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¿Es posible revivir un cerebro?Felipe Tapia

El joven Víctor Frankenstein dejó a su cariñosa familia en Ginebra para viajar a Alemania a estudiar en la universidad de Ingolstadt. Allí se maravilló con la anatomía y la fisiología humana. Pasó días y noches investigando en osarios y panteones, hasta que un día, según su propio relato, descubrió “el origen de la generación y la vida”. Y se sintió capacitado para “dar vida a la materia inerte”. Acometió entonces la tarea de crear un nuevo ser a partir de los restos que había recogido para sus experimentos. Trabajó día y noche de modo infatigable durante casi dos años. Y una desapacible madrugada de noviembre, bajo la mortecina luz de una vela vio “cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados”.

El nuevo ser medía casi dos metros y medio. “Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias”, relata el joven científico. “Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo”. Entonces, los sueños de gloria de Víctor dieron paso al horror. “¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?”. Para el doctor Frankenstein este experimento era un primer paso de una línea de investigación que culminaría en poder “devolver a la vida a aquellos cuerpos a los que la muerte había entregado a la corrupción”. Pero las cosas no salieron así. El engendro creado se convirtió en el comienzo de una historia de terror.

Mary Shelley publicó Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, cuando tenía veintiún años de edad. Considerada uno de los máximos exponentes de la novela gótica, esta historia parte con el deseo de un científico de poder dar marcha atrás a la muerte. En ese momento parecía una idea de ciencia ficción y, si bien, no es posible devolver la vida, el desarrollo de la ciencia sí ha permitido cambiar el momento en que el proceso del fin parece irreversible.

El instante en que el corazón se detiene ha sido considerado por siglos, y por distintas culturas, como el momento en que la vida se acaba. Pero los avances científicos demostraron que esta definición carecía de la precisión necesaria. El desarrollo de nuevas técnicas como la reanimación cardiopulmonar, la circulación extracorpórea, la ventilación artificial y el trasplante de órganos, probaron que la vida podía seguir adelante después de la detención momentánea del corazón.

Hoy en día se entiende a la muerte no como un evento puntual, sino como un proceso. Este momento puede comenzar, por ejemplo, con un paro cardiorrespiratorio, que se asocia a la falla secuencial e irreversible de los demás órganos del cuerpo y al cese, por ende, de las funciones biológicas del organismo. Para definir el momento exacto del fin de la vida, se buscó un punto de no retorno. El criterio más utilizado es el de “muerte cerebral”. Es el instante en que el proceso es irreversible y eso ocurre cuando cesa la actividad eléctrica del cerebro, lo que se asocia a una pérdida permanente de la conciencia y de los reflejos tronco-encefálicos. Sin embargo, una investigación reciente nos lleva a preguntarnos si la muerte cerebral es realmente el punto de no retorno.

Un equipo de científicos de la Universidad de Yale, Estados Unidos, desarrolló un mecanismo que permitió explorar los límites de la reversibilidad de la muerte cerebral, recuperando funciones en cerebros de animales varias horas después de su deceso y generando con ello un conjunto de nuevas preguntas éticas, legales y filosóficas.

Este estudio se basa en situaciones concretas en las que se pueden recuperar funciones cerebrales si se dan las condiciones correctas. Por ejemplo, la mantención de muestras de tejido cerebral animal, varias horas después de la muerte, en un laboratorio. En estudios clínicos recientes, se ha logrado recuperar tejido cerebral al restaurar el flujo sanguíneo hasta 16 horas después de un infarto; y hay casos en que la función cerebral se ha restablecido en pacientes varias horas después de que se haya detenido la circulación sanguínea tras sufrir una hipotermia severa.

Para probar su hipótesis, los investigadores diseñaron un procedimiento quirúrgico con un líquido de perfusión especial y un dispositivo de circulación al que llamaron BrainEx, que es una combinación entre una máquina de diálisis y una de circulación extracorpórea como las que se usan en cirugías a corazón abierto. Los estudios se realizaron utilizando cerebros de cerdos muertos obtenidos de la industria alimentaria, los cuales fueron transportados en hielo, procesados y conectados al sistema BrainEx cuatro horas después de la muerte del animal.

