Czytaj książkę: «¿Entiendes de cine?»
¿ENTIENDES DE CINE?
¿ENTIENDES DE CINE?
© Bárbara Gil Suárez-Bárcena
© Javier de los Reyes-García Delgado
© Rafael Casielles Restoy
© María Victoria Calzado Ballesteros
© Amelia Molina Burgos
© Antonio Trujillo García
© Ana Robles Anaya
© De la imagen de portada, Emmanuel Lafont
Diseño de cubierta: Dpto. de Diseño Gráfico Editorial La Calle
Iª edición
© Editorial La Calle, 2014.
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ISBN: 978-84-16164-20-2
Nota de la editorial: Editorial La Calle pertenece a Innovación y cualificación S. L.
BÁRBARA GIL SUÁREZ-BÁRCENA
JAVIER DE LOS REYES-GARCÍA DELGADO
RAFAEL CASIELLES RESTOY
MARÍA VICTORIA CALZADO BALLESTEROS
AMELIA MOLINA BURGOS
ANTONIO TRUJILLO GARCÍA
ANA ROBLES ANAYA
¿ENTIENDES DE CINE?
Editorial La Calle
ANTEQUERA 2014
Índice
Portada
Título
Copyright
Índice
PRÓLOGO
EL SOL EN VIRGO
CONMIGO O CONTRA MÍ
LA HISTORIA OCULTA DE TORRENTE
MAÑANA SERÁ OTRO DÍA
¿MEJOR? SÍ, ES POSIBLE
MUERTE A LA MARMOTA
PÁJAROS EN LA BAÑERA
PRÓLOGO
Desde que se inventó el cine nos hemos quedado fascinados por las imágenes proyectadas en la gran pantalla. Esta atracción surge desde el momento en que hacemos nuestras las aventuras de los protagonistas. ¿Quién no ha sentido, por unos instantes, que es uno mismo quien está siendo perseguido por un asesino en serie, quien sufre ante un amor imposible o incluso quien salva al mundo de una amenaza extraterrestre? Es tanta la influencia del cine, que los protagonistas de estas historias, sus sueños, sus tragedias y sus alegrías -sus pasiones, en definitiva-, han pasado a formar parte de nuestra cultura y casi de nuestras vidas. No se concibe la historia del cine sin Humprey Bogart o Greta Garbo, como no se podría imaginar la historia de la literatura sin Cervantes o Shakespeare. Son una parte indivisible de la historia de la humanidad.
Algo parecido sucede entre el cine y la literatura: no pueden vivir el uno sin la otra. Sabemos de muchas novelas que se han adaptado a la gran pantalla con más o menos éxito, pero también el cine ha sido motivo de inspiración para la creación literaria. Bajo esta última premisa se ha originado la presente antología: los relatos que van a leer en ella toman prestadas las historias y las vidas de los protagonistas de nuestras películas favoritas, y les dan una vuelta de tuerca. Guionistas y escritores parecen haber dejado a un lado, o al menos han tenido que disimular astutamente, una realidad: el amor y la pasión entre personas del mismo sexo. Son poco conocidas las obras que tratan la homosexualidad con la misma naturalidad con la que se trata cualquier otro tema, de hecho, para llevarlas al cine y vencer la censura, han sido necesarias dosis valientes de irreverencia y creatividad. Imaginando qué hubiera sido del mundo del cine sin la censura, en esta antología aparecen nuevas versiones e interpretaciones de películas (algunas más, otras menos) taquilleras: se ha modificado el destino de sus personajes, que han cobrado vida propia rompiendo con ideas estereotipadas, y superando normas morales obsoletas y carentes de sentido en una sociedad que, afortunadamente, ha comprendido que no se puede encasillar al ser humano por su forma de vestir, de hablar o de amar.
Queriendo hacerse un hueco dentro de la historia del cine y de la historia de la humanidad, los personajes que aparecen en esta antología toman el mando, y deciden su forma de vivir. En cada una de estas siete narraciones subyace esa realidad que tan bien definió Oscar Wilde: “Para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la vida que no llevamos”.
EL SOL EN VIRGO****1
Bárbara Gil Suárez-Bárcena
Que me llamen cursi —me han tachado ya de tantas cosas—, pero lo que yo veía cuando me sentaba en el tejado del cuartel de las Foxfire, más allá del bosque, más allá de la húmeda esperanza que intuía en su interior, era un crepúsculo suave, una luna de manchas sugerentes y una bioluminiscencia morbosa (no lo olviden: nosotras éramos las “Foxfire****2”), como de medusa cortada por la mitad que se derramaba encima de la línea sepia del horizonte y avanzaba a cámara lenta por las colinas de Hammond, dejando a su paso brillos de blanco vacío.
