Color de noche

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Color de noche
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Primera edición, septiembre de 2000

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección Ivonne Gutiérrez

Cuidado edirotial: Elizabeth González

Coordinador de producción: Beatriz Hernández

Director de comercialización: Miguel Ángel Sánchez

Formación digital: Itzbe Rodríguez

Fotografía de la portada: Alejenadro Ramírez

© 2000 Solar, Servicios editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos

Teléfonos y fax (conmutador): 5515-1657

solar@editores.com

www.solareditores.com

ISBN 978-607-7640-82-0

A Gloria

(como siempre, como todo)

Para Ale, Dani y Sara

Con mi amor

Índice

Paseo nocturno

La Muerte en el lobby

Diario inconcluso

Sonata en rojo

Traducción

Nariz tapada

El Coco debajo de la cama

Sombras en el techo

Parientes lejanos

Halloween

Carmelita

Paseo nocturno

No le es difícil seguir el rastro, hacerlo es casi un juego, el juego de la vida y de la muerte. El olor del miedo traza el camino como dibujándolo en el aire. Ella sabe que permitió a la presa que huyera sólo para prolongar la caza. En el momento en que acecha, ataca, rastrea y tiene a su merced a la víctima es cuando se siente completa.

El incremento en las pulsaciones es casi imperceptible pero constante, domina completamente la situación. Da el último salto, muerde el cuello que se parte como una rama seca al pisarla. La sangre empieza a correr, bebe del borbotón casi con gula. El placer, definitivamente sensual, le eriza la piel.

Sudorosa, agitada, se incorpora; la sábana que la cubre se desliza hasta su cintura. Los pezones desnudos, al recibir el viento fresco de la noche que penetra por el balcón abierto, se tensan tanto que duelen. Sus ojos poco a poco van recobrando su color, del ámbar de reflejos rojizos y dorados al casi negro color de un pozo sin fondo.

Ella se deja caer sobre la almohada. Con el hambre saciada pasa el resto del día mirando al techo, la mente en blanco, con el sabor de la sangre en los labios espera con calma el paso del tiempo, que llegue el momento de su paseo nocturno.

La Muerte en el lobby

El área de más tránsito en un hotel es el lobby, los que llegan y los que se van, todos pasan por ahí. La fauna que lo cruza es de lo más variada. Me gusta observar a la gente en su constante ir y venir, gastando el tiempo como si fuera de ellos, como si fueran inmortales. Me llama la atención el contraste entre las rubias teenagers gringas de apetecible físico y su inminente futuro, su gruesa madre desbordada por las carnes, y el padre gigante, colorado, cuyo abdomen vence el esfuerzo que por albergarlo hace la camiseta de tirantes que porta y que ostenta el letrero: ¡Viva México Cabrones!

Entró justo después de un taxista bigotón. Delgada, muy delgada, con profundas ojeras y vestida de negro llegó la Muerte silenciosamente. Nadie reparó en ella. Sólo yo parecía identificarla. Se sentó casi frente a mí; al igual que yo, observaba a la gente. Parecía buscar a alguien. Un grito nos hizo voltear a los dos. Un niño que corre huyendo de sus padres resbala y su cabeza queda a unos centímetros de estrellarse contra el mármol. Busco a la Muerte en el sillón donde se encontraba; pero no, no es por el niño por quien viene… Ahí sigue sentada, sonriendo y fumando. Cruza una de sus flacas y pálidas piernas, roza una flor que inmediatamente se marchita y se desintegra; el polvo que queda es barrido por un gélido airecillo.

No me muevo, pero mi quietud me delata. Donde todo es ajetreo la tranquilidad se vuelve como un oasis en el desierto. La Muerte me dedica ahora su sonrisa, un leve gesto de saludo entre dos conocidos.

Una pareja se acerca al mostrador. Él tose con esa tos que parece que se lleva un poco de vida cada vez; la mujer que lo acompaña le ofrece un pañuelo. La Muerte se levanta y se acerca a la pareja suavemente; casi con dulzura toca a la mujer, quien se lleva una mano al pecho y se desploma.

El hombre trata de sostener el exánime cuerpo. También yo me acerco al cuerpo; una brillante luz nos baña. La Muerte se ha marchado, y la mujer y yo cruzamos el umbral:

—Calma, hija, calma —le digo, tratando de tranquilizarla.

—Papá, ¿eres tú?

—Sí, hija, después de tantos años he venido a recibirte.

