Czytaj książkę: «Carpe diem»
CARPE DIEM
ÁLVARO GONZÁLEZ DE ALEDO LINOS
CARPE DIEM
Vela solidaria en Santander
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2015
CARPE DIEM
© Álvaro González de Aledo Linos
© Fotografía de la portada: Pablo González de Aledo Marugán
Iª edición
© ExLibric, 2015.
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ISBN: 978-84-16110-41-4
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
CARPE DIEM
Vela solidaria en Santander
Álvaro González de Aledo Linos
Especialista en Pediatría y en Medicina Preventiva
y Salud Pública
Capitán de Yate a Vela y Motor
Índice de contenido
Portada
Título
Copyright
Índice
Prólogo
Capítulo 1 Introducción. el porqué de todo este lío
Capítulo 2 Nuestra primera navegación
Capítulo 3 La isla de mouro
Capítulo 4 La isla de santa marina y el estuario del miera (“río cubas”)
Capítulo 5 El paipo-esquí
Capítulo 6 Los fuegos artificiales
Capítulo 7 El estudio de la fauna de los arenales
Capítulo 8 Las travesías de más de un día
Capítulo 9 Los días de meteorología adversa
Capítulo 10 Los días de pesca
Capítulo 11 Las islas de san juan y otros islotes
Capítulo 12 La isla de los ratones y la horadada
Capítulo 13 Las actividades con la cruz roja del mar
Capítulo 14 El día de los padres y el de los veteranos
Capítulo 15 Hacerles trabajar
Capítulo 16 Nuestras normas de seguridad
Capítulo 17 Lo que intentamos enseñarles
Capítulo 18 La organización y aspectos legales
Capítulo 19 Incidentes médicos
Capítulo 20 Incidentes de navegación
Capítulo 21 Una valoración profesional
Capítulo 22 Unas reflexiones sobre las luces y las sombras
Capítulo 23 Nuestros barquitos
Epílogo A los padres de mi grumetillo
Anexo 1 Transcripción de las dibucartas
Anexo 2 Pequeño diccionario de términos médicos y náuticos
A los 81 médicos, enfermeras, tripulantes
y maestras del Aula Hospitalaria que
han participado en la actividad en estos años.
No puedo citar a todos pero que quede claro que
sin ellos esta utopía no habría sido posible.
A Ana, mi compañera, por su ayuda diaria
en este lío y por sostenerme
en los momentos de desánimo.
Prólogo
Las enfermedades que existen y existirán nos ponen a prueba como personas. Cuando estas afectan a la edad pediátrica, presentan aspectos sin duda especiales.
En nuestro Sistema Público de Salud basado en la equidad como pilar, en la vocación de la mayoría de sus profesionales como motor y con los objetivos de mejora continua, eficiencia y seguridad en el paciente, nuestros niños reciben sus tratamientos.
Sin esperar nada, por necesidad de ofrecer en algunos casos y por deber moral en otros, muchos médicos, algunos de ellos además navegantes, y sus familias, ofrecen las tardes libres, los fines de semana y algún que otro desvelo nocturno a estos nuestros pacientes.
Este texto va dedicado a "nuestros niños" en primer lugar y a sus familias en segundo, por su coraje y valentía, por su alegría, por su verdad, por sus enseñanzas de aceptación sin resignación.Para que en el futuro próximo las mejoras en el tratamiento de soporte, nuevos agentes más selectivos y una terapia más personalizada faciliten la curación de estas enfermedades malditas.
Para que Carpe Diem y su filosofía perduren y nuestros niños se enriquezcan con el disfrute de la naturaleza y con el aprendizaje de la vela, y para que los oasis en medio del desierto de la enfermedad les hagan más fuertes y felices para derrotar al adversario.
Porque los niños son de verdad historias increíbles...
Dra. Mónica López Duarte.
Médica Adjunta de Hematología y Hemoterapia.
Hospital Universitario Marqués de Valdecilla
CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN.
