Parábola del salmón

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Parábola del salmón
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A Thiago,

que se fue sin despedirse.

A Humilda,

que tan pronto me ve organizar la maleta

corre a meterse dentro de ella.

“La herida que siempre llevo en el alma, no cicatriza,

inevitable me marca la pena, que es infinita”

Gustavo Gutiérrez Cabello

Sin medir distancias

“Creo que este libro habla, sobre todo,

del dolor de haber crecido, años y años,

sintiéndome como un ser de otro planeta”

David Wojnarowicz


Barcelona

Todos los días eran sábado por la noche

“Como todos los jóvenes, yo vine

a llevarme la vida por delante”

Jaime Gil de Biedma

Durante veinte días en Barcelona no hubo uno solo enel que antes de abandonar el hotel no me comiera al menos una pepa. A veces, al estallar una, corría a apurar la otra, pues eran justo esos diez o quince minutos los que más me gustaban: cuando se pierde el control y uno se deja llevar como quien baila con el viento. Con frecuencia la explosión era tan fuerte que me tumbaba en el suelo y me dormía justo allí, donde me alcanzara el efecto. En ese momento no había dolor, todo fluía y yo era tan feliz como un niño en una piscina.

Cuando recuerdo esa primera visita me viene a la memoria J, mi summer lover chileno —¿o debo decir winter lover?—, aspirante a guionista de cine, que vivía en un apartamento de estudiante por los lados de Park Güell; y también Paul van Dyk y la primera versión de su The Politics of Dancing que oía todo el tiempo en el discman bajo los efectos del éxtasis. En aquel tiempo viajar era para mí un escape. Yo era algo parecido a lo que escribió Leila Guerriero sobre Guillermo Kuitca: “Un hombre sin hogar, tratando desesperadamente de volver a alguna parte”.

Ese enero aterricé en El Prat de Llobregat luego de un vuelo desde París sacudido por un viento tan fuerte que me hizo temer. “Piensa siempre lo peor para que cuando suceda no sea tan grave”, obedecía desde niño el mantra del miedo aprendido en casa. Fueron cinco o seis segundos nada más, pero fue el tiempo suficiente para presagiar mi propia tormenta. Ya luego, cuando el avión se aproximó a la ciudad y vi por primera vez la playa bañada por el Mediterráneo y esa enorme escultura dorada, la cola de una ballena sobre una cama de acero, el miedo y la idea de cualquier mal augurio comenzaron a ceder. A ceder, no a desaparecer, pues ese mismo mantra me había enseñado también a desconfiar cuando algo bueno sucede porque “si todo va bien, es porque algo malo va a pasar”. De modo que hasta que el avión se detuvo volví a respirar con normalidad.

Eran casi las diez de la mañana cuando salí del aeropuerto. Una brisa muy fría cortaba la piel a pesar de que el cielo estaba despejado: ni una sola nube se divisaba en el firmamento. No conocía a nadie en la ciudad ni llevaba a la mano un mapa, una guía o al menos la dirección de algún hotel dónde hospedarme. Pensé en tomar un taxi, pero llamó mi atención un bus pintado de azul pálido que decía con letras oscuras la palabra Aerobús. Me acerqué: “4.25 euros hasta la plaza Cataluña”, dijo el conductor.

Durante unos veinte minutos el bus avanzó a lo largo de una autopista amplia y sin sobresaltos, para luego adentrarse en la ciudad a través de una avenida con dos bulevares completamente arborizados. “Gran Vía de las Cortes Catalanas”, leí en el borde de una esquina achaflanada. Recuerdo que se me aguaron los ojos tan pronto cruzamos la plaza España, el sitio donde el bus hizo la primera parada. Se me aguaron porque hasta ese momento me di cuenta que estaba en una de las ciudades que más deseaba conocer. Para celebrarlo metí la mano en el bolsillo y, como tentempié, ¡glup!: la tercera pepa del día.