Tal vez mi mundo estaba lleno de imágenes inútiles y connotaciones sexuales que a “los mayores****3” les parecían cursis, pedantes, barrocas, excesivas... Pero, y qué si con 16 años yo era una chica apasionada que trataba de adjetivarlo todo, si mi mundo avanzaba dentro de un romanticismo brumoso que no era “real” (a ver qué entiende cada uno por “real”), ni sórdido, como ellos se empeñaban en que viera las cosas: “Tal y como son, Maddie, tal y como son”. Mi mundo era mío, y yo construía sentido dentro de él (¿Podían decir “esos mayores” lo mismo? ¿Qué construían ellos?); Nosotras, las Foxfire, construíamos sentido. Construíamos imágenes inaprensibles como esa del horizonte de Hammond:
“Un crepúsculo suave, una luna de manchas sugerentes y una bioluminiscencia morbosa como de medusa cortada por la mitad”.
Clic. Imposible capturarlo. A eso me refiero cuando digo inaprensible: otra fotografía que acabó en la basura. Durante el tiempo que viví en la granja abandonada (nuestro querido cuartel) con el resto de chicas del grupo Foxfire, una de las cosas que más me gustaba era escalar por el tejado: una vez arriba, colocaba las patas del trípode en los huecos de unas tejas que había apartado a propósito, y me ponía a jugar con las velocidades lentas del obturador. Pero del mismo modo que la fotografía de un bombón no contiene su olor a chocolate, mis instantáneas no registraban los sofocos del viento tras su largo viaje desde el cálido Sur, ni la mezcla de alientos de las rosas silvestres al abrirse; no conservaban el sudor del bosque, ni grababan el rumor excitado de los grillos o los ecos estúpidos de las ranas. El único acierto de todas aquellas instantáneas, o eso decía Piernas, era la luz que sacaba sombras de las sombras.
—¿Otra vez sola en el tejado?
Mi amiga saltó fuera de la ventana dando un brinco, y varias piedrecitas se desprendieron hacia el canalón, donde se amalgamaron como una bola de nieve para caer repiqueteando por el interior de la bajada de aguas.
—Maddy Monkey, ¡oh, adorable tentación del tejado! —declamó—: las chicas me exigen que te haga bajar de tu desangelada alcoba para sellar el pacto Foxfire. No me obligues a escoger entre su achispadita inocencia o tu perfil de media luna en el tejado. Si me pones en ese aprieto, te haré cosquillas hasta matarte.
Siempre que Piernas hablaba, me ardían las mejillas. Su voz no tenía nada que ver con la del resto de las chicas de nuestra edad (por supuesto a ella nadie la llamaba cursi, ni aunque lo fuera), la mayoría aún proferíamos grititos irritantes, risas bobas, y acabábamos las frases con una cadencia infantil exasperante. Pero ella no, ella tenía voz de mujer, y la modulaba con todos los tonos y registros de una actriz de cine. Hasta cuando teatralizaba de forma absurda, como aquella noche, conseguía un efecto fascinante. Yo nunca sabía si hablaba en serio o en broma, pero la creía perfectamente capaz de empezar una lucha temeraria de cosquillas en el tejado.
—Estoy justo detrás de ti. Voy a —simuló la voz de cuento, ronca y profunda, del lobo feroz—... hacerte cosquillas. Voy a hacerte...
No necesitaba girarme para saber que se mordía los labios y me miraba con travesura.
—¿No prefieres ver las estrellas conmigo? —intenté sonar persuasiva, pero me tembló la voz, y no de frío, aquella fue sin duda la noche más caliente del verano en Hammond— Hoy hay más de lo normal —añadí.
Me giré por fin, deseando al menos insuflarle carácter a mi odiosa sonrisa infantil que ella aceptaba siempre con condescendencia de líder. Con el pulgar, estiraba su cadenita del cuello hasta la boca donde sus gruesos labios chupeteaban, reteniéndolo, el amuleto de las Foxfire, una cruz oscura tallada en madera por nosotras mismas. Como siempre, su ceja en alto, desafiante. La luna estaba en sus ojos azules. Se había cortado el pelo como un chico, y llevaba la cazadora negra de siempre atada a la cintura, sus vaqueros ajustados y una masculina camisa de leñador sin mangas, que dejaba al descubierto su enigmático tatuaje: un corazón atravesado por el nombre de “Audrey”.
