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Ligeros de equipaje
Cuentos de viajes y viajeros
Prólogo
Dise Cees Nooteboom, el escritor holandés que ha hecho del viaje el tema de sus escritos, que éste siempre es hacia uno mismo. “Viajar en solitario es conocerse a uno mismo”. El que viaja se enfrenta a lo otro, a los otros y todo ello opera como una lente para mirarse. El viaje ofrece las preguntas que uno no se ha hecho. Ni siquiera puede saber cuáles son. Claramente viajar, no en el tour que guía y protege, pero aun en ése, es salirse de la zona de confort, de lo habitual, del ámbito conocido. Se puede viajar en la propia ciudad de residencia, en el barrio mismo, o ir al Ártico. Porque el viaje, siendo desplazamiento, es lo que más cerca nos coloca de nosotros mismos, en un diálogo íntimo y refrescante donde nos preguntamos quiénes somos.
La crónica de viaje ha sido un género ampliamente cultivado en varias tradiciones. Bien sabemos que la conquista de México, el nuevo mundo, azuzó asombro de expedicionarios, conquistadores, evangelizadores y viajeros de muchas nacionalidades. La crónica, a diferencia del cuento, pretende un recuento preciso y apegado a lo visto, desde la experiencia y contexto del que se enfrenta a la novedad, e intenta nombrar para su entorno lo nuevo. Los viajeros al nuevo mundo fueron los primeros que hicieron literatura de viajes. Sin duda es intrigante la descripción, por ejemplo, del ajolote que hace Francisco Hernández en su Historia Natural de la Nueva España —“tiene vulva como la de la mujer”—, ya que, siendo una estampa, parece una pieza de minificción (ha sido recogida en algunas antologías y bestiarios). Sabemos que el propio Cortázar hizo del ajolote, esa especie anfibia endémica de México, el asunto del cuento que lleva su nombre: “Axolotl”.
La línea entre la crónica y el cuento puede ser fina (tan fina como nos lo mostró Carver en su memorable “Tres rosas amarillas”, cuando la crónica de la muerte de Chejov se transforma en un cuento estilo chejoviano que rinde homenaje al escritor ruso). En el cuento hay un asunto, y el personaje está en conflicto frente a éste. Por su intención literaria, rebasa la anécdota y es provocador y sugerente, nos enfrenta, como el viaje mismo, a nuestra condición. El viaje, por su naturaleza de novedad y de situación fuera de la rutina, es tema recurrente en el cuento desde muchas tradiciones. El cuento incluso puede revelar que el viaje no necesita el traslado en el espacio; la pieza canónica de Alejo Carpentier, “Viaje a la semilla”, nos muestra que es posible, desde una casa en demolición, asistir al espectáculo del tiempo en sentido inverso y ver el terreno vacío antes de que la casa en escombros fuese construida.
Ante el reto de viajar por miradas literarias diversas, convocamos a algunos escritores mexicanos a participar en esta reunión de cuentos sobre viaje. Y para nuestro halago y sorpresa, sumándonos los abajo firmantes con nuestras propias miradas, hemos llenado el cupo del barco que ahora zarpa con estilos, propuestas, recorridos urbanos, náuticos, en trenes, por geografías locales y extranjeras, para azuzar nuevas preguntas y curiosidades.
El viaje ocurre todos los días, como es claro en el cuento “Un tatuaje” de Ana Clavel, pero el viaje no siempre es el mismo. La tira de estaciones de una línea de metro en la Ciudad de México, en la que se concentra la viajante y tatuadora, enfatiza el reptar de una mirada por la belleza misteriosa de su cuello ilustrado. Como en todo viaje, al descender del vagón no somos los mismos. O tal vez nunca podamos descender del vagón cuando un viaje se vuelve pesadilla, y el tiempo se trastoca como en el cuento “Antesala” de Rosa Beltrán, que ha asimilado la indeleble herencia de Arreola en “El guardagujas”, y nos queda claro el espíritu del viaje y la amenaza de la negrura cuando la protagonista, angustiada por el sol y la inmovilidad, se pregunta: “¿y si los misterios del viaje no hubieran existido más que en la ilusión de los que han relatado sus viajes?”