El procedimiento permitió aislar al cerebro junto a las principales arterias que lo proveen de sangre, las que también fueron conectadas al sistema BrainEx. Este contaba con un oxigenador arterial para reemplazar la función de los pulmones; un conjunto de bombas y un generador de pulso para movilizar el líquido de perfusión en reemplazo del corazón; y una membrana de filtración en lugar de los riñones.

El líquido de perfusión utilizado para reemplazar a la sangre contenía hemoglobina sintética para transportar oxígeno y dióxido de carbono; nutrientes y electrolitos, para alimentar a las células y permitirles funcionar; sustancias para proteger a las neuronas y ayudarlas a sobrevivir; y partículas para que el líquido pudiese ser visto en una ecografía.

Para poder comparar los resultados obtenidos con el sistema BrainEx, los investigadores dejaron al mismo tiempo otros cerebros (denominados de control) conectados a una perfusión con suero fisiológico, que no es más que agua con sal. La duración del estudio para cada cerebro estaba dada por el tiempo que se mantenían en buenas condiciones los cerebros de control, que fue un máximo de seis horas. Esto, sumado a las cuatro horas previas, daba un total de 10 horas desde la muerte de los cerdos.

Con el fin de evaluar la efectividad de este sistema, el primer paso fue determinar si los vasos sanguíneos cerebrales eran capaces de funcionar adecuadamente tras las cuatro horas de muerte y falta de sangre. Descubrieron que, al conectar el cerebro al sistema BrainEx, los vasos sanguíneos seguían funcionales y permitían un adecuado flujo de sangre desde las arterias principales hasta los capilares más pequeños y, además, podían responder a medicamentos, confirmando la funcionalidad de las células que los componen. Los cerebros de control, en cambio, mostraron un deterioro severo y pérdida de la función de los vasos sanguíneos.

El siguiente paso fue determinar si la estructura cerebral se mantenía tanto a nivel macroscópico como microscópico. Para ello utilizaron técnicas como la resonancia nuclear magnética y microscopía de fluorescencia, respectivamente. En ambos tipos de análisis se observó que tanto la anatomía general del cerebro como la estructura microscópica de las células que lo componen se mantuvieron de forma similar a la del animal vivo, y no se observó edemas (acumulación de líquido) u otros signos de daño, los que sí se vieron en los cerebros con suero.

También se advirtió que, con el sistema BrainEx, las neuronas mantuvieron su capacidad de generar y transmitir señales eléctricas, y de liberar neurotransmisores en las sinapsis. Las células gliales, que acompañan y ayudan a las neuronas, también mantuvieron su funcionalidad y se verificó en ellas una estructura microscópica y cantidad total similares a las del animal vivo. Incluso, un grupo particular de ellas pudo generar una respuesta inmune. En general, el cerebro mantuvo su actividad metabólica y la regulación de los niveles de electrolitos, confirmando la vitalidad de las células que lo componen.

Sin embargo, no se observó la reaparición de actividad eléctrica en el electroencefalograma, lo cual indica que a pesar de que las células cerebrales mantuvieron su actividad y sus características generales, no existió una recuperación del procesamiento y traspaso de información entre las distintas estructuras del cerebro. Si con este experimento hubiera reaparecido la actividad eléctrica, esto habría provocado una serie de cuestiones éticas que nunca antes había sido necesario considerar, pues se estaría “despertando” a un cerebro separado del cuerpo y de toda entrada de información sensorial. Ante esa eventualidad, los investigadores tenían a mano medicamentos para apagar cualquier señal cerebral que pudiese indicar una recuperación de la conciencia.

Esta es una tecnología que requerirá de más estudio y perfeccionamiento, pero eventualmente podría ser de gran utilidad para la comprensión de nuestro cerebro y para la búsqueda de nuevos tratamientos médicos, lo que abrirá nuevas preguntas éticas que hasta ahora solo se habían considerado en la ciencia ficción y en el terror gótico.