Pensé en bajarme en plaza Universitat, la siguiente parada. Me atrajo la torre de la Universidad de Barcelona en la acera de enfrente; me encantó el paisaje de decenas de muchachos patinando a lo largo y ancho del pavimento, el bullicio de quienes corrían afanados buscando las escaleras que bajaban al metro, esos aires de mundo con los que tentaba la terraza de un café ubicado en plena esquina, ¡y la cantidad de gente! Pero sin duda lo que me fascinó fue la sensación de estar en una ciudad en la que nadie me conocía; un lugar en el que no era más que un anónimo: no oía murmuraciones, gritos, susurros o carcajadas a mis espaldas como en el pueblo en que nací; gritos y susurros que hicieron de mí alguien silencioso, casi hermético. Aquí era nadie y eso me hacía inmensamente feliz.

Al final del recorrido, el bus abrió sus puertas en uno de los costados de la plaza Cataluña, frente a El Corte Inglés. Al bajar, un adolescente me entregó un papelito doblado con un nombre y una dirección: Hostal Central, Diputació, 346, y cargó luego mi maleta las dos cuadras que separaban la parada de bus del hostal, ubicado en el segundo piso de un edificio al que se ingresaba por un corto pasillo de piso ajedrezado y un ascensor de jaula ubicado en el centro de una escalera de caracol. Al salir a mi primera caminata por la ciudad y, durante los siguientes días, confirmé que no habría podido elegir un mejor lugar: el Barrio Gótico estaba a un paso, al otro lado de Las Ramblas, y al final, el mar; el paseo de Gracia, a un par de cuadras; el Eixample, justo detrás; Metro, el Theatrón local, un sótano de salas separadas por oscuros laberintos donde la multitud se movía, excitada y extasiada cual termitas en bacanal, apenas cruzando la plaza Universitat. De las postales turísticas obligadas las únicas distantes eran la Sagrada Familia, Park Güell, Tibidabo y su cruz y Montjuic.

En El Bagdad, el templo barcelonés de sexo duro que existe desde la muerte de Franco, estrené la noche disfrutando una escena, con lluvia dorada incluida, entre la diosa del hardcore Sophie Evans y Holly One, el actor porno más pequeño del mundo, con menos de uno veinte de estatura, quien murió poco tiempo después. Luego del pissing, hubo un show de bondage y también fist-fucking. Todo era tan heavy que parecía normal: había gente entre el público que ni siquiera los miraba. Hice lo mismo, fingiendo mi pose más cosmopolita, y gasté dinero en unos cuantos tragos que compartí con una chica que dijo ser canaria, llevaba apenas un par de meses en el negocio, aspiraba a ser actriz porno y presumió de haber hecho casting en esos días con el actor italiano Rocco Siffredi. Luego me contó que la primera vez que tuvo sexo en público fue precisamente ahí, en El Bagdad. “Vine de copas con un amigo. Me invitaron a subir a escena y no me corté”. La miré fascinado y ella sonrió altanera.

Barcelona sin Van Dyk no habría sido posible para mí. Lo oía noche y día, a mayores o menores decibeles. ‘Face to Face’, del álbum Out There and Back, era la canción que más repetía, especialmente al momento en que una nueva pepa reventaba. En una ocasión desperté sintiendo ese maravilloso hormigueo recorrer toda mi piel. Debían ser las dos o tres de la mañana y estaba tumbado, sudoroso, sobre el cemento. Entreabrí los ojos y toda una hilera de ángeles apareció frente a mí. Ángeles con el índice sobre los labios, como haciendo chssss, ángeles llorando recostados sobre cajas de hormigón, ángeles clamando al empíreo, ángeles de espaldas apuntándome con sus enormes alas, ángeles en posición de oración, ángeles con ambos brazos extendidos al firmamento, ángeles, solo ángeles y nada más que ángeles. ¿Era un sueño o acaso eran estos los ángeles clandestinos de Gómez Jattin que venían en legión a protegerme?