En el relato “Sin ella no hubiera regresado”, Edmée Pardo cuenta la travesía de la protagonista y sus dos sobrinos en ascenso al Everest. La montaña es el reto al que atender y sobrevivir, lo más importante. El famoso mal de montaña ofrece una lección única y brutal. Lo inesperado, que siempre es acicate del viaje, no sólo aparece en el organismo enfrentando condiciones de altura donde los pulmones y el cuerpo deben adaptarse, sino en las decisiones y la zozobra emocional, en la rasgadura más fina.
Estas decisiones también se dan en un andén. Una estación de tren es parte sustancial de un recorrido, es el contrapunto del movimiento: lugar de llegada, lugar de partida. Allí ha ido, semana a semana, la mujer de Feliciano a esperarlo después de dos años de prisión en España por alguna razón desconocida. Allí lleva al bebé que no es de él. Evocando Casablanca o “Eveline” de Joyce (por cierto, citado por Clavel), en “Dolorosa” Abascal Andrade nos acerca a la decisión despiadada que debe tomar la protagonista.
El monólogo interior es —en ocasiones— el heraldo de la nostalgia, parece decirnos Mónica Lavín con su cuento “El sombrero negro”. Un presente que es pasado, un país distante, distinto. Un encuentro que se alarga en la memoria, que permanece y que regresa en esta historia narrada desde la solidez y elegancia de una escritura madura.
Con un ritmo trepidante y poético, Edson Lechuga nos acerca a su historia hasta hacernos rozar a los personajes en el relato “De noche a sur” mientras nos presenta dos viajes paralelos, el de una relación sentimental y otro en el que cambia de escenario.
La rigurosa —por breve— extensión de los cuentos de Felipe Garrido es la argamasa para crear pequeñas catedrales independientes y sólidas, sorprendentes. Con asombrosos finales posados en atmósferas nítidas, este autor seduce desde la brevedad.
Eduardo Sabugal presenta un lugar encantador; un restaurante peculiar, casi críptico. La ambientación creada por una espléndida pragmatografía es protagonista de un misterio que pareciera no conviene develar en el cuento “El famoso J. Cruz”.
Dos historias imbricadas que se complementan, dos momentos: la permanencia que desciende de la eternidad y un pasado/presente son los tempos en que sucede el cuento de Alberto Chimal, “Las ciudades latinas”, historia que algo tiene de Borges y de Calvino por lo maravilloso, algo también de Marco Polo y su asombro primigenio cuando deambulaba por las tierras del Gran Khan. Un viajero, la descripción de ciudades que se yerguen desde sus peculiaridades hacen de este cuento un memorable referente de la literatura de la imaginación que tan bien conoce y practica Chimal.
En el cuento “Malinalco: en la boca del inframundo”, la voz que nos pone al tanto, que nos informa y nos incomoda es la de un narrador, astutamente impertinente pero necesario. Omar Nieto nos muestra la realidad y, junto con los personajes que no quieren saber, sabemos y sentimos el peligro de vivir aquí, ahora.
Un ojo oblicuo deambula por Nueva York, por sus lugares emblemáticos, narra la vida, se mete en ella y coloca frente a nosotros la rutinaria novedad del viajero que ve y comparte. Marco Tulio Aguilera Garramuño describe con precisión un encuentro con la ciudad más famosa del mundo, en el cuento “Nueva York a pie”.
Rozar el peligro, una noche de parranda, la alegría juvenil que se congela y se detiene en seco. La fortuna y la desgracia siempre caminan pegaditos, nos dice con precisión Raquel Castro en su cuento “Algo va a suceder”.
Ella se siente atraída por él, mucho, aunque sea ajeno. Atraviesa un océano y en pleno invierno berlinés se miran y se palpan y se entregan. Ella regresa y él la alcanza, es verano en Oaxaca; un amor que no acaba de serlo, titubeos y diferencias, una conclusión abrupta y natural es la historia narrada por Paola Tinoco en “Berlín-Oaxaca”.