Piernas. Los mayores la odiaban: cuidado con esa amiguita tuya tan rebelde. ¿Crees que sois unas incomprendidas? ¿Estarías mejor sin familia, como ella? ¿Se puede saber por qué todas le seguís el juego? Aléjate de esa Piernas. Un día os va a meter en un buen lío... Eso querían, que me alejara a toda costa de ella: esa Piernas os tiene encandiladas; ahora todas la admiráis, y queréis ser como ella, pero un día será al revés: ella querrá cambiarse por cualquiera de vosotras. “Los mayores” repetían continuamente las mismas tonterías: ¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Quedarte sola como ella? (esa, en concreto, era la pregunta preferida de mi madre, y lo peor de todo es que solía escupírmela a la cara cuando estaba borracha perdida, porque mi madre no era más que eso: una alcohólica, pero no me apetece hablar de eso). Piernas Sadovsky. Los mayores eran tan estrechos de miras... dejémoslo en esos puntos suspensivos, y en que vivían demasiado preocupados por las facturas y por encubrir sus propias miserias como para darse cuenta de que solo las personas rebeldes, incomprendidas y luchadoras como Piernas, pueden darle la vuelta a una sociedad, voltearla como a una niña y exhibir sus bragas para que esta se muera primero de vergüenza, y luego se ría por lo ridícula que ha sido. Piernas Sadovsky. La memoria está llena de las cicatrices que dejaron tus verdades acuchillantes: “Tengo miedo a las alturas, pero no tengo miedo de elevarme”, “Me expulsaron del Instituto por pensar por mí misma”, “Soñar despierto no es una pérdida de tiempo”. Piernas Sadovsky. “No esperaré eternamente”. No, yo sabía que no lo harías. No eras de las que dejan la vida pasar.
—¿Quién es Audrey? —acaricié su tatuaje con la excitable yema de mis dedos.
—Mi chica —respondió.
Por un momento, el silencio se me atragantó; Piernas me escudriñaba, sumamente interesada, sin soltar la cadenita de la boca. ¿Jugaba conmigo? Al final debió de compadecerse:
—Audrey era mi madre.
Me quedé un rato callada hasta que volví a hablar.
—¿Cómo murió?
—Un coche… iba borracha.
—Lo siento.
—Sí… yo también —contestó con indiferencia.
Yo sabía de Piernas menos de lo que creía saber. ¿Qué se puede conocer de una persona en dos meses? Pero era suficiente. Nuestros silencios, casi siempre profundos, estaban llenos de lo que no queríamos contarle a nadie.
—¿Tienes padre?
—Sí… en alguna parte —volvió a contestar con indiferencia.
Se alejó de mí, caminó hasta el filo del tejado y se quedó contemplando el horizonte con una expresión desdeñosa, tal vez triste.
—Maddy, voy a irme en un par de días. Las chicas ya lo saben, por eso lo del Pacto.
Si rebasas la línea amarilla del andén, el aire coge la velocidad del tren, y te golpea, y te succiona. Estar con Piernas a veces era eso, que un tren pasara a tu lado a gran velocidad.
—¡A dónde? —exclamé.
—A cualquier sitio.
—¿Tienes que irte sola? ¿Querrías ir con otra persona? —le pregunté de forma atropellada.
—¿Esa persona está segura? ¿Está lista para lo desconocido? —de nuevo se mordió los labios y levantó la ceja—. A veces lo desconocido es decepcionante.
Seguía caminando por la cornisa; y yo la contemplaba con angustia, desde arriba.
—Si te digo que te quiero —balbuceé—... ¿lo tomarás por donde no es?
Piernas se detuvo. ¡Por Dios, qué acababa de decir! Yo, Maddie, la anodina, sosa, aburrida y poco intrigante Maddie, me estaba atreviendo a... Qué difícil era corresponder a esa mirada intensa, anhelante y, joder, tan sensual.
—¿Qué entiendes por “donde no es”? —su voz sonó divertida.
—Es que… yo… ah... —balbuceé todavía más, ¿de verdad Maddie Monkey estaba diciendo todas esas tonterías?—: No soy… eh.. Tú eres… ehm.. ¡Rayos!