EL PORQUÉ DE TODO ESTE LÍO
En 2003 unos pocos médicos navegantes de Santander tomamos la iniciativa de organizar a un grupo de sanitarios y capitanes, con la idea de disfrutar de la navegación a vela con niños enfermos de cáncer, que serían nuestros “grumetillos”. Parecía una idea descabellada y peligrosa, no había precedentes en España y su realización se antojaba imposible. Con unos niños tan delicados, unos tratamientos tan agresivos, un riesgo tan grande de infecciones y lesiones, una actitud familiar tan sobreprotectora, ¿sería posible? Y principalmente, ¿tendría algún beneficio para los niños? ¿Sus médicos de oncología lo aceptarían?
En nuestros primeros contactos con los especialistas, esperábamos una encuesta casi inquisitorial respecto a nuestras motivaciones. ¿Pretendíamos dedicar una parte de nuestro tiempo libre para compartir una afición desconocida para el gran público, y asumir el riesgo de cuidar de unos niños tan delicados en un ambiente hostil? ¿Y todo ello desinteresadamente? ¿Por qué? Supongo que cada médico y cada capitán que ha participado tendrán sus propias respuestas. Yo me adelanté para darles las mías. Soy pediatra desde 1983 y he trabajado 22 años (incluyendo la formación MIR) en distintas consultas y hospitales pediátricos, siempre en la sanidad pública, si bien actualmente me dedico, más que a la pediatría asistencial, a mi otra especialidad, la salud pública. En mi residencia de pediatría en el Hospital La Paz de Madrid estuve a punto de centrar mi subespecialización en la oncología pediátrica. Lo que más me motivaba era intentar aliviar tanto sufrimiento y, sobre todo, contribuir a descubrir la causa del cáncer. Pero finalmente las subespecialidades no se reconocieron dentro de la pediatría cuando finalicé mi formación. En los años de actividad asistencial he conocido de cerca (como cualquier médico) el sufrimiento humano provocado por las más variadas enfermedades, y al reflexionar más allá de los dilemas diagnósticos o terapéuticos de cada paciente, siempre quedaba sin respuesta la dolorosa pregunta de por qué de ese sufrimiento. Esa pregunta, y la falta de respuesta, son especialmente crueles en el caso de los niños, provocando en casos extremos la más inimaginable injusticia morir tras un proceso largo y doloroso, como por ejemplo el cáncer.
Aunque afortunadamente en muchos casos el cáncer pediátrico llega a curarse (globalmente el 85 %) lo hace a costa de un largo periodo de lucha en que sufre la integridad física y psicológica del niño y de su familia, que deja secuelas físicas y psicológicas, y la amenaza de una recaída o de un segundo tumor inducido por el tratamiento. Por eso pienso que, a pesar de la curación, la medicina queda en deuda con estos niños, y dentro de unos años, cuando se conozca la causa del cáncer, sufriremos la vergüenza de haber administrado tratamientos tan agresivos cuando carecíamos de tratamientos dirigidos contra la causa de la enfermedad y nos teníamos que limitar a destruir sus células. Pero no solo la medicina queda en deuda con ellos. La sociedad también, pues el cáncer pediátrico está aumentando su incidencia el 1.5 % cada año desde hace 30 años, lo que sin duda se debe a nuestra forma de vida consumista y contaminante. Estas reflexiones me rondaron siempre la cabeza en mi trabajo profesional, especialmente cuando me tocó vivir alguna tragedia de forma más cercana.
Aparte de mi faceta profesional, el mar ocupa la parte más importante de mi tiempo libre. Soy capitán de yate y he navegado desde niño, con un paréntesis forzado por mis estudios de medicina y de pediatría en Madrid, y acumulo más de 33.000 millas navegadas, incluyendo dos travesías del Atlántico, una vuelta a España completa en mi velero de 6 metros (volviendo del Mediterráneo al Cantábrico por el Canal de Midi)[1] cinco campañas como marinero en el motovelero “Zorba” de Greenpeace, dos travesías en el gigantesco velero ruso “Mir” y diversas navegaciones por la cornisa cantábrica, las Baleares y el Mediterráneo. También disfruto del kayac de mar y el submarinismo, o sea que el mar es una parte tan importante en mi vida como mi profesión, y todo ello me hace sentirme un hombre afortunado y privilegiado. Este contacto estrecho con el mar me ha permitido conocer el placer y la desinhibición psicológica que facilita el alejamiento físico de la vida terrestre, que se siente cuando te alejas de la costa en un velero. El silencio enorme del mar, solo roto por la pequeña ola que precede a la proa y el sonido del viento en la jarcia, la ausencia del ajetreo y de la multitud, la introspección que todo ello facilita, la dependencia de tus propios recursos para resolver cualquier dificultad… Todo ello fomenta un alejamiento psicológico (además de físico) que ayuda a relativizar los demás problemas y a encontrar fuerzas para superarlos.