Con una suerte de conmiseración, de humor tan cáustico como gozoso, Jaime Muñoz Vargas nos acerca a situaciones vividas por muchos de nosotros. Escribir, hablar ¿para quién? Un itinerario de presentaciones librescas que comienza a recorrerse con entusiasmo y la realidad terca y franca va enfriando. “Tour en gris” nos deja con una sensación agridulce, la risa discreta y comedida ante las desavenencias infames del destino.
Mudar de escenarios, mudarse para continuar o para detenerse, para comenzar, para saber o para huir, estos quince cuentos nos señalan la vida que se mueve y lleva en su cresta azarosos encuentros, peculiares descubrimientos. Suba a estas historias, comenzamos el viaje, pero venga ligero de equipaje, cuando incursione por estas páginas irá llenando su maleta. Bienvenido a bordo.
Jorge A. Abascal Andrade
Mónica Lavín
Un tatuaje
Ana Clavel
Ana Clavel (Ciudad de México, 1961) es autora de los libros de cuentos: Fuera de escena (1984), Amorosos de atar (1992), Paraísos trémulos (2002), del volumen de cuentos reunidos Amor y otros suicidios (2012), del libro de minificciones CorazoNadas (2014) y de las novelas Los deseos y su sombra (2000), Cuerpo náufrago (2005), El dibujante de sombras (2009), Las Violetas son flores del deseo (2007), y El amor es hambre (2015). Su novela más reciente es Breve tratado del corazón (2019).
Es autora del libro de ensayos A la sombra de los deseos en flor. Ensayos sobre la fuerza metamórfica del deseo (2008), de Las ninfas a veces sonríen (2013) y de Territorio Lolita (2017).
Sus libros han dado origen a proyectos multimedia que conjuntan video, fotografía, instalación, intervención artística y performance, los cuales pueden consultarse en: www.anaclavel.com.
Ella volvió su rostro pálido hacia él,
pasivo, como un animal desamparado.
“Eveline”, J. Joyce
Entre ella y Martín bajaron la cortina metálica del local de tatuajes. Después de colocar los candados, echaron a andar por la calle de Brasil, que aún bullía de gente por ser sábado. Era una noche cálida, así que los vendedores de los Portales de Santo Domingo se abanicaban con los folletos y muestras de invitaciones que ofrecían a los paseantes, deseosos de convertirlos en los últimos clientes del día. Varios negocios habían cerrado pero otros mantenían su luz fluorescente sobre mercancías inútiles pero llamativas: adornos, lámparas de papel, bisutería, muñecas, ratones de cuerda. Los lugares de comida rápida con sus televisores silenciosos seguían atrayendo gente que se perdía en una contemplación bovina entre ver y masticar. Del “Salón Madrid” escapaban acordes de la Banda el Recodo que alguien del interior había puesto a sonar en una rocola, cuando Martín le pidió que se detuvieran a comprar una botella de agua. Entraron a una miscelánea. La chica que cobraba le dijo a Martín que le gustaban los tatuajes de huesos que traía en ambos brazos, como si su esqueleto se transparentara en esas partes del cuerpo. Él le respondió que cuando quisiera le hacía uno con rebaja especial por ser de negocios vecinos. Ella contestó:
—Pero no de huesos. Uno de flores como el de tu amiga —se refería al que traía Alina en el cuello y que se extendía hacia atrás de su oreja izquierda. Alina sonrió y se acercó a la dependienta, casi de su edad. Estiró el cuello para que pudiera apreciarlo mejor.
—Si te fijas bien, hay una calavera en el centro de la flor —le dijo. La dependienta lanzó una exclamación de sorpresa y agrado.
No hicieron otra parada hasta llegar al metro Zócalo. Apenas alcanzaron la zona de maquetas que representaba las pirámides de la antigua Tenochtitlán, se despidieron. Iban en direcciones opuestas: Martín a Iztapalapa y Alina al Toreo. Él dijo:
—Nos vemos el lunes. Me saludas a Juan.