Este experimento nos recuerda lo sucedido tras el desarrollo de la reanimación cardiopulmonar y cómo el avance del conocimiento científico puede cambiar de manera rotunda lo que definimos como el “punto sin retorno”. Su desarrollo podría llevar a un siguiente hito que signifique llevar la definición del fin de la vida más allá de la muerte cerebral.

GLOSARIO:

Líquido de perfusión: utilizado en los experimentos científicos, es un líquido que se introduce de modo lento y continuado en los vasos sanguíneos, y que circula por el organismo o por algún órgano, en lugar de la sangre.

Células gliales o glías: son células del sistema nervioso que colaboran con las neuronas; les proporcionan los nutrientes necesarios para su funcionamiento; producen la mielina, sustancia que aísla y protege a las fibras nerviosas; y regulan la neurotransmisión y limpian los desechos, entre otras cosas.

Errar es humano y corregirlo… tambiénHernán Álvarez

Ensayo y error. Así parte esta historia. En 1941 tras una agotadora jornada de caza, el ingeniero suizo George de Mestral se quedó observando como cientos de pequeñas espigas se pegaron en su ropa y en el pelaje de su perro. Tomó una de las espigas y las estudió bajo el microscopio. Lo hizo una y mil veces. Quería descifrar la razón por la que se adherían a su ropa con tanta firmeza. Y se demoró varios años, intentos y fracasos hasta llegar a diseñar un cierre que simulaba los diminutos ganchos de las espigas. Probó con algodón, después con seda y, por último, con nylon tratado a alta temperatura. Fue recién en la medianía de la década de los cincuenta cuando el invento quedó patentado como Velcro. Diez años después ya se comercializaban 60 millones de metros en todo el mundo. La tenacidad de George de Mestral valió la pena. Y sus sucesivos errores, también…

Equivocarnos es parte de la vida. Y si miramos hacia atrás podemos darnos cuenta de que después de cometer un fallo nos moveremos con más cautela y con más atención. Motivados por el desconocimiento que existe sobre este tema, un equipo de la Universidad de Roma Foro Itálico, liderado por Donatella Spinelli y Francesco Di Russo, investigó cómo reacciona nuestro cerebro después de equivocarnos y qué mecanismos se activan para prevenir que cometamos una segunda falta. El estudio de los romanos fue de gran importancia, ya que la información conocida hasta ese momento solo se limitaba a precisar el mecanismo cerebral de detectar el error.

El proceso que realiza el cerebro cuando nos equivocamos se divide en etapas y, para graficarlo, lo pondremos en un contexto. Imaginemos que estamos en una reunión familiar y somos los encargados de servir los vasos. Luego de servir el primer vaso –un tercio de segundo después de realizar la actividad– nuestro cerebro comprueba si lo hicimos bien o mal. Supongamos que, en esta ocasión, lo hicimos bien. Sin embargo, al servir el segundo vaso cometemos un pequeño error y derramamos todo el contenido. De nuevo, un tercio de segundo después de realizada la actividad, el cerebro detecta que nos equivocamos. Es lo que llamamos el “ajuste post-error”, definido como la suma de ajustes neuronales que hace el cerebro para no volver a fallar. En nuestro ejemplo, sería poder volver a servir los vasos sin darles vuelta.

El experimento se realizó en una habitación acondicionada donde 36 voluntarios estaban sentados delante de un monitor. En esta pantalla se iban desplegando sucesivamente cuatro imágenes distintas, dos de las cuales, indicaban a los participantes que debían apretar un botón situado en el apoyabrazos de la silla. Había otras dos imágenes que advertían que no debían apretarlo. El grupo de imágenes se mostró al azar y tenían la misma probabilidad de aparecer. Además, para analizar el funcionamiento cerebral de los participantes, se utilizó un electroencefalograma para observar la actividad eléctrica del cerebro durante la realización de las tareas.