El paso siguiente solo necesitó la justa maduración de la idea. Mis propios hijos crecieron y su independencia dejó paso a esa maravillosa serenidad y tiempo libre de la edad media de la vida, con ganas de concretar tu deseo de un mundo mejor, que no se satisface plenamente perteneciendo a distintas ONG. No tardó en esbozarse el proyecto de unir la afición a la vela con la profesionalidad de algunos sanitarios, y ofrecer el conocimiento y disfrute de la navegación a vela a los niños enfermos de cáncer. Tras unos contactos iniciales entre médicos navegantes de Santander, nos entrevistamos con la Dra. Encarnación Bureo, del Servicio de Hematología del Hospital Marqués de Valdecilla, y con el Aula Hospitalaria del mismo hospital, empezando las navegaciones, como ya dije, en el verano de 2003. Tras ofrecer la actividad a los niños del Servicio de Hematología y otros que atienden enfermos de tumores sólidos, se formaron los grupos de navegación incluyendo, si los padres lo deseaban, a algún hermano para romper lo menos posible la dinámica familiar, dar confianza a los más pequeños, y evitar la sensación de crear un “gueto” de enfermos. Tras la experiencia positiva del primer año, la actividad se ha repetido ya doce años, incluyendo a 92 niños (los más pequeños de 3 añitos, que no sabían casi ni hablar) incluyendo últimamente algunos niños con enfermedades crónicas no oncológicas.
En este libro cuento las anécdotas y el desarrollo de la actividad, las características de los lugares por los que navegamos en la bahía de Santander y sus alrededores, los escasos incidentes que ha habido en estos doce años, la valoración de los médicos y capitanes participantes, los problemas surgidos, nuestras propias dudas e incertidumbres y, finalmente, una valoración más profesional respecto a sus resultados. Como amante del mar, llevo dentro el espíritu de las navegaciones lejanas, oceánicas. Pero también sé que para un niño tiene la misma o más aventura una navegación de dos horas que le lleva a una islita distante solo seis millas, pero que le permite ver su ciudad, su hospital, sus médicos, su familia, sus problemas... desde fuera, como si estuviera al otro lado del océano. Y no digamos si allí lejos ha dejado su silla de ruedas porque en el barco no la necesita... También sé que la bahía de Santander reúne condiciones envidiables para un proyecto como este: un plano de agua casi cerrado que permite navegar todo el año, aunque fuera haya un viento o una mar de fondo del demonio, siete grupos de islas o islotes donde se puede desembarcar, numerosos lugares de fondeo, la posibilidad de practicar todas las maniobras de la vela en una sola tarde... Difícil encontrar tanto bueno junto. Pero si en algún lugar de España alguien receptivo lee esta experiencia y decide intentar repetirla, aunque solo sea eso, el esfuerzo de escribir este libro habrá merecido la pena.
En el texto se ha insertado en cada capítulo una dibucarta; son textos cuyas letras van configurando un dibujo y se deben leer de izquierda a derecha y, en la mayoría de los textos circulares, siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Cuando el texto se interrumpe, lo hace con puntos suspensivos (dos o tres) debiendo continuar la lectura donde se repita ese número de puntos suspensivos. Para los que no consigan culminar el ejercicio de lectura, en un anexo al final del libro está la transcripción de todas ellas. También al final hay un anexo con un pequeño diccionario de términos médicos y náuticos, para facilitar la lectura. Cuando uno de estos términos aparece en el texto, lo hace en cursiva.