Levanté mi cuerpo y de repente, frente a mí, el mar. Ahí nomás, a un par de metros, todo era azul y olía salino. Como diría Pizarnik: “Yo sola, cerca del mar. Sola. Absolutamente sola. Esta es mi imagen de la felicidad”. Me quité los audífonos y eché a andar rápido, casi a correr. Un gato se apareció frente a mí, luego descubrí otro observándome, uno más maullaba en la lejanía y el llanto enternecía, sofocaba. De repente vi que, bajo los ángeles, o junto a ellos, perdidos entre la ligera niebla y las hileras de pino, había mausoleos. Entonces supe que caminaba por un cementerio. Nadie quiera saber cómo logré ingresar a ese lugar a esa hora de la madrugada porque, de veras, yo todavía no lo sé. Tampoco en ese momento me preocupé por averiguarlo. Me limité a preguntarme por qué Barcelona había destinado para sus muertos el lugar más bello, esa meseta de cara al mar, de cara al sol, arropada por pinos y cercada por amplias avenidas que se bifurcan en callejones. Por única respuesta quedó en mi cabeza la idea de que quienes lo planificaron dieron mayor valor a la eternidad. No en vano, lo supe después, en la mayoría de las tumbas los muertos están enterrados con los pies de frente al mar. Caminé por algún callejón y salté una verja. Al salir al parque Montjuic me senté largo rato a observar, allá abajo, a lo lejos, las columnas de la plaza España.

Fue entonces cuando, por entre las sombras y los pinos, apareció J.

A J siempre lo vi mil veces más bello de lo que debió de haber sido Modigliani. Quizá no lo fuera. Pero es lo bueno de enamorarse: solo se ve lo bonito. Era más bajo que yo, a lo sumo debía medir un metro sesenta y cinco, de piel mestiza, ojos aindiados color café —“qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas”, le canté entre sábanas más de una vez—, el cabello peinado hacia un lado, los labios carnudos, los dedos delgados y las uñas cuadradas y cuidadosamente cortadas. Tenía cara de ingenuo y hablaba despacio para que yo pudiera entenderle su español afanado (“¿Quién ha dicho que los chilenos hablan español?”, le dije una vez que me encorajiné porque llegó tarde a una cita que teníamos). Con solo verlo se adivinaba que era un muchacho educado que había crecido en una de esas familias con varias generaciones bien alimentadas. Nunca hablé con él de Chile ni de política ni de Neruda ni de Mistral. A él no le interesaba la literatura y a mí tampoco hablar de ella. Las veces que nos vimos, siempre hablamos de él. Era su tema favorito y el que mejor conocía. Y a mí no me disgustaba oírlo.

 

Cuando lo conocí, iba a completar dos años habitando estas mismas calles. Él había llegado a Barcelona escapando del corsé familiar que le exigía continuar, hasta su muerte si era necesario, en el negocio paterno. Esa madrugada, así, nomás conocernos, me contó que sus padres conservaban esa vieja idea de que los hijos son una extensión de ellos, que les pertenecen. Él era el menor de tres hermanos, todos varones. Las tareas y expectativas familiares siempre habían sido repartidas equitativamente, pero los dos primeros murieron en un accidente de tránsito. Tras quedar solo, la presión de sus padres fue cada vez mayor. En ese momento del relato dijo una frase que retumbó largo rato en mis tímpanos: “Creo que ellos sabían que yo era gay antes incluso de que lo supiera yo, pero en lugar de ayudarme a hacerme fuerte, empedraron cada vez más mi camino”.

Me contó que el saco se rompió cuando salió del clóset. “Una noche en vela me dije: si Dios todo lo ve, Dios todo lo sabe. ¿Por qué debo ocultar ante las personas lo que soy?”. La madre no le volvió a hablar y el padre se dedicó a pintarle un futuro lleno de humillación y sufrimiento. Un par de veces las discusiones entre ambos terminaron a los golpes. Cuando se dio cuenta de que todo era inútil, decidió seguir el camino impuesto y terminar los estudios universitarios. “Pero no fue más que mientras lograba hacer el dinero suficiente para irme”. Abandonó a la familia y le quedó esa mirada de cachorrito abandonado que parecía gritar la falta que le hacía volver a verlos. Ni siquiera se atrevía a llamarlos por teléfono.