¿Rayos? (Por Dios, Maddie, vaya forma de cagarla) Sus labios, la ceja, el gesto de Piernas expresaba... ironía, ¿desilusión? No: decepción. ¿Qué pensaste, Piernas?
—Lo tomaré por donde tú quieras que lo tome —dijo.
Maddy Monkey suspiró, la cobarde y estúpida Maddy Monkey. ¿Y si usaba el código? “Eso será más fácil que desnudarse, que arriesgarse a que ella diga no”, pensé. Desvié la vista al cielo, y señalé una luz que brillaba entre todas las demás:
—El sol está en virgo —dije.
Piernas guardó silencio. Solo otra chica como yo podía entender el código. “El sol está en virgo” significa o que nunca antes has estado con una chica y quieres hacerlo, o simplemente que el sol (“la parte masculina”) transita en ti. Así de sencillo: con el código puedes preguntarle a otra chica si es lesbiana, y si quiere algo contigo sin desenmascararte. Puede que ahora las chicas no necesiten códigos para salir del armario, pero entonces ser lesbiana era una aberración, eras el bicho más raro de todos los bichos raros que pudieran existir. Yo no sólo era rebelde como la mayoría de las adolescentes de mi edad, como el resto de las Foxfire, sino que además era “distinta”.
El código pasa de lesbiana a lesbiana, a mí me lo había enseñado Goldie (la más espabilada del grupo), aunque con ella solo me había besado una vez. No era mi tipo. Las demás chicas no lo sabían, y Piernas, bueno, no tenía ni idea de lo que pensaba Piernas.
—Tenías razón, hoy hay más estrellas de lo normal —dijo.
Me abrazó, un abrazo de amigas. “Dios, qué suave es su mejilla, espero que no piense que me estoy rozando intencionadamente con sus pechos porque no lo hago, ni mucho menos, va a decir algo más. Sus labios, semiabiertos, a punto de hablar, pero no dice nada, son tan sugerentes, quiero tocarlos, no pueden ser tan suaves como sus mejillas, pero parecen...” Dios, era tan fácil abrazarla.
Al menos, si no conocía el código, no sabía lo que yo acababa de confesarle.
*********
Las chicas sí que estaban “achispaditas”. Bebían sentadas en el suelo del salón, alrededor de un montón de velas que se apilaban unas encimas de otras, formando una montaña de cera y mechas encendidas. La mitad de las botellas que habíamos comprado para esa noche ya estaban vacías: whisky, tequila, ron... Goldie fumaba un canuto de hierba en la ventana, y Rita miraba absorta a Lana, que fabricaba un portavelas con un botella que había roto por la mitad, le había dado la vuelta e introducido una vela dentro, y trataba de ajustarla por dentro de la boquilla, para que quedase bien centrada. Como en nuestro cuartel no había luz eléctrica —la granja estaba en una zona casi rural, a las afueras de Hammond—, teníamos todo un armamento de velas para iluminarla por las noches, que servían además para calentarnos. Sin embargo, aquello era demasiado:
—¿De dónde habéis sacado todas esas velas? —les pregunté mientras Piernas y yo descendíamos al piso de abajo.
—Ya les he dicho que esto parece un santuario —contestó Goldie.
—¡Somos brujas! —gritaron Rita y Lana a la vez, riéndose.
—Qué guay. — Cuando Goldie decía Qué guay, lo que quería decir es que “algo se la soplaba”.
La verdad es que habían puesto velas hasta en los bordes de los peldaños. Piernas y yo bajamos por la escalera pegándonos a la pared; nuestras sombras crecían y se alargaban como fantasmas sobre el fondo blanco, lleno de humedades, ligeramente sonrosado por el rubor de las llamas.
El suelo estaba lleno de periódicos con lunares de cera de todos los colores.
—Buen trabajo, chicas —aplaudió Piernas.
Seguramente habían robado en alguna iglesia los cirios que había en la repisa de la ventana. Del techo colgaba una lámpara con tarros de cristal para yogur vacíos, en los que habían metido velas más pequeñas. Y luego estaban las botellas de siempre de lambrusco, de tequila, y de vino, con velas montadas como candelabros a causa del goteo que había formado cascadas de cera. Ahora también había botellas de vidrio rellenas con agua de color, con arena o piedrecitas en los estantes; había velas largas y delgadas; velas anchas y pequeñas; de colores y aromáticas. Goldie tenía razón: aquello parecía un santuario, o como dijo Piernas, “un jodido templo gótico”.