Por cierto, el lema “Carpe Diem” procede de la frase de Horacio “Carpe diem, quam minime credulus postero”, es decir, “atrapa o disfruta el día presente, confiando lo menos posible en el futuro”. Creemos que resume bien la filosofía positiva de la enfermedad grave o terminal, es decir, la necesidad de disfrutar cada día como si fuese el último. Y todos deberíamos aplicárnoslo, no solo los que ya están marcados por un diagnóstico grave.
1 Contada en el libro La vuelta a España del Corto Maltés. De Santander a Santander en un velero de 6 metros, de la editorial ExLibric, y en el blog: http://cortomaltes2012.blogspot.com
CAPÍTULO 2
NUESTRA PRIMERA NAVEGACIÓN
El primer año estrenamos la actividad con quince niños, cinco barcos y catorce tripulantes, entre los cuales había seis médicos y una enfermera. La mayoría de los diagnósticos fueron de leucemia o linfoma, pero también había un niño operado de un tumor cerebral, una niña ciega por un tumor ocular bilateral y una niña con una hemiparesia por un accidente de tráfico. Sobra decir que los tripulantes estábamos tan inquietos como los niños por la novedad, la responsabilidad que asumíamos con los padres, las dudas de si se adaptarían bien al barco, etc. Además, la tarde se presentaba desapacible, con el cielo completamente nublado y viento del Noroeste, que en Cantabria llamamos “gallego” y que anuncia lluvias. El típico día que los que tenemos la suerte de vivir junto al mar decidimos dedicar a otros asuntos y compromisos, ya que para navegar reservamos los días de buen tiempo, al no estar obligados a navegar un día concreto.
Durante la mañana, nos cruzamos los capitanes algunas llamadas sugiriendo suspender la navegación. No obstante, decidimos mantenerla porque en Cantabria estas condiciones meteorológicas son frecuentes en verano, y pensamos que si la suspendíamos, en adelante la mitad de las navegaciones no se harían. Además, sabíamos lo ilusionados que estaban los niños con navegar y habría sido una decepción para ellos. En el peor de los casos, nos quedaríamos en puerto enseñándoles algo de teoría o intentando pescar desde el pantalán. Por otra parte, este es el criterio que hemos seguido en lo sucesivo, y en doce años solo hemos suspendido dos navegaciones por el mal tiempo, concretamente por galerna. Casi todas las tardes que empiezan mal terminan clareando, y después de algún tiempo en el pantalán dedicado a la teoría, los nudos o la pesca, termina siendo posible dedicar unas horas a la navegación.
Yo había quedado con cuatro niños que no conocíamos, pues sus padres no habían estado en la reunión de presentación de la actividad que habíamos tenido un mes antes en el hospital. Habíamos concertado una cita en la pasarela de acceso al Club Marítimo de Santander, un edificio emblemático e inconfundible, pues está construido sobre pilotes encima del mar, en plena fachada marítima de la ciudad. Los pantalanes en el lado Norte de Puerto Chico, donde amarro mi barco, no están pilotados al fondo y, por lo tanto, no se puede dar la referencia de una letra (la del pilote) y un número para localizar un atraque. Por eso habíamos quedado allí, ya que ellos tampoco nos conocían. A la hora de la cita vimos aparecer a una de las dos niñas que nos acompañarían esa tarde (tenía entonces diez años y estaba convaleciente de una leucemia) y a su hermano de seis años, de la mano de su madre. A esa hora (las 15.30 de un sábado) apenas hay movimiento en los muelles, y menos un día tan desapacible, por lo que les reconocimos enseguida. Además, la niña, aunque ya había finalizado la quimioterapia, aún estaba delgada (en realidad “es” delgada todavía) y tenía el pelo, las facciones, las cicatrices, las ojeras, etc., de muchos niños que han pasado por ese diagnóstico. Más tarde aparecieron la otra niña, también convaleciente de una leucemia (entonces tenía ocho años), y su hermano mayor, de doce años, igualmente de la mano de sus padres.