Así que era eso: un muchachito adolorido a la vera del camino que se hacía el duro para sobrevivir. Ese dolor de agua estancada lo hacía ver bello. Y hacía, también, que en la cama se entregara con la ternura de quien nunca ha sido amado y sabe que luego de esta vez no volverá a sentir otra lengua curando su piel. Porque sí: era un tipo tan “duro” que era demasiado tierno. El trabajo como actor porno era su bandera. Como si militara por una causa perdida, usaba su cuerpo para gritarles a sus padres lejanos, tan obscenamente radicales, “déjenme en paz”. Él quería ver mundo. Como yo. Quería contar las historias de su pueblo, como yo.

No he vuelto a saber de él. En algún viaje posterior hablamos por teléfono. Por razones de tiempo no pudimos encontrarnos, pero guardo la ilusión de que un día de estos me lo tope actuando en algún filme porno o lea su nombre entre los créditos de La llaga, la película autobiográfica que escribía cuando nos conocimos. Ese pueblo de J, tan cerca de la Patagonia, ¿era acaso el mismo en el que yo crecí justo al extremo norte de Suramérica?

Los días siguientes a esa primera noche en El Bagdad me entretenía recorriendo la ciudad, deteniéndome aquí y allá con calma, insistiendo en volver a ver lo mismo una vez más. Entre pepas, sacaba tiempo y visitaba librerías, museos o me detenía frente a la arquitectura que le ha dado tanta fama. Así, había oído hablar de Gaudí, pero desconocía su obra. Un amanecer, bailaba con desconocidos en un antro en el segundo piso de un edificio sin luces y con balcones sobre la calle Balmes. Comenzaba a clarear, pero me negaba a llegar al hotel. Eso que yo solía llamar “el momento de la pernicia”. Me fui por ahí, a andar sin más. Un par de cuadras bastaron para toparme con el paseo de Gracia. Desde este lado de la avenida me sorprendió el edificio que se levantaba en la otra esquina. Visto desde esta distancia, semejaba una mole fantasmal que emergía en la mitad de un bosque y se burlaba de los desprevenidos transeúntes. Al menos eso creía ver yo en medio de los excesos. “Qué buen viaje”, me dije y crucé corriendo la calle.

Con los ojos puestos hacia lo alto, efectivamente, las paredes de la Casa Milà se me antojaban olas con su eterno vaivén. Y las luces, todavía encendidas en su interior a pesar de que el sol iniciaba su ascenso, refulgían por entre los vitrales con la forma de las alas de una mariposa o acaso como una intrincada red tejida por una inmensa araña.

La información en la entrada decía que la puerta se abría al público a las nueve de la mañana. Me fui al sitio más cercano a comprar un café, regresé con el vaso humeante en la mano y me senté en el suelo con la espalda recostada en la pared del edificio ubicado al otro lado de la calle Provenza. Tan pronto se abrió la puerta, naufragué bajo esos techos en forma de marejadas a los que imaginaba cayendo sobre mí, y mis ojos se perdieron observando las treinta chimeneas que se levantaban sobre la azotea como si fueran rostros burlones.

No dormí ese día. O, bueno, sí, durante los quince minutos siguientes a la explosión de la última pepa. Más tarde, por la ronda de Sant Antoni descubrí la Librería Universal: su vitrina repleta de libros de cómics y de muñequitos de superhéroes. Podría ser un paraíso infantil, pero eran adultos quienes recorrían sus pasillos, adultos en edad, como yo, pero adultos que no somos más que niños.

Los cómics tienen su altar asegurado en mis nostalgias, pues fueron mis primeras lecturas. En el pueblo llamamos “paquitos” a los tebeos, herencia de una vieja cartilla infantil para aprender a leer. A la par que compraba quincenalmente para ella Vanidades y Buenhogar, mamá nos traía a los tres hermanos paquitos de Rico MacPato, de Archie y sus amigos, de Lorenzo y Pepita. Con el tiempo, el arrume de paquitos era tanto que, siguiendo el ejemplo de Toby, el amigo de La pequeña Lulú, un día se me ocurrió poner un pequeño puesto en el antejardín de la casa en el que los ofrecía en alquiler junto con un vaso de limonada. También vendía mangos cuando estaban en cosecha. Nunca vendí limonadas ni alquilé un solo paquito, pero a mi abuela materna, que era mujer de negocios, la conmovía mi espíritu emprendedor y cada semana me consignaba una pequeña mesada en una cuenta de ahorros que abrió a mi nombre en la Caja Agraria. Para que no se perdieran los paquitos, o se los llevaran “sin permiso” algunos de nuestros amiguitos, mamá decidió un día mandar a empastarlos cada vez que reunía cierta cantidad, de modo que al correr de los años había en los anaqueles de la biblioteca de mi casa unos diez o quince tomos elegantemente encuadernados en cuero negro y enumerados en el lomo con letras doradas en fuente gótica.

