El Amor Era Demasiado Limpio

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El Amor Era Demasiado Limpio
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El amor era demasiado limpio

Alexis Cuzme

El amor era demasiado limpio

© Alexis Cuzme, 2021

© Tektime, 2021

© Libros Duendes, 2021

Primera edición.

Diseño de cubierta, edición y maquetación:

Editorial Libros Duendes S.A.S.

www.librosduendes.com

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación en cualquier forma, ya sea mediante fotocopia o cualquier otro procedimiento sin el consentimiento por escrito de los titulares de los derechos de autor.

Hay algo que terminará expulsándome de esta ciudad

en la que he sido pobre, joven y feliz,

algo más rico y algo menos joven,

realmente feliz y profundamente infeliz.

Alfredo Bryce Echenique,

La vida exagerada de Martín Romaña

Recuerdo que todos éramos felices

y la sangre corría,

yo tenía un héroe llamado Jackie Chan

y nada me gustaba más,

el amor era demasiado limpio

como para ponerse a jugar con él,

y el aire siempre olía

a cafeína y nicotina.

Diego Lara, Canción de cuna

De qué sirve huir de las ciudades si lo

persiguen a uno hasta el fin del mundo.

Antonio Muñoz Molina, El invierno en Lisboa

Subo por una calle, bajo por otra,

a través de un laberinto sin fin,

golpeando una y otra vez contra los barrotes de neón

de esa jaula que es la ciudad.

Daniel Keyes, Flores para Algernón

Índice

  El pubis de mi novia también es poesía

  Suelta mi mano y la ciudad me devorará

  Un pez cadavérico a la deriva

  Secretos para no dormir en paz

  La noche es un poema interminable

  Nadie dudará que nos amamos

  Desde un rincón olvidado de ciudad

  Lamentaciones de un masoquista con salario

  Negaciones frente al reflejo burlesco

  El íntimo espectáculo de un mandarina

  Un cadáver para la odiosidad

  La nada es una imagen recurrente

  La ciudad ha enloquecido

  Secretos en el mail

  La ausencia desde mi orilla

  Noemí desde la sombra

El pubis de mi novia también es poesía

Katatonia no ha podido sonar mejor en este momento, cada una de sus melodías me ha llegado. He pasado la crisis de la no escritura —porque llega el momento en que se manda todo al diablo y se pretende simplemente parasitar sobre la cama, creer que el mundo, fuera de casa, está llegando a su fin, y que la eliminación y autoeliminación ha acelerado su ritmo— y tras un baño, me he instalado frente a la pantalla a navegar, a ver qué encuentro de esperanzador o irritante en la internet.

La novelería de los cibernautas —de los cuales también algunos son escritores— es la de poseer un blog. Noemí ha insistido en que cree el mío y, a pesar de ser un opositor a la corriente de actualidad, he optado por hacerle caso:

http://quelamaldadproteja.blogspot.com/

Ha reído con el nombre del espacio y luego soltado varias sugerencias de cambio, entre otros nombres cargados de diminutivos que no tomé en consideración, por ridículos:

http://gotitadeira.blogspot.com/

http://flakitoamarguras.blogspot.com/

http://huesitopoetico.blogspot.com/

Mi espacio, desde su creación, ha tenido cientos de visitas y mensajes de felicitaciones por los textos publicados, insultadas por no concordar con mis criterios, invitaciones a visitar otros blogs, propuestas indecentes de visitadoras fogosas, chismes frescos de escritores.

Me he estancado en las opiniones adjuntas a mi artículo “El pubis de mi novia también es poesía”, las reacciones han sido rápidas, solo la semana pasada lo había puesto en línea y ya lo acompañan más de treinta comentarios, cuyos responsables han encontrado cómica —aunque otros no tanto— mi posición y sugerencia pubiana con el arte de poetizar.

Sí, exageré al afirmar que un pubis femenino y la atracción que pueda ejercer sobre alguien del sexo opuesto, o incluso del mismo sexo, puede llevarlo a la creación lírica, siempre y cuando sus inclinaciones artísticas sean estas. Que la frondosidad oculta es capaz de azorar, hasta verse sumido en divagaciones arcanas. Que un pubis, del color que sea, al contacto de los dedos, cercano a la punta de la nariz, es un detonante para escribir, siempre y cuando exista imaginación en el poeta. Que su textura, olor, condición clandestina, brinda posibilidades de transgresión ante escandalizados. Que un pubis, a pesar de no ser tan comercial como lo sería el corazón —el subjetivo—, los labios, el cabello, las piernas, las manos… es un elemento del que con anterioridad poetas y narradores han utilizado en sus textos, sobre todo mujeres que han logrado recurrir a sí mismas para darle vitalidad a sus creaciones.