Diario inconcluso

Paso mi vida entre libros y soy asiduo visitante de bibliotecas. Mi profesión de paleógrafo es también mi pasatiempo y, debo admitirlo, mi pasión. No hace mucho me llegó una de esas invitaciones que, para una persona como yo, constituye el más seductor de los señuelos. Se había iniciado la restauración de un antiguo edificio que había sido construido y ocupado durante casi trescientos años por una orden religiosa. Al seguir los planos de la construcción original, se encontró que un muro no estaba señalado, una pared más reciente, quizá de hace unos doscientos o doscientos cincuenta años, de adobe, de casi treinta centímetros de espesor. Los arqueólogos a cargo de la restauración practicaron una perforación a través de la cual pasaron una lámpara y una pequeña cámara de televisión. No sé qué esperaban encontrar, tal vez una cripta o algo parecido, pero lo que hallaron es lo que provocó que tuviera la oportunidad de conocer el convento de San Cosme.

En una habitación de tal vez dos por tres metros, inaccesible y oculta desde hace mucho tiempo, se hallaban una pequeña biblioteca en perfecto estado, una mesa de madera basta, una silla en el centro del cuarto y, lo más asombroso, al menos para mí: sentado en la silla un cuerpo momificado, muy bien conservado, vestido con los hábitos de la orden que ocupó el convento. El cuerpo, recargado en la mesa, junto a un tintero y la caña de una pluma, se encontraba encadenado de pies y manos.

Platicando con los arqueólogos concluimos que el clima seco de la región y el ambiente casi anaeróbico del interior de la celda eran las causas de que tanto el cuerpo como los libros se encontrasen en tan buen estado. A causa del espacio tan reducido, primero se retiraría el cuerpo, para lo cual era necesario tirar totalmente el muro de adobe. El siguiente paso sería que mi asistente, un calificado bibliotecólogo y yo entraríamos a inventariar y clasificar los volúmenes hallados. Después, ya con tiempo, estudiaríamos cada libro.

Habríamos seguido este sencillo plan de trabajo si no hubiera sido porque al levantar el cuerpo se encontró un manuscrito debajo de éste. Desde luego, la curiosidad nos venció. Todos quisimos saber que era lo que el monje escribía cuando la muerte lo sorprendió.

Una prolija caligrafía llenaba varias páginas del papel ahuesado que, en cuadernillos de ocho, formaba el tomo encuadernado en piel que por largo tiempo estuvo oculto bajo el cuerpo de quien lo escribió:

Tenga el Señor piedad y misericordia de este humilde siervo que sin pecado es asediado por el Maligno. Obediente al mandato de su Ilustrísima, transcribo las visiones infernales que cada noche asaltan mi sueño hasta el punto que ya temo el momento en que la fatiga me obliga a cerrar los ojos.

Éste era el inicio del que parecía ser el diario del pobre hombre que tal vez fue encadenado por culpa de algunas pesadillas. No hay que olvidar que en el tiempo en que le tocó vivir, a los pobres neuróticos en lugar de darles tratamiento psicológico se les condenaba a la reclusión o, con demasiada frecuencia, a la tortura. Inmediatamente nació en mí cierta simpatía hacia quien parecía ser víctima de la ignorancia y la superstición. Por otra parte, bien comprendí ese temor a quedar dormido, pues de un tiempo acá mis noches se habían vuelto intranquilas. Aunque no recordaba mis sueños, sabía que algo terrible pasaba en ellos.

Durante dos días fotografiamos y ampliamos cada página del cuaderno. Con las fotografías en la mano inicié la transcripción de los —suponía yo— afiebrados sueños de aquel monje:

son millones de libros, nunca pensé que pudieran existir tantos… Un cuadro, que representa un paisaje pero con mucho mayor detalle y preciosura que los que adornan, Dios me perdone, la sala en que recibe su Ilustrísima y que una vez hace ya tiempo tuve el privilegio de visitar, brilla aun más que la luz que parece venir de todas partes. Ahora, el paisaje desaparece y en el marco que lo contenía se van formando palabras en una lengua que desconozco.

 

El texto continúa y conforme voy leyendo, aunque parezca increíble, me parece encontrar en las palabras escritas hace tanto tiempo la descripción de la biblioteca de la universidad en la que trabajo, las mesas de los investigadores con sus computadoras… El paisaje del que habla bien podría ser el tapiz de la pantalla de alguna de ellas; de hecho, tengo en la mía una hermosa fotografía de una cascada que yo mismo tomé con una cámara digital. No deja de asombrarme la exactitud de la descripción, desde luego que trato de interpretar lo que con su lenguaje el monje nos dice. Después de leer y releer decido que ha sido suficiente. Por fin pude recordar y entender las pesadillas que me atormentan, el frío, la luz de la vela y, sobre todo, el dolor que cada vez que escribo me producen los grilletes en la carne viva.

Sonata en rojo

Y todo lo que el sueño

hace palpable:

la boca de una herida,

la forma de una entraña,

la fiebre de una mano

que se atreve.