Si me hubiera empeñado en el negocio, quizá hoy sería propietario de una librería parecida a esta por la que ahora caminaba antes de bajar al primer nivel y encontrarme con el Paraíso Perdido repleto de todo tipo de cómics y de sus personajes de plástico en todos los tamaños, desde Batman y Robin, hasta los de Walt Disney; desde El condón asesino, hasta cualquier colección de manga japonés. Tintín, Milú y todos los amigos. Agarré varios de ellos y me senté a jugar en el suelo ante la mirada sonriente de los demás. Y allí, perdido entre las estanterías, me reencontré con mi pasado. Corto Maltés parecía gritarme que no lo olvidara aun sabiendo él que nunca lo olvido.

En algo me le parezco: soy un hombre sin coordenadas. Me dejo llevar. Soy un voyerista que me asomo por las vitrinas para constatar de primera mano la luz de otras soledades, como Hopper. A veces me uno a los grupos de turistas para oír lo que en ese momento les enseña el guía; de política, y la crisis que nunca falta, me gusta conocer la opinión de los taxistas, aunque de los amigos que dejo en cada lugar he aprendido que no se habla de política si la economía va bien por casa. Salvo esto, ningún tema es vedado, en especial los que tocan la noche, aunque debo decir mejor, la madrugada. Es al amanecer, dando tumbos entre calles, cuando finalmente comienzo a llegar donde me interesa: al espíritu de cada ciudad. Es ahí cuando me deslumbro.

Fue al amanecer cuando conocí esta ciudad. Y si París era una fiesta, Barcelona era un amanecedero. Quería tragármela d’une seule bouchée, llevármela toda por delante, embriagarme con su desenfreno. Pero lo quería ya mismo. No había tiempo que perder: el próximo segundo podría ser el último. Si había de ser escritor, tenía claro que no quería ser uno de esos que conocen la vida a través, solo, de los libros, ni me interesaba encerrarme en una torre de marfil. Pedía más: quería por siempre sentir el placer del dolor, de ese dolor, de esa espinita que no me atrevía a sacarme del cuerpo.

Vivía como los vampiros. Todo era oscuro y me hacía reír. Llevaba en mi cabeza una bestia suelta que me costaba enjaular. Si hay que estar a la altura de la ciudad que nos recibe, ¿no había entonces que estar a la altura de Gil de Biedma? En Barcelona fui feliz. Ese tipo de felicidad de no tener que preocuparme por ser feliz: un amanecer en un apartamento en El Born; otro, en un bar de tinieblas en la calle Balmes, perfumado con el olor de los cigarrillos y el sexo que no acaba y esa eterna y bella banda sonora de fondo: el jadeo, la respiración entrecortada, el dame más, dame más, el bésame suave, negro, suave, suave, despacito, el ayayay sofocado por el pudor y la timidez; otro día, rodeado de putas en El Bagdad; luego, en el sauna Casanova después de las seis de la mañana; en un hueco por allá, con transexuales y meretrices, en los límites del Raval; una tarde gris, con ese actorcito porno, el gordito que hablaba enredado, que de día trabajaba en una floristería y los fines de semana se hacía acompañar de su hermana mientras lo sodomizaban durante las grabaciones, pues temía pasarse de rayas, tal cual le había pronosticado una gitana que moriría; otra vez, en una fiesta de tres días a la que me llevó J en una casa a las afueras de la ciudad con unos cuantos actores de BelAmi, la famosa productora de porno, con Lukas Ridgeston al centro, con sus impresionantes ojos azul glaciar la primera vez que lo vi; una noche más, en los laberintos de Metro, tan atestados de topos lujuriosos que era imposible caminar, de modo que lo mejor era sumergirse en la maraña y dejarse llevar por los otros cuerpos, tan sudorosos, que hasta fantaseaba creyendo que buceaba en el mar.