—Claro, yo le digo. Buen fin de semana —contestó ella.
Descendió al andén poblado de gente que regresaba a sus casas con el cansancio de un día de compras y trajín en el Centro. Un grupo de jóvenes mestizos con paliacates en la frente y camisetas que dejaban ver sus brazos curtidos y correosos bromeaban entre sí y se pasaban uno a otro una efigie de San Judas Tadeo de casi medio metro. La distrajo un mensaje en su celular. Era de Juan preguntándole cuánto tiempo tardaría en llegar al lugar convenido para recogerla. Se aprestó a contestarle que iba para allá. “Pero hay mucha gente, el metro no pasa y el calor está que arde…”, terminó de escribir justo antes de que el convoy arribara con su sonido desfogado.
Cuando entró al vagón traía en mente el recuerdo de Juan. Su barba suave, sus manos de diseñador, la loción de maderas que se ponía en el pecho y las axilas, siempre fresca y aromática por más que sudara. Llevaban poco más de un año viviendo juntos. En unos meses viajarían a un congreso de tatuajes en Atlanta. Varios de los diseños que Alina probaba con sus clientes, y que le habían ganado cierta fama entre los tatuadores del Centro, eran de Juan. Dragones escamados, hadas estilizadas, flores de un jardín de las delicias inusual. De hecho, el tatuaje que llevaba en el cuello, la flor que guardaba una calavera entre sus pétalos fragantes de color, la había diseñado él.
Apenas traspasar las puertas automáticas se desocupó un par de lugares y pudo acomodarse. Frente a ella iba sentada una señora con dos niños pequeños que dormían recargados uno en el otro. Un vendedor ambulante se abría paso ofreciendo pequeños ventiladores portátiles que ponía ante los rostros de los viajantes para demostrarles su efectividad. Cuando lo puso cerca de Alina, ella sintió la caricia del aire y no pudo evitar sonreírle al hombre en señal de agradecimiento. Tan pronto se alejó el vendedor, volvió a respirar el aire caliente del vagón cargado de olores. Observó que la mayoría de los pasajeros llevaban ropas ligeras por donde se asomaban cuellos, brazos, piernas sedientas de frescura, pieles que exhalaban un vaho de humanidad demasiado orgánica. Los niños dormidos, con sus caritas suavizadas por la laxitud del sueño, tenían los cabellos mojados por el sudor. Le pareció que uno de ellos, el más pequeño, se incomodaba dormido porque frunció el ceño y se talló la nariz molesto, como negándose a respirar. Desvió la mirada a los otros viajeros que tenía enfrente y descubrió de pronto, en sus rostros cansados y sudorosos, una señal inequívoca de desagrado.
Fue sólo entonces que se percató del olor aquel, rancio, a humedad reconcentrada. Con el rabillo del ojo percibió al hombre que tenía a su lado. A diferencia del resto, llevaba un traje oscuro de tela gastada que brillaba por el uso. Las manos nudosas salían de las mangas y mostraban una piel cetrina y opaca. También reparó en que el hombre era delgado y que su cabello perfectamente peinado era grasoso y ralo. Todo esto descubrió sin necesidad de mirarlo directamente. Como también supo que ese olor desagradable que todos percibían, y que ella acababa de identificar, emanaba de él, de sus ropas, de sus poros, de sus pliegues. Un olor que hurgaba en la memoria desconocida de cosas oscuras y secretas. Estuvo a punto de levantarse aunque todavía le faltaran varias estaciones antes de llegar a su destino. Fue una reacción instintiva que sólo controló el temor de exhibir su rechazo, una especie de pudor por la vergüenza del otro. En su oficio de tatuadora se había acostumbrado al olor de las pieles de sus clientes, una esencia mezclada de resabios animales que la alimentación y las emociones podían intensificar. También estaban los olores minerales de las tintas, concentraciones de una pureza inusual para el olfato humano que podían llegar a la pestilencia. Pero aquello que ahora respiraba excedía su tolerancia. Se llevó una mano al cuello, ahí donde florecía el tatuaje que llevaba expuesto, como para evitar que aquel olor la contaminara.
