Czytaj książkę: «Gritar lo que está callado»
Título:
Gritar lo que está callado
De esta edición:
© De Conatus Publicaciones S.L.
Casado del Alisal, 10
28014 Madrid
Copyright © Alejando Quecedo del Val, 2021
Título original: Gritar lo que está callado
Primera edición: 2021
Primera edición: 11/2021
Diseño: Álvaro Reyero Pita
ISBN: 978-84-17375-67-6
Producción del ePub: booqlab
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones: comunicacion.deconatus@deconatus.com
Para Isabel y Manu,
gracias por acompañarme a través del umbral.
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO – Un problema común Marina Garcés
LOS SILENCIOS DEL BOSQUE
1 ANTROPOCENO LA ERA DE LA DESMESURA HUMANA
¿Cómo medir nuestra desmedida?
Mejor hablar de Crisis Ecosocial
Progresando hacia la catástrofe
Acelerando y sin frenos
Imposible solucionar las partes sin solucionar el todo
Nos quedamos sin tiempo
Alienación cultural, sentimental y política
2. ROMPER LA INERCIA HISTÓRICA
El sentir de las ruinas
Impotentes
Desarraigados del sentir, el saber y el vivir
Debemos hacer algo
La ideología edulcorante
El espectáculo climático
Narrando el mañana
En busca de cabezas de turco
¿Podremos doblegar la inercia histórica?
¡Basta de conformidad! Sísifo se rebela
Nuevas olas en la marea
Todos somos enemigos del pueblo
¡Pandemia!
Transicionando
Romper el silencio
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
La primera semilla de este libro la plantaron quienes me enseñaron a levantar la cabeza y a enamorarme de las aves, sus entornos y sus poéticas. Este libro es suyo antes que mío. Un libro que no deja de ser una pequeña gota en la marea de gente que desinteresadamente consagra su vida (ya sea desde la ciencia, la filosofía o el activismo) a la defensa de la naturaleza y de nuestro futuro. Sin su esfuerzo anónimo no estaríamos viviendo una revolución histórica de la conciencia. Nunca habrá suficiente reconocimiento para vuestros esfuerzos.
Son muchos quienes me ayudaron a catalizar mi conciencia alterada en este libro y, por ello, me gustaría reconocer algunos nombres. Gracias a los amigos que se atrevieron a lidiar con los primeros borradores de esta idea y que tuvieron la valentía de ser sinceros. Gracias a César, Corcuera, Mario y al equipo de Un libro en Radio Briviesca.
Como no podía ser de otra forma, debo un agradecimiento especial a mi familia. A mi madre por cargarme de libros, a mi padre por cargar con mi telescopio y a mi hermana por estar siempre a mi lado a pesar de todos los kilómetros que nos separan.
Quisiera agradecer de forma especial a Manu la pasión con la que me introdujo a la poética y con la que me incitó a caminar con el planeta. Un proyecto que jamás se hubiera podido vertebrar sin el apoyo incondicional de Isabel.
Pero si hay una persona que debe estar en esta sección es sin duda Asún Ruiz. Gracias por empoderar a la juventud cuando nadie quería oírnos. Gracias por la pasión con que luchas para que no suframos ni un grado más, ni una especie menos.
Por último, quisiera agradecer a Silvia y a Bea que hayan apostado por este libro, y a Marina Garcés por su obra y su prólogo.
No sé qué nos depara el futuro, pero sin duda es gracias a gente como vosotros que aún podemos conservar la esperanza.
PRÓLOGO
Un problema común
Marina Garcés
¿Cómo hablar de la crisis ecológica actual sin sembrar el miedo y la impotencia? ¿Cómo hablar de los hechos que tienen que ver con ella, sin condenarnos a la aceptación resignada de su irreversibilidad? Cuando la crisis es total, e implica todas las perspectivas posibles, cualquier mensaje que tenga que ver con los hechos presentes se convierte en una profecía de nuestra condena y de nuestra destrucción. Por eso es tan difícil hablar y escuchar de las implicaciones de la crisis que afrontamos y hacerlo de tal manera que abra las puertas a la acción. Lo saben bien los periodistas, hoy: las noticias sobre cambio climático no atraen nuestros clics. Saber lo que ya sabemos y no podemos evitar no atrae nuestra curiosidad.