De esa noche recuerdo que el gramo de mefedrona costaba muchísimo menos que una pepa. Es una vaina legal, lo que me lleva a sospechar si realmente vale la pena. Al final me dije: “Veamos qué es lo que es, porque en esta vida todo hay que probarlo para no morir con remordimientos”. El camello que la vende asegura que me alcanza para cinco dosis y me recomienda que me ate a un poste y me agarre fuerte porque se me vienen al menos dos días de sexo sin final. “Ojalá sea cierta esa tormenta”, le contesto entre sonrisas. Hago un par de rayas sobre la tapa del inodoro. Esnifo por una ventanita. “Esta mierda huele a meado de gato”. Qué importa: ya entrado en gastos, aspiro largo y sostenido por la otra.

También recuerdo de esa noche que alguien intentó agarrarme la entrepierna. El aire era denso y caliente. Casi no se podía respirar. Sentí su mano, pero cuando miré alrededor no descubrí de qué cuerpo hacía parte. Había tanta gente allí, tantos hombres afanosos de sexo. Aún parece como si ahora mismo estuviera ahí: siento de nuevo esa misma mano intentando bajarme la cremallera del pantalón. No lo permito y huyo a empellones a pesar de que, de un momento a otro, comienzo a sentir por dentro un hormigueo y unas ganas excesivas de tocarme y ser tocado. Aquella se enhiesta de un tirón. Duele. Me quiero trepar por las paredes, cual si fuera una cabra en las montañas. De modo que salgo de nuevo a la pista huyéndole al desenfreno, justo en el momento en el que ingresa al laberinto uno de esos potros de lomo inquieto que pide a gritos una fusta que lo amanse. Al cruzar a mi lado me mira a los ojos directo y profundo, profuso. Telegráficamente me llega su mensaje y no me hago de rogar porque recuerdo de inmediato aquel canto de Nina: “So baby, love me, love me tonight. Tomorrow was made for some. Oh, but tomorrow, but tomorrow may never, never come”. Así que, sin más, me le acerco y nos besamos.