X. VILLAURRUTIA

3

Allegro non molto

Los nudos son firmes pero no llegan a lastimarte; sin embargo, a pesar de los fuertes jalones que les das no te puedes liberar. La música parece que sale de todas las paredes de la habitación. Tratas de reconocer la melodía; no estás seguro, pero después de una breve duda lo confirmas, sí, es Chopin. Te parece increíble estar con ella. Desde que llegaron a su departamento prácticamente no te ha dejado hacer nada. Te desnudó y, después de acariciarte y besarte con intensa y sorprendente dedicación, te condujo a esta recámara en penumbra que apenas si has visto. Las lámparas en la pared de suave brillo ambarino casi no alumbran, no sabes ni de qué color son las paredes, pero ¿a quién le importa saber si el cuarto es rojo, azul o negro? Sólo tienes ojos para ella. Desde que te recibió no has podido apartar la vista de sus ojos, de su cabello, de su cuerpo y de su sinuoso y felino andar. Cuando la seguías del vestíbulo a la habitación sus nalgas parecían llevar el hipnótico ritmo de la flauta de un encantador de serpientes y tú eras la más dichosa de ellas. A través de la tela de su vestido, o más bien señalada por ella, distingues la hendidura que divide a esos dos rotundos hemisferios que a cada paso parecen invitarte al placer sin fin.

Sólo la intensa salivación y una pesadez inusual en el escroto te recuerdan que estás aquí y ahora y no soñando.

Te tiende sobre la cama, una muy amplia cama, la colcha amistosa te ofrece su confortable textura y cada célula de tu piel empieza a responder a los estímulos que las asedian. Fue en ese momento cuando te ató. Supones que las cintas con las que te amarra son de seda; de otro modo no podrían ser tan suaves y a la vez tan resistentes. Después de atar tus pies, su lengua inició lo que parecía un inacabable viaje, desde la suave piel del empeine pasando por el interior de tus muslos hasta la rigidez de tu sexo. Primero el calor de su aliento y luego la humedad de su boca al recibirte se convierten en una insoportable tortura. Cuando crees que ya no puedes más, se deja caer sobre tu dureza e inicia una indescriptible danza del vientre. Se inclina sobre tu rostro para pasear sobre él la contundencia de sus senos. Tratas de apoderarte de uno de ellos, pero tu boca no logra atraparlo. No tienes idea de cuánto tiempo ha pasado. Cada vez son más intensos tus esfuerzos por liberarte, pero también cada vez más inútiles. Finalmente tu cuerpo explota en el más intenso orgasmo que alguna vez hayas tenido. Ella se sigue moviendo, y tú, con los ojos cerrados, empiezas a recordar.

1

Adagio

Todas las tardes, cuando empiezas tu jornada, la encuentras en la oficina trabajando frente a su computadora con los audífonos conectados al walkman; su gesto de intensa concentración te desanima siquiera a saludarla. Hubieras pensado que ni estaba enterada de tu existencia, pero una tarde, una inolvidable tarde, esgrimiendo su encantadora sonrisa, te pide casi a gritos, quizá por tener puestos los audífonos, que le prestes tu encendedor, y tú que no tienes ni encendedor, ni siquiera una triste caja de cerillos, te sientes de lo más miserable por no poder atender su petición. Sin dar explicación sales corriendo a buscar quien te pueda ayudar. Buscaste por todo el edificio, pero fue inútil. Regresas con gesto de derrota para encontrar que ya tiene entre sus labios el cigarrillo encendido; algo balbuceas y ella te dice que no importa; desaparece la sonrisa y se vuelve a sumergir en su trabajo. Pero lo importante es que ya te notó, que se dio cuenta de tu existencia. Además, cuando te acercaste a su escritorio alcanzaste a ver que los libros que tenía a un lado trataban de Vivaldi y otros compositores de la época; pensaste entonces que tal vez la música que escucha en el walkman sería música clásica, tu preferida. Así, al otro día le llevas un casete con Las cuatro estaciones, te acercas tímidamente y, cuando te voltea a ver, se lo ofreces con una tibia sonrisa. Te sientes un poco estúpido, pero la amabilidad con la que lo recibe te reconforta. No te imaginabas que a partir de ese momento tu vida cambiaría. Platicaron largamente de sus músicos favoritos, en unos coincidían y en otros no; resulta poseedora de una amplia cultura que te seduce inmediatamente y ella a su vez se asombra de tu modo de expresarte, inusual en un mozo. Son dos o tres semanas las que transcurren con casi una rutina: atiendes rápidamente el aseo de todas las oficinas y dejas al final la de ella; aspiras la alfombra y una vez que apagas la ruidosa máquina ella te ofrece un vaso de jugo o de agua mientras platican un poco de todo, pero principalmente de música. Un día, cuando has ahorrado lo suficiente, decides invitarla a un concierto el sábado. Sin sorpresa para ti, acepta; el anzuelo era demasiado apetitoso, el programa incluye Las variaciones de Rachmaninoff a un tema de Paganini, una de sus favoritas.