Alejando Quecedo del Val da el paso a hacerlo. Se atreve a ser el mensajero de las malas noticias y se expone a nuestro miedo y a nuestro enfado. Pero si se atreve es porque tras años de jovencísimo activismo necesita, con nosotros, comprender. La comprensión, cuando se intelectualiza, parece ser solamente un acto de la mente individual. Pero en realidad, comprender siempre implica hacerse cargo de la situación en la que unos determinados hechos o informaciones tienen lugar. Por tanto, no hay comprensión posible desde una sola perspectiva. Siempre implica algún de tipo de complicidad y de interlocución.
¿Podemos hacernos cómplices de Alejandro, de sus compañeros y compañeras de luchas ambientales y de todos aquellos proyectos colectivos que hoy, a diferentes escalas, están tomando en sus manos el cuidado y el cultivo de lo que siglos de capitalismo cada vez más desbocado han llevado hasta el límite de su devastación? Para adentrarse en esta complicidad hay que dar el paso, también, a querer comprender. No basta con los datos que aseguran el colapso de las actuales formas de vida. No nos falta conocimiento: nos falta reflexión. Y para ello hay que poder llegar a percibir y a asumir, como elementos para un cambio, el sentido profundo de sus consecuencias. Y lo primero es preguntarnos: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Dice Alejandro, retomando una de las muchas conversaciones que atraviesan este libro, que si la historia geológica de la Tierra durara 24 horas, el tiempo de la humanidad en ella sería de 3 segundos: tres segundos para llevar nuestra propia existencia y la de múltiples ecosistemas al límite de su subsistencia. Podemos pensar que simplemente somos una plaga irreversible, que como otras devastará los ecosistemas con los que interactúa y sobrevivirán otros. O podemos imaginar que el mismo repertorio cultural y ético que hemos creado en esos mismos 3 segundos puede darnos también las razones y los instrumentos con los que tomar un camino que defienda nuevas formas de vida posibles.
A veces da la sensación de que el Apocalipsis es un imaginario reconfortante. Que nos descansa más pensar que todo «se va a pique» irreversiblemente, porque así podemos seguir viviendo como vivimos sin la incomodidad ni la exigencia de tener que cambiar nada. La comodidad del miedo es paradójica y por eso hoy alimentamos el miedo con más miedo, la impotencia con más impotencia y la carrera hacia adelante como el único modo de no tenernos que comprometer. ¿Cómo interrumpir este círculo infernal? ¿Y cómo hacerlo más allá de las buenas palabras y de la llamada moralista a la conciencia? ¿Cómo salir, en fin, de la dialéctica entre quienes predican el final y quienes predican solamente una moral?
La clave es encontrar cómo combinar, hoy, la dimensión total de esta crisis y la acción urgente. La urgencia no es buena compañera de la complejidad. Y en este caso, la complejidad no es abstracta, sino un entramado inextricable de intereses económicos y geopolíticos que utilizan un poderoso aparato tecnológico y cultural que nos mantiene muy alejados de poder tomar cualquier acción por nuestra cuenta que no sea ridícula o testimonial. ¿Quién puede tomar, entonces, las decisiones que corresponden a la urgencia de la acción, cuando quienes tienen el monopolio de la decisión global calculan a corto plazo el rédito de cualquier cambio de rumbo global? Es evidente que no podemos esperar a que se sientan amenazados por las consecuencias de sus propias decisiones. El mundo rico siempre ha vivido de la ficción de su inmunidad: desde los señores en sus castillos amurallados hasta los yuppies y gurús de hoy en sus jets e islas privadas, desde los delirios de inmortalidad de los reyes hasta las fantasías extraterrestres de los dueños de las grandes corporaciones del mundo actual. Su eternidad ya no es divina: se proyecta en inmaculadas colonias en Marte.