Aquel primer día íbamos a navegar cuatro barcos. Nosotros entonces teníamos un Cóndor 20, de unos 20 años de antigüedad. Se trata de un derivador integral, construido en Santander, de unas prestaciones y una habitabilidad espectaculares para su talla (6 metros de eslora) del que hablaré en uno de los últimos capítulos. Nuestra versión era la de cuatro camas, aunque había otra de seis que, aunque es verdad que permitía “dormir” a seis adultos, no era demasiado práctico para seis personas en el resto de la vida a bordo. El detalle de que su interior estuviera revestido de moqueta se convirtió en un pequeño inconveniente para uno de los niños, que era asmático, ya que al entrar en la cabina sentía que se encontraba mal y cogió miedo a que la estancia en el interior le desencadenara un ataque, lo que nunca ocurrió. Pero esa aprehensión no se le quitó nunca.
En el velero más grande de aquel año embarcó una niña de seis años que había sufrido la extirpación de los dos ojos en la primera infancia por un cáncer ocular bilateral, por lo que no tenía ninguna visión residual. Dudamos al principio si incorporarla al grupo o no. La duda no era si el barco sería seguro para ella. Estos niños deben acostumbrarse a hacer vida normal cuanto antes, y se nos ocurrían decenas de actividades de la vida diaria iguales o más peligrosas que la navegación. Y tanto los profesionales médicos como escolares de la niña nos recomendaron que se incorporase. Lo que nos preocupaba es que no gozase de la navegación, al faltarle el disfrute visual del mar y de la bahía. Para ayudarla, embarcaron sus dos hermanas mayores. Hay que decir que se adaptó perfectamente a la vida a bordo. En los cuatro años que navegó con nosotros, procuramos embarcarla siempre en ese mismo barco para que conociese sus volúmenes habitables, su distribución interior, los peligros de la cubierta, la localización de los elementos de seguridad, el acceso a la plataforma de baño, etc. En pocos días, conocía perfectamente “su” barco y se movía por él, pasando una mano por el guardamancebos, como si nada. Incluso era capaz de dirigir el barco desde la rueda del timón por cortos periodos, sintiendo en la cara el ángulo con que le daba el viento. También perdió el miedo al mar. En realidad, sabía nadar en piscina, en un ambiente controlado. Pero tirarse al vacío del agua en un lugar de fondeo desconocido, y nadar hacia una neumática a varios metros de distancia, desde donde la llamaban otros niños... había que ser muy valiente para eso. Más adelante, una de las distracciones que encontramos para ella fue hacerla conocer la fauna de la bahía (polluelos de gaviota, cangrejos, quisquillas, erizos de mar, etc.) mediante el tacto, con lo que disfrutaba mucho. También debo decir que al principio nos angustiaba utilizar con ella frases hechas con las palabras “ver” o “mirar”. Por ejemplo, “¿quieres ver mi barco por dentro?”, o “mira el erizo, qué púas tan puntiagudas tiene”. Luego nos tranquilizaron sus profesores de la ONCE y sus padres porque son coletillas tan introducidas en el lenguaje que las personas ciegas no se sienten molestas ni ofendidas por oírlas. El otro grumete de ese barco era un niño de ocho años en tratamiento por una anemia crónica. Descubrió con nosotros su afición al mar, y terminó participando en un equipo de traineras cuando dejó de venir a vela con nuestro grupo.
En el tercer barco embarcaba una niña de ocho años que había sufrido un accidente de tráfico en el que había perdido a su madre y que le había dejado una parálisis parcial de medio cuerpo, que se le manifestaba sobre todo en el brazo. Su principal dificultad en el barco sería salir del agua después del baño, pues le costaba hacerse firme a la escalera y había que ayudarla. En realidad, la mano paralizada se le cerraba espásticamente sobre el pasamanos y su dificultad era soltarla. Aparte de eso, nadaba perfectamente con un solo brazo, no tenía ningún temor al mar y, por lo demás, se adaptó perfectamente. Más adelante se hizo seguidora incondicional del equipo de traineras de Pedreña, su pueblo, y disfrutaba mucho siguiéndoles para animarles en todas sus regatas. La otra tripulante era una mujercita de dieciséis años, sobreviviente de un linfoma y un trasplante medular, que posteriormente se licenciaría en turismo y llevaría una vida normal. Y finalmente, en el cuarto barco, embarcaba un niño de once años, superviviente de un tumor cerebral y con una discreta hemiparesia residual (que disimulaba muy bien, por ejemplo, no cogiendo la caña con la mano afectada) y su hermano de diez años, que también era asmático.