3

Largo e brioso

El orgasmo de ella provoca que se derrumbe sobre tu cuerpo sudoroso. Los brazos y las piernas te empiezan a doler; después de un rato se endereza y, sonriendo enigmáticamente, te deja atado y desaparece. No sabes qué pasa hasta que te das cuenta de que fue a cambiar el disco que ha estado sonando. Cuando regresa le pides que te libere; ella, con voz aterciopelada, te dice que la noche apenas empieza y te desafía a mostrar más paciencia y carácter. Sus palabras te acicatean y le pides que ponga a prueba tus virtudes; ella contesta que justamente eso es lo que va a hacer.

Se sube a la cama y de pie, con las piernas abiertas, separa con los dedos los labios de su sexo, te muestra el enhiesto botón de placer preguntándote si deseas probar su dulzura. Antes de que contestes se sienta sobre ti y acerca a tu boca su ensortijado pubis, te ayuda a encontrar tu objetivo y pronto estás besando, lamiendo, succionando la entrada a su gruta íntima. Tu lengua se transforma en el audaz Magallanes que explora lentamente y a conciencia ese, hasta ahora desconocido, territorio. Ella te dice que tendrás que buscar más profundo si quieres encontrar el tesoro; no haces mucho caso de sus palabras hasta que súbitamente tu boca se llena de un sabor dulce y perfumado. En ese momento, como si hubieras activado algún interruptor, ella te toma por la nuca obligándote a penetrar más. Por los convulsivos movimientos de su cuerpo te das cuenta de que está gozando una vez más. Riéndose te pregunta qué te ha parecido la experiencia. Tu aún tienes en la nariz y en los labios y la lengua el olor y sabor a miel salvaje. Sin darte cuenta te encuentras nuevamente dispuesto; ella se voltea, se sienta sobre tu pecho y te ofrece la gloriosa vista de su grupa. Se va acomodando hasta que puede tomar con comodidad tu rigidez y con calma te devuelve el favor. Si estuvieras libre podrías acariciar su trasero incomparable y sodomizar, hasta que implorara clemencia, ese tan cercano e inalcanzable otro sexo. Mientras tratas nueva e inútilmente de liberarte, ella se dedica a su tarea hasta lograr que viertas tu licor vital, el que apura con deleite sin derramar una gota.

2

Moderato non troppo

Después del concierto la invitaste a cenar y ella generosamente insistió en pagar, tal vez adivinaba que una noche como ésta dejaría en ceros tu reserva financiera. Como tú no tienes automóvil, es ella quien te lleva a tu casa; tratas de elaborar una especie de disculpa por lo inusual de la situación, pero ella te dice que no importa y casi como una travesura te besa en los labios y te muerde dejándote el sabor de tu propia sangre. Esa noche prácticamente no pudiste dormir, y cuando por fin logras conciliar el sueño, su rostro se te aparece como si fuera una aparición celestial. El domingo sin verla se vuelve un día gris, no se te antoja salir de tu casa y pasas la tarde deprimido escuchando una y otra vez la grabación de los temas interpretados en el concierto. El lunes sales temprano de tu casa, deseas terminar rápido tus tareas y, con algo de suerte, platicar un poco más. Sin embargo, así como antes la suerte estuvo contigo, parece que ahora te ha abandonado. Encuentras su oficina vacía, ¿qué le ha pasado, dónde está? Buscas inútilmente quien te pueda informar qué es de ella. ¿Estará enferma?, ¿le habrá pasado algo el domingo?, finalmente, y por pura casualidad, te encuentras al encargado de personal saliendo del baño y sin más rodeos le preguntas por ella. No tiene ningún inconveniente en contarte que simplemente tomó unos días de vacaciones. Luego de mucho insistir logras que te apunte en un papel su número telefónico. En cuanto no hay nadie a la vista, marcas en uno de los teléfonos de la oficina el número que te han dado. Suena una, dos y hasta tres veces; estás a punto de colgar, te das cuenta de que no sabes nada de ella, no sabes si vive con su familia, si es casada, ruegas por que no lo sea, y justo cuando separas la bocina de tu oído alcanzas a escuchar su voz. Un poco nervioso te identificas y la saludas y ella te dice que el sábado se le pasó avisarte que tomaría algunos días, pero que te iba a llamar un poco más tarde, y agradece que hubieras tomado la iniciativa de buscarla, y que si no tienes compromiso para el viernes, espera puedas ir a su casa para la cena. Inmediatamente le respondes que con mucho gusto y que, así estuviera programado para ese día el Juicio Final, allí estarías. Escuchas su risa franca y un prometedor “hasta el viernes”.

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