En el experimento se consignó que, después de cometer un error, se observaron tres tipos de resultados: la mitad de los participantes solo tuvo ese fallo; un tercio de ellos tuvo una segunda equivocación; y, uno de cada diez, registró más de dos errores. En los experimentos también se analizó el tiempo de reacción. Se trata del período que transcurre entre recibir una orden o decidir ejecutar una acción, y efectuar esa acción. Si volvemos a nuestro ejemplo del anfitrión de la reunión familiar, es el tiempo que demoramos entre que decidimos servir un vaso hasta que definitivamente lo hacemos.

Los resultados concluyeron que los tiempos de reacción después de equivocarse fueron mayores que los tiempos de reacción previos al fallo. Es decir, después de dar vuelta un vaso, nos demoramos más en llenar el siguiente. De esta manera, es posible concluir que después de equivocarnos el cerebro actúa de manera más conservadora, mostrando un enlentecimiento en los actos y una mejora en la precisión.

En los intentos posteriores al fallo, se verificó una baja de la preparación de la actividad motora que realiza el cerebro y, por el contrario, se consignó una mejora de la preparación cognitiva para ejecutar la misma acción. Esta mejora permite, al mismo tiempo, un mayor control desde el cerebro hacia las extremidades, en especial, en las áreas encargadas de planificar el movimiento.

Así, la baja de la actividad eléctrica del cerebro en el momento de la planificación motora posterior a cometer una falla produce una respuesta más lenta. ¿Cómo se manifiesta este mecanismo? En la práctica, nuestro cerebro se tomará su tiempo para evitar volver a equivocarse. Y esto lo hará todas las veces que sea necesario, independiente de la cantidad de veces que hayamos fallado.

Según este estudio, nuestro cuerpo está preparado para corregir un proceso cuando fallamos. En concreto, es nuestro cerebro el que comienza a hacer todas las modificaciones neuronales necesarias para no volver a fallar. Gracias al ajuste post error tendremos enormes posibilidades para seguir intentando la práctica de un deporte o el estudio de nuevas materias. Así que la próxima vez que cometamos un error o no nos resulte algo a la primera, no hay que desesperarse ni entrar en pánico, solo tenemos que confiar que en los siguientes intentos nuestro cerebro será el primero en ayudarnos.

Nacimiento después del nacimientoEvelyn Cordero

Los investigadores que las descubrieron aseguran que es como recorrer un país de punta a punta. Este es el complejo camino que hacen cientos de miles de neuronas muy pequeñas al interior del cerebro de un recién nacido. Y si bien es un camino de milímetros o centímetros, es una ruta que ha sorprendido al mundo de la ciencia. Este equipo ha llegado a concluir que existe desarrollo de nuevas neuronas (neurogénesis) con posterioridad al nacimiento de un lactante, una fase compleja que nunca antes se había llegado a probar y que podría marcar una diferencia a la hora de abordar algunos trastornos neurológicos.

Este hallazgo evidencia que el nacimiento de nuevas neuronas no finaliza en las etapas embrionarias como se creía. Por el contrario, es un proceso que continúa cuando el recién nacido empieza a relacionarse con el medio ambiente durante los primeros meses de vida.

El grupo de investigadores liderado por la doctora Mercedes Paredes y que convocó la colaboración de las universidades de Valencia y de California, logró demostrar la existencia de una migración masiva de nuevas neuronas desde el nacimiento, etapa en que el lactante empieza a interaccionar con su entorno. Dichos resultados fueron publicados en la revista Science y su importancia radica en que ponen de manifiesto una nueva etapa crítica para el desarrollo neuronal del ser humano, que comprende el periodo de lactancia, y que antes de esta investigación, no había sido esclarecida.

La neurogénesis es el proceso mediante el cual se desarrollan nuevas células neuronales a partir de células madre o progenitoras. Este proceso se encuentra más activo durante la etapa embrionaria y gracias a él nuestro encéfalo en crecimiento se nutre de células especializadas que luego nos van a permitir ver, oír, sentir, pensar, hablar, amar… todo lo que nos hace esencialmente humanos.