—¿Veis? Así protegemos la llama del viento y nuestra mano de la cera caliente. —Lana nos mostró su portavelas terminado con cara de satisfacción.
—¡Eh! —la amonestó Rita—. No hay viento dentro de la casa, para algo me pasé un día entero reparando las ventanas rotas con cartones.
—Es para cuando tengamos que salir a hacer nuestras necesidades al cobertizo, tonta. ¿No te quejabas de que te da miedo salir a oscuras?
—Basta.
Se callaron y todas miramos a Piernas. Había sacado un estuche, dentro de él había un punzón de plata para partir hielo.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.
Piernas se quitó la camiseta, sus pechos redondos, de pezones mustios por el calor de las velas, quedaron al descubierto. Esterilizó la punta del punzón con la llama de una vela, y empezó a tatuarse la piel. Nos mantuvimos en silencio, observando los puntitos de sangre que poco a poco iban formando el dibujo de una llama en su pecho. Al terminar, nos miró de forma solemne:
—El fuego crea vida, pero destruye si no lo respetas, como nosotras, esta noche.
Sentí un enorme deseo de besarla, por eso evité su mirada mientras yo también me quitaba la camiseta:
—Házmelo —dije.
Las chicas se rieron, y yo le di un trago más largo de lo normal a la botella de ron. Mis pechos eran pequeños, blancos como la leche, y al contacto con el punzón, la piel se me enrojeció en seguida. Me dolió bastante. Goldie, en cambio, parecía que disfrutaba cuando le llegó el momento; Rita tuvo que estrujar mi mano, y Lana lo soportó estoica. Cuando por fin todas teníamos nuestra llama tatuada en el pecho, brindamos por la marcha de Piernas con chupitos de ron que teníamos que beber de un trago, y repetimos al unísono un juramento improvisado:
—Juro que las Foxfire siempre estarán unidas: “La distancia es al amor como el viento al fuego: aviva el grande, y apaga el pequeño”. ¡FOXFIRE!
La cita la había sacado Lana de un libro****4, que era de las pocas que leían en el grupo; de hecho, se aprendía de memoria pasajes enteros de las historias que más le gustaban. Yo le había ayudado a escribir algunos en las paredes de la casa. Aquel juramento en concreto, quedó grabado para siempre con spray en el marco de la chimenea, y de alguna manera en nuestros corazones, justo debajo del tatuaje de la llama.
Me parece que tengo más conciencia ahora que entonces de lo que estaba pasando. Piernas acercó su rostro al mío, y yo aguanté las ganas de llorar mientras me besaba, y luego yo besé a Goldie, solo le rocé los labios por miedo a perder algo del beso de Piernas, y Goldie le mordió el labio con un gemido gracioso y apasionado a Lana, que se estremeció entre risitas, y se giró hacia Rita, que temblaba y se tapaba la cara con las dos manos, esperando que le llegara el turno, y Lana, haciéndose la guarra, le metió la lengua a Rita, que chilló y se limpió la saliva con el dorso de la mano, y Rita cerró el círculo besando a su vez a Piernas.
Las chicas encendieron entonces un radiocasete que teníamos en la cocina, y al sonar la música, empezaron a bailar, a subirse en las mesas, y a gritar, a reír como locas.
Piernas me miró, alargó su mano hacia la mía, y alejándome del grupo, me condujo hasta una de las habitaciones:
—El sol está en virgo —me susurró al oído, antes de cerrar la puerta.
Entonces Maddie quiso llorar de felicidad, de nervios, de miedo a no saber cómo... a no saber. Y agradeció los chupitos de ron, el leve atontamiento.
Dentro también había velas que parpadeaban, extenuantes; sudaban, y temblaban; crepitaban al agitarse la llama que consumía con ardor la mecha.
Clic. Guarda la cámara, Maddie. Lo que va a suceder en esta habitación, esta noche, será nuestro secreto.
*********
Lo que hacíamos podía decirse que eran meros juegos sexuales, primeras experiencias con el cuerpo, acaramelamientos lésbicos, pero la verdad es que Piernas fue mi primer amor. Esas son las imágenes más bonitas que conservo, pero hay otras más dolorosas, menos bellas, aunque siempre salvajes y emocionantes.