Los franceses llaman coup de foudre lo que para nosotros traduce amor a primera vista: lo que haya de hacerse, que se haga lo más pronto posible. Mientras mis labios bajan lento hasta prenderse de sus pezones, oigo esa canción de Paul Oakenfold que se ha quedado enquistada para siempre en mi memoria, esa canción que es ese muchacho alto y flaco de pelo rufo, porque la música es también lo que nos recuerda: su lengua naufragando en mi boca, su mano asida fuertemente de mi verga tiesa. Con un solo movimiento el hombre se hace a mi lugar contra la pared, con el rostro pegado al ladrillo. Baja sus pantalones hasta las rodillas mientras intento afanosamente ponerme el condón. Tan pronto lo mío llena el caucho, el caucho se rompe. Saco otro. Me aprieta mucho, pero ni modo porque no hay más. Me llega cercano el olor del popper mientras varios se masturban mirándonos. No alcanzo a detallarlos en la oscuridad, pero siento sus miradas y oigo en mi nuca sus respiraciones entrecortadas. La música, Oakenfold, este instante es el que me viene con fuerza a la memoria.Cinco, ocho, quince minutos: empepado, el tiempo no es el mismo tiempo y la arrechera dura una eternidad. Sibilo cadencioso. Las gotas de sudor, gordas y pesadas, me resbalan por la frente, por los brazos, por la espalda. El chico pide más. Hiperventilo. El corazón a noventa latidos por minuto. Estoy bañado en sudor de pies a cabeza, como un mar andante; el corazón a ciento cincuenta latidos por minuto. Tacatacatacatacataca; boqueo como un pez fuera del agua, con los pulmones que no tienen ya de dónde más bombear. Mis pobres huesos estremeciéndose hasta la médula, exprimiendo fuerzas de no sé dónde para continuar en pie. Bufo como un toro: el corazón a punto de colapsar. En lugar del tacatacatacatacataca se oye ahora ¡BUM!, ¡BUM!, ¡BUM! La aorta va a explotar. Pero nunca es suficiente y el venado exige más, más, más. Finalmente cedo a la tentación y aspiro del frasquito que alguien posa bajo mi nariz. “Duro, dame más duro… Reviéntame ese culo”, exige enfurecido el fulano justo cuando siento el ardor penetrar por la nariz y algo parecido a una olla de presión estalla en mi cerebro y el cerebelo y el bulbo raquídeo, y el lóbulo de aquí y el lóbulo de allá vuelan en mil pedazos dentro de mi cráneo, y yo comienzo a galopar como un caballo desbocado que echa espuma por la jeta. Alcanzo a ver desde lo lejos, desde el más allá del placer, la mirada excitada de los otros, sus manos tocando mi cuerpo, ilusionado cada uno en ser el siguiente. Pero en la vida hay que hacer fila para todo, y más para el amor. Saber que esos otros están tan excitados me excita más que este cuerpo que recorro por dentro. El muchacho rubio de repente pega un grito sostenido. Lo oigo llorar mientras siento su descarga. Pero no me importa y sigo. Al final no me vengo, ¿para qué terminar en seco la noche si faltan todavía tantos otros cuerpos por probar? El chico se voltea hacia mí. Me besa en la boca. “Gracias”, susurra entre sonrisas con una ternura que me ruboriza y se pierde luego entre la multitud mientras me subo el pantalón y organizo mi camisa antes de volver a la pista de baile con cara de yo no fui, sabiendo que no lo volveré a ver jamás, salvo cuando oigo esa canción, esa sola canción de Oakenfold, y entonces ese momento y ese lugar y todos esos otros rostros mirándome y todas esas manos tocando mi cuerpo volverán por siempre a mis recuerdos.

 

Apuro otra pepa y salgo a bailar a la pista cinco, siete, ocho, diez minutos, no sé cuántos. La música se detiene y todo el lugar es invadido por una luz ácida y eléctrica que golpea en la retina. ¡Qué sitio más feo! Me sorprendo al ver el desorden de vasos y colillas y condones y latas de cerveza y botellas vacías. Los clientes nunca deberíamos ver lo que esconde la oscuridad de una discoteca. Es como cuando el que desconoce el cine descubre que la magia no es más que una cinta. Con todo y traba, intento corregir la frase mentalmente, igual que hago siempre, pero no lo logro. Le falta poesía, carne, fuerza, sangre: “Si se descubre la magia, se pierde el interés”. Aun así, la anoto en una servilleta como si se tratara de una frase reveladora que cambiará la suerte del mundo. Como la frase de los planetas alineados que conspiran a mi favor. En medio de la borrachera me burlo de mí mismo, y de paso de Coelho, mientras veo una cara conocida y solitaria entre la multitud. La multitud: los ojos inyectados de sangre, las miradas perdidas, los rostros estragados por cuenta de los excesos, los susurros entre amigos, los gritos de los compañeros que se han perdido del grupo, los cuerpos desvayéndose en los brazos de otro, de otros.

Rozo el cuerpo de ese conocido que desconozco, su torso descamisado y sudoroso, al cruzar a su lado en la fila para reclamar el abrigo. Su camiseta sobresale del bolsillo trasero de los yines descaderados, no usa calzoncillos y se le alcanza a ver la sombra donde termina la espalda. Es el único entre todos que parece no estar ni borracho ni drogado. Sus pupilas blanquecinas, como enjuagadas en cloro, dan esa impresión. De repente estoy ya en la calle y miro en plan levante desde la otra acera. La salida de las discotecas gais suele parecer la entrada de una fiesta de famosos con alfombra roja: todas las miradas se concentran en la puerta a ver si ese que sale es el que llevarás a casa. Me llama la atención ver a un hombre tan guapo saliendo solo de una discoteca. Intento saludarlo, al desconocido. El cerebro da la orden, pero la lengua no la cumple. Lengua indisciplinada, habrá que castigarla. Pero, ¿cómo? ¡Qué ebrio está el barco! El sol ya coquetea con la mañana. ¿Irme al hotel? ¡Ni de fundas! ¿A qué, si me sobran pepas en el bolsillo?