La idea de cambiarlo todo a través de una acción histórica y colectiva contundente recibió hace pocos siglos un nombre: revolución. ¿Qué revolución necesitamos hoy para hacer efectivo el derrocamiento de este entramado de poder que no sólo impone su dominio sino la devastación de tantas formas de vida? Si seguimos las pistas que nos ofrece el autor de este libro, de la mano de sus experiencias y lecturas, podríamos decir que la revolución que necesitamos surgirá de la combinación entre dos nociones: la imaginación y la guerra. La imaginación prefigurativa de esas formas de vida que deseamos proteger y crear. Y la guerra decidida contra esta guerra desatada desde hace décadas por el capitalismo global. La crisis ecosocial no es una crisis: es una guerra contra la vida y contra la historia. Guerra a la guerra: fue una consigna que circuló en algún momento de 2003, durante la invasión de Irak. El movimiento contra la guerra era pacifista y combativo a la vez. Sabía que no hay paz sin lucha. ¿Cuáles tienen que ser, hoy, nuestras guerras contra la guerra?
La historia de las revoluciones modernas nos ha enseñado que sin un cambio cultural y filosófico profundo, cambian los gobiernos y sus estructuras, pero no las relaciones de dominación. En unos casos, la filosofía quedó dramáticamente separada de la revolución y la acción política avanzó a ciegas. En otros, la revolución cultural se impuso como una tarea de disciplinamiento que cambió las formas de expresión pero no su sentido. Alejandro Quecedo del Val apunta a la necesidad de una reforma del ser y del sentir que nos conecte de nuevo con la naturaleza. Es importante recalcar esta dimensión estética de la transformación: estética no significa artística sino un cambio de la sensibilidad. Deleuze ya lo escribía siguiendo a Nietzsche: toda verdadera crítica implica hacerse una nueva sensibilidad. La pregunta, hoy, es: ¿cómo podemos hacer que esto pase en la urgencia? O quizá podríamos cambiar el orden y el sentido de la pregunta: ¿podría ser la urgencia lo que desencadenara, por fin, el cambio de sensibilidad que hasta ahora las sociedades modernas han estado evitando y postergando sin remedio?
La valentía de Alejandro toma cuerpo cuando se retrata a sí mismo en lo que llama el espectáculo climático, junto a Greta Thunberg y otros jóvenes activistas en la sede de la ONU, entre ovaciones, golpes en la espalda y manos que no toman ni una sola nota a partir de sus palabras. En las solapas de los lujosos trajes de los dirigentes del mundo lucen los pins con el círculo multicolor de los ODSs: en ellos se concentra todo el poder de la ideología para sostener, con palabras obvias y consensos indiscutibles el statu quo y sus políticas. «La política climática se ha convertido en un espectáculo que elude afrontar las preguntas esenciales, tomar las decisiones requeridas y que aborta la crítica» podemos leer en este libro. Y lo escribe quien nos narra, en primera persona, su participación en el gran teatro del mundo en descomposición. Sólo por eso ya hay que celebrar y agradecer el testimonio y las reflexiones de este libro: son la clave para romper el círculo de la impotencia, la indiferencia y el miedo que hacen hoy más sombría la vida en este planeta amenazado. El primer paso para entrar en acción es cuestionar la propia complacencia. El segundo, como muestra este libro, hacer el esfuerzo de comprender. Y el tercero… si hemos dado los dos primeros, ya será haber abierto un largo camino.
LOS SILENCIOS DEL BOSQUE
Otoño de 2020, Gråfjellet (Flekke).
Hace siete días que el sol no se deja ver. Su luz apenas traspasa las ramas desnudas de los árboles que forman los bosques de ensueño que me envuelven en las faldas de Jarstadheia. A mi paso, la hojarasca, cubierta de escarcha, se desintegra bajo la presión de mis botas. Su desgarro es el único sonido perceptible en la fascinante oscuridad del mediodía. No se oye ningún aleteo, ningún graznido. Sólo el quebranto de la hojarasca y mi respiración. Sólo eso desafía al silencio. A lo lejos, la niebla y el fiordo continúan unidos en una melancólica estampa. La erosionada desnudez de las paredes sugiere el inmenso brazo de mar en torno al que giran las vidas de los pueblos arraigados en el fiordo, insignificantes bajo las montañas de ensueño, invisibles entre la niebla.