Precisamente, la parte final de la autorecurrencia en provecho de la poesía, era lo que más había enfurecido a muchas visitantes, las que, como era de esperar, me habían escrito de todo: desde lo malo y aburrido que soy como bloguero, hasta maldecirme con una “gonorreica-fractura-visual-de-las-corneas”, no sé cómo será padecer de aquello, pero me he reído por la ocurrencia. Por otro lado, algunas amigas poetas me han escrito que por ahora se han depilado y les es difícil ser su propio material de “inspiración”. Otros, arribistas profesionales, me han implorado que escriba una especie de manual y lo ponga en línea, que será de mucha utilidad, que la comunidad poética me lo agradecerá y que incluso podría enviar lo escrito a algún concurso y que de ley ganaría…

Ha sonado el teléfono. Noemí, del otro lado, me dice que ha estado revisando mi blog y que no le ha gustado para nada el artículo ese El pubis… que qué me he creído, que no escriba pendejadas o terminamos, que como voy a publicar “secretos de pareja”, que en fin soy un “flacuchento-aprovechado-de-mierda”. He respondido con una carcajada. Mala idea.

Y como no iba a escribir sobre ella, sobre su intimidad, sobre las situaciones que componen nuestras vidas, si eso soy: un transcriptor de vivencias, un voraz depredador de historias, un receptor alucinado de lo que ve y escucha, un entrometido en los dramas ajenos.

Una vez que termine de revisar el blog de una poeta —extraña, ocurrida, y envolvente desde su escritura— llamaré a Noemí para disculparme y decirle que más allá de haber sido el objeto explotado del artículo, lo que llama “secretos de pareja” se volvió un lugar común desde Sexo en la ciudad, que se deje de tanto dramatismo y mojigatería, y que se ponga pilas porque desde que encontré a Hannah Horvath en internet el amor se está convirtiendo cada día en una pantalla luminosa que exige más vida delatada.

Suelta mi mano y la ciudad me devorará

Que odia mi manía de leer en el bus, que no hago más que atragantarme de ficción en su más disparatada multiplicidad, que dé un respiro y contemple la ciudad: sus calles, violencia, mendicidad, comerciabilidad, su gente, a ella.

Dejo el libro un momento para enfrentarla. Detesto estas escenas, la rebuscada forma de llamar mi atención ante banalidades.

—Lo que hago, le digo, es superior a cualquier calle saturada de baches, a cualquier esquina infestada de delincuentes y a cualquier nuevo cartel mentiroso manchando el centro de la ciudad.

Calla.

El bus ha parado y nuevos usuarios invaden el espacio, no he bajado la mirada a las páginas del libro, en espera de su voz.

Entonces me dice lo mucho que extraña al tipo atento, el que todo soportaba con tal de estar junto a ella, el deprimente vocinglero que siempre tenía una aventura nueva que contar para entretenerla.

—Es extraño volver a extrañar, desprenderse de sí mismo para adherirse a lo distante —me vuelve a decir, ahora serena, nostálgica y cursi.

Ella sabe que el ahora es un momento justificado para desterrar toda escena romanticona consumida. Que el leer y escribir son dos razones para evadir la ciudad y a ella, por un instante. Que nada ni nadie cambiará, como la cotidianidad citadina y afectiva que me rodea, por mi desconexión, de media hora, con la realidad.

—Seríamos dos perfectos postulantes para reemplazar a los protagonistas de Girls, recreando sus situaciones absurdas.

 

Sonríe burlonamente ante lo dicho y desvía su mirada hacia la ventana del transporte, en busca de alguna imagen perdida en la calle, entonces sé que algún asalto espectacular con balacera, una violación y los gritos de la ultrajada, una pelea donde un par de idiotas se destrocen la cara a puñetazos, algún avión cayendo precipitadamente sobre el centro de la ciudad, un bebé llorando, un gago intentando deletrear el abecedario en inglés o algún borracho filosofando sobre la vida, del otro lado de la ventana, la llenaría y distraería un instante de la escena arruinada.

—Bien, le digo, el leer no lo es todo, pero por qué desperdiciar media hora en el bus, por qué ser parte del colectivo perezoso y desquiciante que nos rodea. Malgastado en diálogos vacíos. En observaciones censurables. Nadie espera nada de nosotros. Nadie se estanca en un simple lector sin horario, cuando la ciudad es un espectáculo renovado por la violencia.

El bus ha vuelto a parar, observo a cada uno de los nuevos usuarios: desde la señora con insistente morisqueta desagradable por el transporte repleto, hasta el deprimente personaje mendicante, armado de una historia conmovedora, para sobrevivir a costa de los incautos. Y todo en movimiento, comprimido en un escenario donde cada uno es protagonista de su historia sin conexión. Donde el apuro y la desconfianza son dos opciones exigidas al momento de subir y mantenerse en el espacio transitorio.

Decido acariciar una de sus manos, para hacer menos detestable el trayecto. No voltea, pero sé que piensa en mí y en todo lo dicho, en mi esencia absorbida por las páginas del libro. En el tic desesperante de mi mano y pierna derecha, en mi mirada intimidante ante la negativa de la suya, en las palabras que retengo, en lo que le diré y me dirá al llegar a casa.

Vuelvo al libro. Nada mejor que sentirse parte de una trama —cuando nuestra realidad carece de trascendencia—, ser de la ficción un elemento más para la sobrevivencia, pero eso Noemí aún ignora, y me cuesta explicarle.

Entonces toma mi mano y decide mirarme, imito su acción y solo atino a leerle: “Necesito saber que en algún lugar de esta inmunda ciudad, en algún rincón de este infierno, estás vos, y que vos me querés”.1 A sabiendas que algún día entenderá mi manía.

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