Czytaj książkę: «Tuareg»
Tuareg
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novelas | Colección:
Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Tuareg
Primera edición: 1980
Reedición actualizada y revisada: Septiembre 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18811-10-4
Impreso en España
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A mi padre
«Alá es Grande. Alabado sea».
–Hace ya muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado mi hermano menor, y aunque tres días de camino separaban mi «jaima» de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor, pues como he dicho, era joven y fuerte, y nada espantaba mi ánimo.
–Había llegado el anochecer del segundo día cuando encontré un campo de muy elevadas dunas, a media jornada de marcha de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y subí a una de ellas intentando avistar un lugar habitado en el que pedir hospitalidad, pero sucedió que no distinguí ninguno, y decidí por tanto detenerme allí y pasar la noche guardado del viento.
–Muy alta debiera haber estado la luna, si para mi desgracia no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando me despertó un grito tan inhumano que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa del pánico.
–Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la Tierra con sus aullidos.
–Pero he aquí que de improviso sentí que escarbaban en la arena y al poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo advertí sucesivamente en cinco o seis lugares diversos, mientras los desgarradores lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.
–No acabaron aquí mis tribulaciones porque al instante escuché una respiración fatigosa, me tiraron puñados de arena a la cara, y que mis antepasados me perdonen si confieso que experimenté un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismísimo «Saitan», el demonio apedreado, me persiguiese. Y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que el sol me alumbró, y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.
–Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi noche de terror, y al contarla al amor de la lumbre, tal como ahora os la estoy contando, un vecino me dio la explicación a lo que me había ocurrido, y me contó lo que su padre le había contado. Y dijo así: «Alá es grande. Alabado sea».
–Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos poderosas familias, los Zayed y los Atman, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y de otros había sido vertida en tantas ocasiones que sus vestiduras, e incluso su ganado, podrían haberse teñido de rojo de por vida. Y sucedió que habiendo sido un joven Atman el último caído, estaban estos ansiosos de venganza.
–Ocurría también que entre las dunas donde tú dormiste, no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, acampaba una «jaima» de los Zayed, pero en ella habían muerto ya todos los hombres y tan solo se encontraba habitada por una madre y su hijo, que vivían tranquilos, ya que incluso para aquellas familias que tanto se odiaban, atacar a una mujer seguía siendo algo indigno.
–Pero ocurrió que una noche aparecieron sus enemigos, y tras maniatar a la pobre madre que gemía y lloraba se llevaron al pequeño con el propósito de enterrarlo vivo en una de las dunas.
–Fuertes eran las ligaduras, pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de madre, y la mujer logró romperlas, pero cuando salió al exterior ya todos se habían ido y no distinguió más que un infinito número de altas dunas, por lo que se lanzó de una a otra escarbando aquí y allá, gimiendo y llamando, sabiendo que su hijo se asfixiaba por momentos y ella era la única que podía salvarlo. Y así le sorprendió el alba.
–Y así siguió un día, y otro, y otro, porque la Misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura para que de este modo sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres.
–Y nunca más volvió a saberse de aquella infortunada mujer, y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y aún continúa con su búsqueda y sus lamentaciones, y cierto debe ser, ya que tú, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.
–Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu viaje, y que ahora te reúnas aquí, con nosotros, al amor del fuego.
–«Alabado sea».
Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente volviéndose a los más jóvenes, aquellos que escuchaban por primera vez la antigua historia, y dijo:
–Ved cómo el odio y las luchas entre familias a nada conducen más que al miedo, la locura y la muerte, y cierto es que en los muchos años que combatí junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del norte, los Ibn-Azíz, jamás vi nada bueno que lo justificase, porque las rapiñas de unos con las rapiñas de otros se pagan y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que como una van arrastrando nuevos muertos, y las «jaimas» se quedan vacías de brazos fuertes y los hijos crecen sin la voz del padre.
Durante unos minutos nadie habló pues se hacía necesario meditar sobre las enseñanzas que contenía la historia que el anciano Suílem acababa de contar, y no hubiera resultado correcto olvidarlas al instante pues para eso no valía la pena molestar a un hombre tan venerable que perdía horas de sueño y se fatigaba por ellos.