Sigo una hilera de estacas rojas que me conducen hasta una cascada. La estremecedora monotonía del silencio se desvanece. Ya no siento mi respiración ni la hojarasca desintegrarse bajo mis botas. Vislumbro el arroyo y un poco más arriba la cascada, desenfrenadamente salvaje. La suicida caída del agua parece un altar a lo vivaz, una especia de ideal al que aspirase todo lo viviente. La transparencia del agua es absoluta. Me detengo. Es como si la eternidad misma se concentrara en cada una de las gotas arrojadas al vacío.
La soledad del bosque contiene la mía propia, que se funde en la sugerencia del paisaje, en la totalidad de su expresión sin palabras. La ruptura de la cascada con el silencio facilita este trance. La naturaleza rezuma un sentir, pero es un sentir inabarcable, uno contenido en el elocuente silencio de estos bosques, pero uno que no puedo asimilar.
Hay una frustración que me impide fundirme con el paisaje. En nuestro presente devorador, el vertiginoso sistema que alimenta nuestras vidas está forjando un futuro que será el escenario de la tragedia de muchos. Y aun así seguimos consumiendo una vida contra la vida misma. En el último año, la Crisis Ecosocial ha tenido gran importancia en mi vida. He atendido a cumbres, contribuido a la organización de la juventud en la acción climática, he leído más que nunca, he escrito artículos y he dado conferencias, he sido entrevistado y, sin embargo, siento que no comprendo nada. ¿A qué me refiero cuando hablo de Crisis Ecosocial? ¿Cómo puedo hablar del drama de la deforestación si ni siquiera he sentido la dolorosa letanía de los árboles cayendo uno tras otro? ¿En qué se traducen todas las enunciaciones que repito constantemente? A veces siento que de manera inconsciente realizo el mismo discurso: el problema, los protagonistas, la urgencia y la necesidad de acción. Fin. He usado palabras y argumentos cuya dimensión y significado último no comprendo. Y eso me frustra. Me frustra hablar de la Crisis Ecosocial intuyendo únicamente el impacto de esta, pero sin la suficiente comprensión como para aportar algo significativo. Una frustración que ya sintetizó Sven Lindqvist: «Sabemos suficiente. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que necesitamos es el coraje de entender lo que sabemos y llegar a conclusiones».
Ahora, por fin, esa extraña conformidad ha desaparecido. Después de un año, siento la necesidad de comprender lo que he creído sabido. Dejar de hablar del planeta y comenzar a sentirlo. Es por ello por lo que me he adentrado esta fría mañana en el corazón del fiordo, para caminar con el planeta, para sentirlo.
¿CÓMO MEDIR NUESTRA DESMEDIDA?
Hacemos como que no pasa nada y lo que está pasando es la demolición del mundo.
JORGE RIECHMANN
La piedra rezuma humedad. Su eternidad permanece impasible al contacto con mi mano. Al desprenderla, no quedará ningún vestigio del contacto que tuve con ella. Tan pronto como mi mano se aleja de su superficie este contacto efímero se habrá terminado. Nadie sabe lo que estas piedras han visto. El vértigo por lo efímero, a que un momento acabe antes de lo deseado, a que nada prevalezca al paso del tiempo, nos repele, nos causa pavor. Esta náusea está detrás de las creaciones más complejas de la humanidad. La historia humana es, en parte, la huida de lo efímero.
En tiempos en que aún no éramos prisioneros de la historia, alguien posaría la mano en una piedra como ahora lo estoy haciendo yo. Pensaría, como ahora lo estoy haciendo yo, que otra persona habría posado su mano en esa misma piedra tiempo atrás y que ya nada quedaba de ese momento. Sintiéndose inundada por el vértigo se mostró reticente a despegar su mano de la piedra. Y, en su afán por evadir la mortalidad intrínseca al momento, a su propia existencia, decidió dejar constancia de que su mano había estado allí, de que había caminado en aquel lugar, de que había existido. Tras hacer acopio de lo que necesitaba para trascender, regresaría a la misma roca, la acariciaría y derramaría un pigmento ocre sobre su superficie siguiendo el contorno de la palma de la mano que era salpicada por lo que creía ser el propio umbral de la eternidad.