Supongo que algunos querrán saber cómo se formó la banda, y si son ciertas esas historias de que las Foxfire éramos unas criminales, unas camorristas delincuentes y revolucionarias... En realidad, yo nunca pensé que todo aquello llegaría tan lejos. De hecho, creí que todo se acabaría el día en que le dimos la famosa paliza al profesor de mates, el irritante y nasal señor Buttinger. No es algo de lo que me apetezca hablar, ya no me resulta sedicioso confesar que vivíamos en un mundo hecho por y para los hombres, y que si las Foxfire nos unimos en un principio fue para alzarnos contra esas ataduras caducas de una sociedad machista que nos maltrataba y marginaba; para aplicar nuestra justicia improvisada contra aquellos que nos usaban como objeto de sus maltratos físicos y vejaciones. Aunque sí se lo voy a contar muy por encima: ese asqueroso de Buttinger humillaba a Rita O’Haggan sacándola a la pizarra y dejando que titubeara con la tiza en la mano, que se expusiera a las risas de todos, y luego guiñando un ojo a toda la clase le decía: “Ya basta, Rita, ya has demostrado bastante tu ignorancia”; pero eso no era lo asqueroso, al finalizar la clase, le pedía que se quedara para “dis-ci-pli-nar-la” (así lo llamaba el muy mezquino), “para dedicarle toda la atención que su ignorancia requería”. Y Piernas decidió que nosotras estábamos en la obligación de “disciplinarlo” a él porque, como ella nos hizo entender, “todas éramos Rita”. Y eso fue revelador, porque hasta entonces yo siempre había pensado que en el fondo aquello era culpa de Rita, por no defenderse, por aguantar como una idiota, y que no era asunto mío. Así que un día entramos en una de las repugnantes sesiones del profesor Buttinger a solas con Rita, y le propinamos la famosa paliza: Piernas le golpeó con una silla y luego le estrujó los huevos mientras nosotras mirábamos boquiabiertas (al principio), y luego Rita se volvió loca: se lanzó encima de él y le golpeó y le gritó: “¡Si vuelve a ponerme las manos encima, le cortaré los huevos con las tijeritas de las uñas!”. Todas le dimos una patada, recuerdo que grité: “Dios mío, no me puedo creer lo que estamos haciendo”. Y eso es todo. El rumor corrió como la pólvora, todos se enteraron de que Buttinger era un pervertido, hasta que un día llegó también a oídos del director y lo llamó a su despacho. No sabemos qué le dijo, pero el señor Buttinger salió con las orejas gachas, dejando el pesado rastro de sus huellas abocinadas mientras se alejaba del instituto para siempre.
Piernas diría más tarde:
—Eso es el infinito: que las personas se pierdan y no volver a saber nunca más de ellas.
Y Goldie nos miró a todas con los ojos muy abiertos:
—Da la impresión de que hemos matado a Gottinger.
Juntamos nuestras manos en una sola, y las elevamos con un grito al cielo. Clic. Las Foxfire teníamos poder.
Así que, mientras la obediente y cínica Hammond cargaba con el peso de las rutinas y la sumisión, las Foxfire construíamos nuestro hogar en la granja abandonada, nos constituíamos como una banda fuera de la ley y pintábamos el emblema de la llama en el puente del ferrocarril que pasaba sobre la calle Mohawk, en las paredes de la calle sexta y de la avenida Fairfax, en el muro de ladrillos del instituto, en los bancos de la iglesia, y planeábamos nuevos actos de rebeldía.
*********
El día que Piernas apuntó con una pistola al padre de Goldie fue el día en que entendí que lo que para nosotras era solo un juego, para ella era un modo de vida. Horas antes habíamos tenido nuestra primera discusión.
—¡Claro que soy rebelde! —gritaba Piernas—. Ser rebelde es un principio, no una moda pasajera, ni un estado de la adolescencia. Si no sabes lo que quieres, otros lo decidirán por ti. Y ese es el problema, Maddie, que entonces no estarás viviendo tu vida, sino la de otros. Me da igual lo que haya dicho tu madre, por favor, reconoce que te importa a ti menos que a mí, siempre lo dices, no es más que una borracha odiosa. Los padres son invisibles, no sirven para nada: quieren confundirnos porque ellos están más confundidos que nosotras. Ser rebelde no significa no saber hacia dónde van tus pasos, sino todo lo contrario, es tenerlo muy claro, y luchar contra quien haga falta por tus sueños. Si eres “diferente”, eres rebelde, y nosotras lo somos, Maddie. Por Dios, solo mira la cara que pone la gente cuando nos besamos en público. Por eso hay que ser rebelde, para darles en todos los morros. Vente conmigo, Maddie, deja este asqueroso pueblo, viajemos juntas a otro país, a otros países donde haya más libertad, más mujeres como nosotras. ¡Cada año iremos a uno distinto!