Antes de salir a navegar, enseñamos a los padres el interior de los barcos. La mayoría no conocían nada del mundo de la náutica y era su primera visita a un velero. Nuestro principal interés era que comprendieran que, en caso de dificultad, los niños irían a la cabina, y los adultos llevaríamos el barco a puerto sin riesgo para ellos. Como el conocimiento popular de los veleros se suele limitar a los que ven salir y volver a la rampa de las escuelas de vela (esto es, vela ligera), hasta un barco minúsculo como nuestro “Corto Maltés” les pareció una maravilla de habitabilidad y seguridad, y la mayoría lo compararían con una furgoneta o autocaravana de viaje. En lo que respecta a la seguridad de sus hijos, en principio se quedaron tranquilos.
Como dije, la meteorología ese primer día era muy desapacible. El “gallego” es un viento del Noroeste cargado de humedad que siempre anuncia lluvia. Pero algunos días el viento es de componente Sudoeste en vez de Noroeste (lo que llamamos “gallego asurado”), y aquí se suman las fuertes rachas y la mar picada del viento de componente Sur, pero sin la acusada subida de temperaturas debida al efecto Föhn (que explico en el capítulo 9) cuando el viento desciende por la cordillera Cantábrica. Aquel día llegamos a medir rachas de fuerza 7, aunque hay que reconocer el sesgo de esta medición. Cuando el anemómetro está en la perilla del palo, que es lo habitual, los balances del barco hacen que, cuando el palo bascula hacia el punto de donde procede el viento, la velocidad aparente de este se incrementa hasta en un grado de fuerza; así que lo realista es decir que la media era de fuerza 6. En el “Corto Maltés” navegamos ese día solo con el génova desenrollado un 30 % (que es una superficie vélica ridícula), y cuando cargaban las rachas o las olas, buscábamos el socaire de los barcos mayores. Los cuatro niños que llevábamos a bordo era la primera vez que navegaban y, al no tener referencias previas, aquel movimiento de coctelera les pareció lo normal. Uno de los niños se movía divertido por el barco y se colgaba de las drizas o de la botavara como si estuviera en un parque de juegos, y nuestra principal preocupación era que no cogieran demasiada confianza y alguno se cayera por la borda. Por supuesto, con aquel viento todos íbamos con chaleco, hasta los que sabían nadar.
Después de un par de horas dando bandazos, fuimos a fondear. Enseguida comprendimos que abarloarse con aquellas olas era imposible. La maniobra de abarloarse dos barcos es, a mi juicio, prescindible la mayoría de las veces. Al tratarse de veleros, hay que colocarse “de vuelta encontrada”, es decir, con las proas orientadas en sentido inverso, para que no coincidan las crucetas. He visto muchas veces la maniobra mal hecha, con ambas tripulaciones preparando las defensas en la banda de contacto de los dos barcos y, por lo tanto, inclinando los mástiles uno hacia el otro, y finalmente golpeando o enganchando las crucetas con riesgo de graves daños a la arboladura. Además, aunque se coloquen suficientes defensas, las olas habituales en la bahía por el paso de otra embarcación o por el viento, someten a las cornamusas de amarre a fuertes tirones que pueden llegar a aflojarlas o, en el peor de los casos, a arrancarlas. Así que optamos por fondear el barco mayor y los pequeños “colgarnos” en fila de su popa mediante una amarra simple. Esta distribución permitía pasar de un barco a otro acortando la amarra y con un cierto ejercicio de equilibrio circense, que para los niños más que una dificultad era un reto atractivo. Es la distribución que hemos adoptado desde entonces, juntándonos para merendar normalmente en el barco más grande, o bien de dos en dos. Una variación es amarrar la popa del segundo barco (en lugar de la proa) a la popa del primero más grande, de forma que se pueden mantener conversaciones de barco a barco con cada tripulación merendando en su bañera.