Al fin, Gacel, que había escuchado ya docenas de veces aquel viejo relato, indicó con un gesto de las manos que era hora de que todos se retiraran a dormir y se alejó solo, como cada noche, a comprobar que el ganado había sido recogido, los esclavos habían cumplido sus instrucciones, su familia descansaba en paz, y reinaba el orden en su pequeño imperio constituido por cuatro tiendas de pelo de camello, media docena de «sheribas» de cañas entretejidas, un pozo, nueve palmeras y un puñado de cabras y camellos.
Luego, también como cada noche, ascendió despacio hasta la alta y dura duna que protegía su campamento de los vientos del este y contempló a la luz de la luna los restos de ese imperio: una infinita extensión de desierto, días y días de marcha a través de arenas, rocas, montañas y pedregales en los que él, Gacel Sayah, reinaba con dominio absoluto, pues era el único «inmouchar» allí establecido, y era, también, dueño del único pozo conocido.
Le gustaba sentarse sobre aquella cima a dar gracias a Alá por las mil bendiciones que a menudo arrojaba sobre su cabeza: la hermosa familia que le había proporcionado, la salud de sus esclavos, el buen estado de los animales, los frutos de sus palmeras, y el supremo bien de haberle hecho nacer noble dentro de los nobles del poderoso pueblo del Kel-Talgimus, el «Pueblo del Velo», los indomables «imohags», a los que el resto de los mortales conocían por el apelativo de tuaregs.
Nada había al sur, al este, al norte o al oeste: nada que marcase límite a la influencia de Gacel «el Cazador», que había ido alejándose poco a poco de los centros habitados, para establecerse en el más lejano confín de los desiertos, allí donde podía sentirse por completo a solas con sus animales salvajes, addax fugitivos que acechaban durante días en la llanura; muflones de las altas montañas aisladas entre grandes mares de arena; asnos salvajes, jabalíes, gacelas, e infinitas bandadas de aves migratorias.
Había huido Gacel del avance de la civilización, de la influencia de los invasores y del exterminio indiscriminado a las bestias de las arenas, y sabida era, en toda la extensión del Sáhara, que la hospitalidad de Gacel Sayah no tenía igual de Tombuctú a las orillas del Nilo, aunque su furia solía abatirse sobre las caravanas de esclavos y los «cazadores locos» que osaban adentrarse en su territorio.
–Mi padre me enseñó –decía– a no matar más que a una gacela aunque la manada huya y cueste luego tres días alcanzarla. Yo me repongo en tres días de marcha, pero nadie devuelve la vida a una gacela muerta inútilmente.
Gacel fue testigo de cómo los «franceses» extinguieron a los antílopes del norte, a los muflones de la mayor parte del Atlas, y a los hermosos addax de la «hamada», al otro lado de la gran «sekia» que fuera miles de años atrás río caudaloso, y por ello había elegido aquel rincón de llanuras pedregosas, arenas infinitas y montañas hirientes, a catorce días de marcha de El-Akab, porque nadie más que él ambicionaba la más inhóspita de las tierras del más inhóspito de los desiertos.
Habían quedado definitivamente atrás los tiempos gloriosos en los que los tuaregs asaltaban caravanas o atacaban aullando a los militares franceses, y habían pasado igualmente los días de rapiña, lucha y muerte corriendo como el viento por la llanura, orgullosos de su sobrenombre de «bandoleros del desierto» y «amos» de las arenas del Sáhara desde el sur del Atlas a las orillas del Chad. Se olvidaron también las guerras fratricidas y las algaradas de las que los ancianos guardaban tan grata y lejana memoria, y aquellos eran los años del ocaso de la raza «imohag» porque algunos de sus más valientes guerreros conducían camiones para un patrón «francés», servían en el Ejército regular o vendían telas y sandalias a turistas de chillonas camisas.
El día que su primo Suleimán abandonó el desierto para vivir en la ciudad, decidido a transportar ladrillos hora tras hora, sucio de cemento y cal a cambio de dinero, Gacel comprendió que tenía que huir y convertirse en el último de los tuaregs solitarios.
Y allí estaba, y con él su familia, y gracias daba a Alá mil y una veces, pues en todos aquellos años, tantos que ya había incluso perdido la cuenta, ni una sola noche, allá, a solas en lo alto de su duna, se arrepintió de la decisión tomada.
