiditos, sombreritos, etc. Las posibilidades de una familia no solo se medían por objetos materiales. Los “bienes” también incluían a personas: Silvia, como muchos de esos niños y de esas niñas, debió haber sido alimentada con la leche de una nodriza esclava.
El mundo que Silvia tenía como “verdadero”, como real ante sus ojos de niña y, sobre todo, prometedor como mujer, se vino completamente abajo un día. De una casa segura que debió haber tenido elegantes cortinados, un piano en la sala, libros en la biblioteca y un servicio doméstico compuesto de varios esclavos, Silvia pasó, como decenas de miles de criaturas, muchas noches durante la Guerra de la Triple Alianza no solo sin haber comido más que naranjas agrias en todo el día, sino haciendo un camino que parecía no terminar nunca y que, lo que parecía ser la única certeza al dormir —la muerte— era vencida por la inmensa esperanza de volver a encontrarse con su madre.
El camino a pie que Silvia hizo desde Piribebuy hasta las orillas del río Ygatimí, más allá de las cordilleras del Mbaracayú, es mayormente comprensible si se entiende todo el peso que significaba llevar esos apellidos.
Los Cordal, entre confiscaciones y un abuelo al que le gustaba leer a Montesquieu
El papá de Silvia, Fernando, nació en Asunción en agosto de 1836, uno de los últimos años de la larga dictadura del doctor Francia. Aunque Fernando usó el apellido Cordal siempre, el acta de bautismo habla de un niño de madre soltera con un solo apellido: Decoud.
[…] Certifico que el presbítero ciudadano Casimiro Ramírez, cura de la matriz con permiso del cura de esta parroquia, puso óleo y crisma a un párvulo nacido el diez y ocho de mayo de este año, hijo natural de Mónica Decoud al cual privadamente bauticé yo mismo, siendo padrino Feliciano Decoud. Le puse por nombre Pedro Fernando. Por verdad firmo. Miguel Albornoz.
En realidad, desde 1814 regía una prohibición consular para el casamiento de varones reputados como europeos con paraguayas (reputadas como españolas; no así indígenas o mulatas) y desde 1828 con cualquier extranjero, tal como decía el decreto, entendido como “todos los que no sean nativos de la República, de cualquier casta, de cualquier color y de cualquier clase o condición que sean y aunque tengan muchos años de residencia o establecimiento en ella”. La medida, como en otras partes de la América posindependentista, tendía a controlar al extremo las uniones y redes sociales entre los miembros de las élites.
El papá de Fernando, Esteban Cordal, era español. Conseguir la licencia de casamiento por parte del Gobierno francista después de la conjura del año 21 era un fino juego político: conseguirla era difícil, además de exponer innecesariamente a los miembros de una familia en algún momento delicado. Pero Mónica, su mamá, al declararlo hijo natural, en realidad lo estaba protegiendo y salvaguardando su propio patrimonio, que a duras penas había preservado luego de las confiscaciones a las que Francia había sometido a los Decoud.
Mónica, quien había nacido hacia 1815, vivió en una familia numerosa, reconocida social y políticamente y de muy buena solvencia económica. Su mamá fue Faustina Berazategui, nacida en la Provincia del Paraguay, hija de un español, y su padre, quien había nacido en el Río de la Plata, fue el capitán Juan Francisco Decoud, cabildante, síndico procurador en 1798 y regidor dos años después. Ya durante la independencia, fue uno de los miembros votantes del Congreso General de la Provincia que eligió, en junio de 1811, a los integrantes de la Junta Superior Gubernativa y en octubre de 1814, fue sufragante electo para la votación que eligió a José Gaspar Rodríguez de Francia como dictador supremo de la República.
Sabemos sobre Juan Francisco Decoud que en los primeros años de la República era un “contribuyente” con gastos de obras públicas, como por ejemplo en 1823 integraba la lista de personas que abonaban 12 pesos fuertes para apoyo del Gobierno; o bien que se dedicaba al comercio. Incluso era parte integrante de la comisión que negoció una apertura comercial con el enviado del Gobierno brasileño Antonio Manuel Correa da Cámara en 1825.
En 1831 falleció el capitán Decoud. La historiadora Bárbara Potthast y los historiadores Manuel Peña Villamil y Roberto Quevedo señalan que en el testamento que Faustina redactó en 1847 (falleció en 1852) manifestaba que lo poco que tenía era propiedad de su hija Mónica, ya que el dictador, básicamente, le había confiscado todos los bienes que tenía junto a su esposo y que incluso, había desoído las peticiones de restitución de aquellos bienes que le correspondían a ella por herencia de sus padres. Aunque aún estaban vivos muchos de sus hijos varones, Faustina otorgó poder a su hija Mónica, y esta —siempre como madre soltera— a su único hijo Fernando.