Su propuesta me pilló desprevenida. Habíamos pasado unos días tan bonitos juntas, que por un momento creí que Piernas había decidido quedarse. Qué tontería. El verano se había acabado, y pronto empezarían las clases. Miré a través de la ventana. Fuera, la lluvia caracoleaba en los charcos.
Mi silencio estaba irritando a Piernas.
—¿No quieres venir conmigo? ¿Prefieres quedarte en este pueblo donde todos te miran como a un bicho raro, donde las mujeres no pintamos nada?
—No es eso, Piernas. Es que yo quiero ir a la universidad, aprender fotografía, quiero ser alguien, que mis fotos... yo quiero ganar el premio Pulitzer.
Aquello había sonado bastante absurdo; me reí con resignación.
—Pues vive, Maddie: vive. Vive primero, porque lo que tú quieres hacer no se aprende en un libro, ni dentro de las aulas: se aprende viviendo. ¿Quieres que tus fotografías estén llenas de técnica? ¿O prefieres que estén llenas de vida?
Yo no estaba segura de que Piernas tuviera razón. Y me molestaba su ímpetu. Estaba tan acostumbrada a decir siempre lo que pensaba, que a veces ni siquiera era consciente del daño que hacía, y si lo era, no le importaba, porque creía que lo hacía por tu bien. Me estaba pidiendo que renunciara a la única cosa que yo había deseado siempre: ir a la universidad.
—¡No pienses por mí! —le grité.
De alguna manera, aquello era como decirle que ella era uno de “ellos”. Su mirada cambió por completo. Iba a contestarme cuando Rita entró en la habitación. Tenía la cara enrojecida y se notaba que había llorado:
—Chicas, Goldie...
—¿Goldie, qué! —gritó Piernas molesta por la interrupción.
—Goldie está... está...
Piernas la zarandeó.
—Explícate, Rita, joder. ¡No tienes nueve años!
—Está... enferma. Lana acaba de traerla, está arriba, en el desván.
—¿Enferma? ¿Qué dices? No te entiendo nada.
Subimos corriendo las escaleras a ver qué pasaba. Cuando llegamos vimos a Goldie empapada en sudor, acurrucada en una esquina sobre un colchón viejo, agarrada a unas sábanas raídas. Lana trataba de calmarla.
—¿Qué quieres, Goldie? ¿Tienes hambre?
—¡Nooooooooo!
Me entraron unas ganas de llorar enormes al oírla gritar de aquella manera.
—¡Tú sabes lo que yo quiero! Dámelo, ¡por favooor!
Goldie tenía los nudillos ensangrentados de golpearse contra la pared, y había vómito a su lado. Joder, yo nunca pensé que estuviera tan enganchada a la heroína.
—Lana llamó a su casa para hablar con ella —nos explicó Rita entre hipos—. Su padre le dijo que hacía dos días que no la veía. Y no había estado con nosotras, así que Lana se imaginó que solo podía estar en las casetas abandonadas del ferrocarril, y fue a buscarla.
Todas sabíamos que las casetas del ferrocarril era el lugar donde los yonkis iban a pincharse. Lo sabíamos porque no era la primera vez que encontrábamos a Goldie allí, pero esta vez todo había ido demasiado lejos. Goldie estaba tan pálida que de verdad pensé que se podía morir.
—Ese maldito cretino —explotó Piernas—. Seguro que le ha vuelto a pegar y ella se ha tenido que marchar de casa.
Si una estaba mal, todas estábamos mal; éramos una familia, “todas éramos Goldie”, estábamos orgullosas de lo que nos había enseñado Piernas, así que no nos pareció descabellado seguirle hasta casa de los padres de Goldie para pedirles dinero y llevarla a un centro de rehabilitación. Era una idea brillante. Nosotras nos ocuparíamos de ella, no la dejaríamos en manos del bastardo de su padre. Lana se quedó en el cuartel, vigilando y cuidando de Goldie, que no paraba de tiritar, que había vomitado dos veces más antes de que nos fuéramos, aunque Piernas dijo que eso estaba bien, que tenía que vomitar.
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