Aunque parezca imposible, algunos niños se bañaron. La meteorología externa no prejuzga la temperatura del agua, y menos aún las ganas de aventura de estos niños, habitualmente sobreprotegidos. La más lanzada en todos estos años ha sido la niña de diez años que salió conmigo aquel primer día, cuyo afán de superación y fuerza de voluntad son encomiables. Suelen decirme que ha sido mi preferida, y puede que sea cierto. Se junta la coincidencia de que fue mi primera grumetilla, los rasgos de su personalidad que tanto comparto, y el hecho de no haber tenido yo ninguna hija. Al preparar el baño, comprendimos la necesidad de unas medidas de seguridad excepcionales, que posteriormente detallaré en el capítulo 16, y que incluyen necesariamente lanzar un aro salvavidas o una defensa por la popa con un cabo largo. La bahía se llena y se vacía por una canal de 0.4 millas de ancho, que en mareas vivas puede generar corrientes de marea de cinco nudos o más (es muy habitual ver desde tierra veleros navegando “marcha atrás”, creyendo ellos mismos que están avanzando). Y es precisamente en las proximidades de este “embudo” donde más habitualmente se fondea, es decir, en las playas de La Magdalena, Los Peligros o El Puntal. Cualquier distracción aleja al bañista unos metros del barco y ya no consigue volver a él. El aro salvavidas es un último asidero al que agarrarse si no alcanza el barco, con la condición de que no se use para jugar en él, en cuyo caso una distracción te deja sin punto de seguridad. Además, insistimos a los niños en que, si de todas formas la marea se les lleva, no traten de volver al barco, sino que se agarren a un punto más alejado (una boya, otro barco), o incluso se dejen llevar a la isla de los Ratones, que suele quedarnos corriente abajo, donde iremos a recogerles.
Después de merendar y bañarse, regresamos al muelle antes de tiempo por la climatología tan adversa, y mientras esperábamos a los padres, nos dedicamos a otra de las actividades que posteriormente más les han entretenido: la pesca de quisquillas y cangrejos desde el pantalán. A los que nos hemos criado al borde del mar, nos resulta natural como el tomar aire, pero para los niños que son de tierra adentro (incluyendo muchos pueblos de Cantabria alejados de la bahía, y también a muchas familias de Santander que viven de espaldas al mar) la pesca de estos animalitos resulta fascinante. Para las quisquillas usamos un esquilero (en Cantabria se llama así a la red al extremo de un palo, que sirve para coger “esquilas”, que aquí es sinónimo de quisquillas), que se sitúa detrás de las quisquillas y se las llama la atención por delante con un palito. Como se escapan marcha atrás dando un coletazo caen ellas solas en el esquilero. Y para los cangrejos, lo más tradicional es apoyar un dedo encima y, cuando está inmovilizado, sujetar su caparazón por los lados con dos dedos, a donde no llega con las pinzas. Estas tonterías, así como estudiar las lapas, mejillones y toda la fauna que se pega a las partes sumergidas de los pantalanes, ha sido de lo más entretenido para los niños en estos años, tanto que posteriormente decidimos dedicar un día específicamente a estudiar toda la pequeña fauna de la bahía en los arenales que descubren en bajamar, como contaré más adelante.
Cuando vinieron los padres (en realidad bastante antes de la hora que habíamos quedado, por los nervios), aparte de las caras de tranquilidad, todo eran signos de admiración ante lo que contaban los niños de lo bien que se lo habían pasado, y de sorpresa porque no les hubieran echado de menos. Ese día fue la prueba de fuego y la demostración de que la actividad saldría bien. Los niños estaban deseando que llegase la siguiente navegación, los padres les veían contentos y no había pasado nada malo. No sé si ellos habrían descansado o no, pero lo cierto es que habían dispuesto de una tarde libre y despreocupada de la atención permanente a su hijo enfermo, y a la vuelta les veían felices. ¿Qué más se podía pedir?