Esteban Cordal, en cambio, le sobrevivió a Francia. Hábil comerciante, Cordal no solo actuaba como vendedor de mercaderías de importación, sino también de los frutos del país como la yerba mate, por ejemplo. Cuando Buenos Aires impuso el bloqueo del río, Francia se vio obligado (también por otras circunstancias relacionadas con el control) a comercializar desde dos puertos: Itapúa y Pilar; el primero especializado en el tráfico con el Brasil por Río Grande do Sul, y el segundo, con la Provincia de Corrientes. Aunque tenía la venia del Dr. Francia, también lo encontramos identificado o empadronado como “europeo”, apareciendo en alguno que otro documento con contribuciones: como la de 1823 en la que desembolsó 2300 pesos fuertes para gastos del ramo de guerra.
No es posible saber cuándo Esteban y Mónica empezaron un relacionamiento, aunque no es muy difícil creer que haya sido luego del fallecimiento del capitán Decoud y el desamparo en que quedaron la viuda y la hija soltera. Fernando, de hecho, nació en 1836. Si se tomase como parámetro el comportamiento de la mayoría de las parejas (que no podían vivir juntas a causa de la ley), Esteban y Mónica lo hicieron recién a la muerte del dictador, en 1840.
La casa que ambos pudieron haber compartido —ubicada entre las actuales calles Oliva y 14 de Mayo— fue comprada por Mónica (terreno y edificación), unos años antes del fallecimiento de su madre, con la que vivió hasta el final de sus días.
Manuel Peña Villamil recuerda de pequeño haber visto en la casa familiar un retrato de “un señor sentado en un sillón de caoba negro tapizado de rojo”, precisamente uno de los que amueblaban la sala en época de su niñez.
No existe otra referencia de la vida de Esteban que sea más elocuente que la que pudo ser su biblioteca. Le gustaba mucho leer. Para tener una idea de cómo estaban compuestos sus anaqueles, podemos remitirnos al aviso que da al dictador Francia —en setiembre de 1825— de los libros que Marcelino Rodríguez (paraguayo afincado en Buenos Aires) había comprado y los había enviado hasta Pilar por el comerciante Benito López.
La introducción al Paraguay de material de lectura, gacetas y libros en general debía ser puesto a consideración del Supremo Gobierno, así que Cordal detalló los libros sobre filosofía, historia, política y tratados comerciales que pretendía conservar en su casa: Voyages dans la Colombia [sic] (quizás por G. Mollien), Traité de la Légitimité (quizás por M. Malte-Brun), Les ruines (de los Imperios, por Volney), Oeuvres de Montesquieu (no dice cuál tomo o tomos, por el precio pudieron haber sido varios), Principes d’économie politique (¿Malthus?) y, finalmente, Commerce sur l’esprit des bois.
La única respuesta de Francia, con una alta dosis de ironía, casi permite suponer que estos libros pudieron no llegar a Cordal: “Tráiganse a la Secretaría esos libros a fin de verse, qué conocimientos son esos, que en Buenos Aires quiere que tomen los habitantes en el Paraguay”.
El fallecimiento del Supremo, y el posterior gobierno del Consulado primero, y de Carlos Antonio López como presidente después, supuso un escenario económico que dejó mejor posicionado hasta políticamente a Cordal. En los primeros años de la apertura comercial, Esteban se dedicó a hacer negocios. Los buenos lazos lo llevaron incluso a fijar residencias temporales en algunas ciudades de la Confederación Argentina, incluso Buenos Aires.
Durante su estancia en el Río de la Plata, ofició de representante comercial y cónsul para el Paraguay.
En una carta enviada por Carlos A. López en enero de 1845, no solo acusó recibo de dinero que Cordal había cobrado por mercancías paraguayas, sino que hizo un pedido de informes sobre la tensa situación política que se vivía en la Buenos Aires de Rosas con respecto a Montevideo y que, al finalizar ese año, derivarían en la batalla de la Vuelta de Obligado. Junto con indicaciones de relacionamientos con otros agentes paraguayos y algunos extranjeros; también se encuentran detalladas las onzas de oro sellado que Cordal remitió de su cuenta personal a Asunción.
Es muy probable que Esteban haya regresado pronto a Asunción y desde ahí manejase sus negocios, formando en ellos a su hijo Fernando. El estatus de la familia Cordal-Decoud no podía tener mejores lazos en ese momento: Cordal era bien visto por el viejo López; asimismo, entre los Decoud, el hermano de Mónica, Juan Francisco Decoud, era juez de La Encarnación y Buenaventura Decoud y Pedro Nolasco Decoud actuaban de cónsules en el exterior.
Aunque Silvia pudo haber crecido rodeada de los libros y las gacetas de suscripciones de su lector abuelo, no conoció a ambos. Mónica Decoud, con 43 años, y Esteban Cordal, probablemente con un poco más de 60 años, fallecieron en Asunción con casi doce meses de diferencia; ella en mayo de 1858 y él en julio de 1859.
Darmowy fragment się skończył.