Quería más, más, más y no dormir hasta cuando el cuerpo finalmente cayera dos metros bajo tierra. Además, ¿cuál es el afán, si en casa nadie me espera? Así que, sin darme cuenta, sin proponérmelo, los pasos me llevan hasta la calle Casanova y pienso que la culpa la tienen los pies, que conocen caminos que no deberían recorrer. Sobre la esquina achaflanada, la puerta del sauna. La fila para ingresar supera los cien metros, pero no soy el último: pronto llegan más. Tardo más de media hora y pienso: “La pepa va a estallar y no quiero caer dormido en el andén”. ¿Cuánto tiempo puede ponerse en pausa una pepa? Me asaltan otras preguntas filosóficas y le pido al universo que conspire y detenga el efecto mientras sueño con la ducha. La piel caliente, sudorosa, y el agua helada resbalando sobre ella. Sueño de pie: el tiempo pasa a marcha lenta y termina el mundo, y yo allí, todavía, bajo la ducha. Finalmente logro entrar al lugar. Me desnudo. Y nomás.

Cuando despierto oigo gritos a mi alrededor, gente que corre en chanclas y toalla de un lado a otro, pero lo que realmente afecta mi sueño son las luces encendidas. Necesito total oscuridad para poder dormir: así es la fotofobia, hasta la luz de una luciérnaga me despierta. Levanto la cabeza de la banca frente al televisor. Dos hombres cruzan frente a mí vestidos de enfermeros. Llevan en sus manos una camilla. Sigo atortolado y no me muevo, echado allí como un oso dormilón. Sale más gente de allá, de donde antes provenían los gritos y de donde ahora se oye un angustiante y trémulo silencio. “Apártense, apártense”, varias veces se repite la orden. Sobre la camilla traen a un hombre. Alguien le ha puesto encima la toalla, que lo cubre a la altura del pudor. “¿Murió?”, pregunta uno. No alcanzo a ver su rostro porque el pasillo es corto y estrecho. “Es el Matías”, se oye. Susurros, susurros, susurros. Y pienso cuánto me encanta el sonido de esta palabra: susurro. Suena como un susurro. La mente se me iba así de fácil con las drogas, siguiendo siempre el primer rastro que encontrara.

Cuando no hay nadie en el pasillo me levanto y camino hasta el cuarto de los hechos. Huele a mierda y a sangre revueltas. Hay una luz tenue, adormilada. Cierro los ojos y creo oír los gritos del placer confundidos con el terror de la muerte. ¿Cómo habrán sido sus últimos minutos? Imagino al chico en pleno éxtasis y al hombre de la guadaña mirándolo a los ojos. ¿Se habrá dado cuenta de que se iba? Camino hasta el sling atado al techo por cadenas al otro lado del cuarto, pero no me atrevo a tocar el cuero. Lo presiento tan frío como el frío del destino. Me da asco y miedo a la vez. “¿Sería tanto como llamar la muerte?”, me preocupo y recuerdo aquel relato en el que José Luís Peixoto dice que quien ve la cara de un muerto es quien le sigue en turno. Y, bueno, me contesto sonriente, ¿acaso la muerte no es lo que tanto busco? Me rayan mis propias contradicciones. Prefiero pensar en el muerto: ¿se habrá balanceado allí, en ese sling que no me atrevo a tocar? Veo en un rincón la aguja suelta de una jeringuilla: “¿hizo slam sobre el sling?” y me pregunto si se “dobló”, que no es más que jugar a rozar la sobredosis, mientras esquivo con los pies unos cuantos condones usados. Cuando salgo, el lugar ha vuelto a la penumbra. Aquí no ha pasado nada, señores, sigamos en lo que estábamos que a eso hemos venido.