¿De qué se trata esta migración a la que alude la investigación? Este movimiento de jóvenes neuronas parte en las paredes ventriculares del cerebro, desde donde se organizan en cadenas para atravesar el complejo entramado neuronal del recién nacido para instalarse mayoritariamente en el lóbulo frontal. Es aquí, en el lóbulo frontal, donde estas jóvenes neuronas maduran y ayudan a incrementar su tamaño y complejidad. Es el lóbulo frontal, región del cerebro que se ha desarrollado mucho en nuestra especie en comparación con otras, el encargado de almacenar y procesar información, concentrar funciones ejecutivas y otras tantas claves para el aprendizaje.

Los investigadores determinaron que la neurogénesis postnatal produce neuronas fundamentalmente de tipo inhibitorias, que representan casi el veinte por ciento del total de células de la corteza cerebral. Nuestro cerebro tiene neuronas inhibitorias y excitatorias. Las neuronas inhibitorias son las encargadas de modular la actividad eléctrica de sus neuronas vecinas, reduciendo la posibilidad de producir un potencial eléctrico, que es la forma en que las neuronas se comunican. Las excitatorias, por su parte, tienen un efecto opuesto, es decir, aumentan la probabilidad de producir un potencial eléctrico. De esta manera, las neuronas inhibitorias actúan sobre sus vecinas disminuyendo la posibilidad de que estas se activen y, por lo tanto, se comuniquen con otras neuronas. Nuestro cerebro requiere un balance de ambos tipos de neuronas.

Para la doctora Paredes y su equipo, esta migración neuronal podría explicar el gran volumen del lóbulo frontal de los humanos, muy considerable ya en el momento de nacer.

Pero, ¿cómo lograron llegar a este importante descubrimiento? Los investigadores usaron tejido cerebral obtenido de donantes lactantes a las pocas horas de fallecidos. Dichos tejidos fueron marcados con fluorescencia, un tipo de marcador molecular que permite que las células migratorias inmaduras brillen, lo que permitió observar su origen y su ruta. De esta manera, los investigadores lograron ver cómo estas neuronas se desplazaban en grupos –formando las cadenas antes mencionadas– e incluso vieron cómo algunas de ellas se separaban para migrar por sí solas hasta llegar a su destino final. Estos movimientos migratorios neuronales suceden fundamentalmente durante los primeros tres meses de vida, aunque hay evidencia de que se siguen produciendo hasta alrededor de los siete meses. A los dos años casi no se observan y a los seis años han cesado.

Además de detectar este desplazamiento neuronal, el grupo de investigadores identificó dos rutas de migración en lactantes que ya habían comenzado durante el desarrollo embrionario. Estas dos vías parten de la misma región: unas estructuras llamadas eminencias ganglionares, que son núcleos o grupos neuronales presentes en estados embrionarios de desarrollo del cerebro y que posteriormente, en un cerebro maduro, dan origen al complejo amigdaloide, también conocido como amígdala (responsable del procesamiento emocional). Una de las rutas migratorias se dirige hacia los bulbos olfatorios (unido a la base del lóbulo frontal) que se asocian a la detección, discriminación y filtrado de olores, entre otras funciones. La segunda ruta migratoria se movilizó hacia la corteza prefrontal ventral (superficie más externa de la base del lóbulo frontal), estructura que tiene un rápido acceso a la información visual y, en consecuencia, es capaz de reaccionar ante los eventos visuales tanto positivos como negativos.

La naturaleza dinámica del lóbulo frontal en las etapas de lactancia pone de manifiesto la necesidad de acentuar los cuidados del lactante, ya que lesiones en esta zona durante esta etapa que se considera crítica, podrían afectar al reclutamiento neuronal provocando desórdenes neurocognitivos y sensoriomotores tales como epilepsia, parálisis cerebral, entre otros.

Este estudio confirma que los primeros meses de vida, cuando un infante empieza a interactuar con el medio ambiente, son cruciales para el desarrollo del cerebro, ya que corresponde con el desarrollo de funciones cognitivas más complejas. En particular, esta investigación nos ayuda a entender qué es lo que hace que el desarrollo cerebral humano sea tan único y, sobre todo, releva la importancia de los cuidados y de la estimulación infantil durante los primeros meses de vida.