Al retirar la mano, sus pupilas debieron dilatarse en éxtasis. La huella ocre de su palma estaba plasmada en la roca. Había derrotado lo efímero del contacto entre su piel y la naturaleza, doblegando así el más angustioso de sus pesares. Había subyugado a la propia naturaleza que por tantas generaciones había sido diosa. La había rendido a su gusto, a su capricho, a su favor. Se sintió dios, pues sólo los dioses podían alterar la naturaleza y trascender las imposiciones biológicas.
Ese acto de vanidad dio origen a lo que hoy somos. Así es como me gusta imaginar el comienzo de nuestra desmedida, el comienzo del Antropoceno. Aquel placer de dejar huella, de modelar nuestro entorno a nuestro placer y sentirnos dioses ya no nos abandonaría jamás. Trascendiendo nuestras restricciones naturales creamos un punto de no retorno para nuestra especie y el planeta. Lo que aquel homínido jamás hubiera podido imaginar es que esa acción, dejar su mano impresa en la roca desnuda, era el origen de la huella ecológica.
Hoy, casi cuarenta y dos milenios más tarde, la humanidad se ha consagrado, según Dipesh Chakrabarty, como una fuerza geológica. No sólo hemos subyugado y metamorfoseado nuestro planeta a nuestro antojo, no nos ha bastado con dejar una huella imborrable en lo físico, sino que hemos inaugurado una nueva era geológica al antojo de nuestra ambición. Hemos creado el Antropoceno.
Antropoceno es un término popularizado por Eugene F. Stoermer y el premio nobel Paul Crutzen en el año 2000, aunque ya era utilizado décadas atrás por científicos como William Ruddiman. El Antropoceno designa la era geológica derivada de las desmesuras humanas. Las alteraciones más significativas de los ecosistemas a lo largo del globo y las alteraciones de los mecanismos reguladores del planeta han sido causadas de forma directa por nuestra especie. Pero el Antropoceno es más que una era geológica, es también un nuevo paradigma que nos ha llevado a cosificar la naturaleza, a desarraigarnos de lo salvaje, de lo vivaz. Un paradigma mediante el que hemos reducido a producto extraíble y explotable aquello de lo que somos parte: la naturaleza.
Puede parecer baladí, pero la noción de Antropoceno no es un fetiche filosófico o científico que poetice la realidad que vivimos. Se trata de uno de los cambios más drásticos que ha sufrido nuestro planeta. Nuestra ambición por dominar el paisaje del que somos parte, de poner a nuestro servicio cuanto nos rodea, ha desembocado en unas transformaciones profundísimas de los ciclos vitales de la tierra. Hemos alterado los procesos climáticos a tal velocidad y con tanta contundencia que todo lo viviente y lo no viviente se ha visto afectado por nuestra presencia. Hay suficientes evidencias científicas como para asegurar que la brutalidad de nuestras acciones ha llevado al planeta tierra a entrar en una nueva era geológica. Si no fuese real, bien podríamos calificar el Antropoceno como mitológico. Por desgracia no es mitológico, es tan brutal como real. Ni siquiera en el rincón más megalómano de nuestra mente cabría imaginar que fuésemos capaces de alterar los ciclos por los que se rige la propia vida en la tierra.
El Antropoceno es la consecuencia última de un proceso dominador cuyo alcance trágico llevábamos sufriendo décadas, pero que ahora es ya una realidad ineludible. Un proceso que ha desembocado en la urgente necesidad de, en contra de nuestros deseos más primitivos, borrar la huella que hemos dejado en el planeta, pues de continuar ahondándola causaremos el colapso del sistema que nos ha consagrado como fuerza geológica. El Antropoceno nos ha traído hasta una dicotomía, en palabras de António Guterres, donde «si no cambiamos urgentemente nuestro modo de vida, ponemos en peligro la vida misma». Si no somos conscientes de esto, de la magnitud del Antropoceno, no habrá esperanza. ¿Cómo recuperarla? ¿Tendremos que replantear nuestra existencia misma, asumiendo su naturaleza efímera, para abandonar el deseo de dejar huella?