El mundo había vivido en ese tiempo extraños acontecimientos de los que le llegaban muy confusos rumores a través de esporádicos viajeros, y se alegró de no haberlos visto de cerca, pues las viejas noticias hablaban de muerte y guerra; de odio y hambre, de grandes cambios cada vez más acelerados; cambios de los que nadie parecía sentirse satisfecho y que no auguraban nada bueno tampoco para nadie.
Una noche, sentado allí mismo, contemplando las estrellas que tantas veces los guiaron por los caminos del desierto, descubrió de pronto una nueva, fulgurante y veloz, que surcaba el cielo, decidida y constante, sin el vuelo alocado y fugaz de las estrellas errantes que caían de pronto a la nada. Se le heló por primera vez de terror la sangre, pues nada existía en su memoria ni en la memoria de sus antepasados, la tradición o las leyendas, que hablara de una estrella así, que regresaba siguiendo idéntica ruta noche tras noche y a la que se unieron en años sucesivos otras muchas hasta constituir una auténtica jauría corredora que venía a turbar la antigua paz de los cielos.
Qué significado tenían, jamás pudo saberlo. Ni él, ni el anciano Suílem, padre de casi todos sus esclavos, tan viejo, que su abuelo lo había comprado, ya hombre, en Senegal:
–Nunca corrieron las estrellas como locas por los cielos, amo –dijo–. Nunca, y eso puede significar que el fin de los siglos se aproxima.
Preguntó a un viajero, que no supo darle respuesta. Preguntó a un segundo, que aventuró dudoso:
–Creo que es cosa de los «franceses».
Pero no quiso admitirlo, porque aunque mucho oyera hablar de los adelantos de los franceses, no les creía tan locos como para perder su tiempo en llenar aún más de estrellas el cielo.
«Debe tratarse de una señal divina –se dijo–. La forma con que Alá quiere indicarnos algo, pero... ¿qué?».
Trató de buscar una respuesta en el Corán pero el Corán no hacía mención a estrellas fugaces de matemática precisión, y con el tiempo se habituó a ellas y a su paso, lo cual no quería decir que las olvidase.
En el límpido aire del desierto, en la oscuridad de una tierra sin una sola luz en cientos de kilómetros a la redonda, se tenía la impresión de que las estrellas descendían hasta casi rozar la arena, y Gacel extendía a menudo la mano como si realmente pudiera tocar con las puntas de sus dedos las parpadeantes luces.
Dejaba pasar así un largo rato, a solas con sus pensamientos, y descendía luego sin prisas para echar una última ojeada al ganado y al campamento y retirarse a descansar al comprobar que, ni hienas hambrientas, ni astutos chacales amenazaban su pequeño mundo.
A la puerta de su tienda, la mayor y más confortable del campamento, se detenía unos instantes a escuchar. Si el viento no había comenzado aún a llorar, el silencio llegaba a ser tan denso que incluso hacía daño en los oídos.
Gacel amaba ese silencio.
Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el «inmouchar» Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda.
Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza.
Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole «R. Orab, el Cuervo», burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndolo en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas.
No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, «R.Orab» sería el único camello de este mundo capaz de llevarlo de regreso al campamento en la más oscura noche.
Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su «jaima» metiéndolo en la cama.
Los «franceses» aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan solo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico «imohag» sabía que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari purasangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento.
Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto y jamás pudieron dominar a los tuaregs, que en los tiempos de luchas y algaradas los derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento.
Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los «Hijos del Viento», tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos había sido su enemigo: la sed.
Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al «Pueblo del Velo», porque en realidad no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuaregs y sus meharis dominaban de punta a punta.
Los tuaregs eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara sin permiso de Francia.
Ese día, los «imohags», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.
Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia, la guerra y la libertad, habían desaparecido.
Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza».
Sin embargo, los «imohags» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan solo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.
Únicamente los tuaregs, y en especial los tuaregs solitarios, afrontaban sin miedo la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migratorias la esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.
Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.
El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «La Gran Caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.
Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.
Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido, como si hubiera sido solo un sueño.
Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg».
Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes para que desistieran en tan loco intento:
–Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto –decían–. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa...
Gacel ambicionaba tan solo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías» lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.
Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador», «inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.