Echó un vistazo a la tira de estaciones y contó las que aún tenía por delante. Al hacerlo, descubrió en el cristal de la ventana los ojos del hombre que estaba a su lado. La miraba expectante, como si supiera que en cualquier momento ella se levantaría, alejándose, huyendo de él. Sentirse observada la abrumó todavía más. Desvió la mirada y la concentró en el pequeño que dormía recargado en el hermano. El calor no dejaba de humedecer los cuerpos. Seguramente intensificaba y reconcentraba el olor, aquel olor. Sintió sed y se arrepintió de no haber aceptado la botella de agua cuando Martín se compró la suya. Comenzó a adormecerse con el vaivén pero se obligó a permanecer alerta: no deseaba que un movimiento súbito del convoy la acercara más al hombre de traje. O que, dormida, se le aflojara el cuerpo y llegara a tocar la tela o la piel de donde provenía el olor.
De todos modos cayó en una especie de letargo. Se sujetó con una mano al asiento para evitar soltarse del todo. Pero el olor la invadía y la penetraba cada vez más. Tan sólo un parpadeo y el escenario había cambiado. Atisbó una habitación en penumbra, de paredes húmedas y sórdidas. En el fondo, un resplandor amarillento destacaba la figura del hombre de traje, ahora completamente desnudo salvo por unos papeles que traía pegados en el cuerpo. Sentado frente a un escritorio, recortaba fotos de mujeres de una pila de revistas y luego se las fijaba en la piel como si confeccionara un nuevo traje. A falta de pegamento, lamía los recortes y los aplicaba directamente sobre su torso, sus piernas, su vientre. Fue tal la repugnancia que le provocó la escena que Alina se llevó instintivamente una mano al cuello para proteger su flor. El gesto repentino provocó que el hombre la descubriera. Se aproximó a ella de un salto y el olor a rancio y a humedad se arremolinó en oleadas a su alrededor. Imposible respirar, pero imposible también apartar al hombre que ahora comenzaba a lamerla y tatuaba con restos de saliva su piel dócil y dispuesta. Sintió que su lengua ardía.
Un mensaje en los altavoces le anunció que había llegado a la estación de su destino. Echó una mirada y encontró que la mujer de los niños los había despertado y se aprestaban a bajar llorosos y de mala gana. Pero el hombre que había viajado a su lado ya no estaba. Seguramente había descendido en una estación anterior, sin embargo aún podían percibirse rastros de su olor en el aire contaminado. Alina se precipitó en los andenes como si quisiera dejar atrás el mal sueño.
Juan la esperaba en el área de taquillas. Tan pronto se reconocieron entre los ríos de gente, a ambos les brotó una sonrisa. Pero Alina además lo abrazó apenas lo tuvo cerca. Y al hacerlo aspiró de su cuello y su barba ese aroma fresco que así la rescataba. En efecto, el olor a rancio, a soledad reconcentrada, había desaparecido. Escuchó que Juan le decía:
—Vamos a casa, Alina.
Ella seguía sujeta a él, negándose a soltarlo.
—Vamos —insistió Juan.
Pero Alina se aferraba a su abrazo en una resistencia obstinada. Tenía los ojos cerrados y en esa penumbra momentánea había percibido que otro tatuaje se ramificaba en su interior, añadiendo pétalos oscuros a la flor cárdena de su propio corazón. No ya el olor aquel, sino su recuerdo de tinta indeleble.
Antesala
Rosa Beltrán
Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) es novelista, cuentista, ensayista, traductora, editora y fundadora de varias colecciones literarias. Es autora de las novelas: La corte de los ilusos (1995), El paraíso que fuimos (2002), Alta infidelidad (2006), Efectos secundarios (2011) y El cuerpo expuesto (2013). De los volúmenes de cuentos: Optimistas (2006) y Amores que matan (1996), y de los libros de ensayos América sin americanismos (1996) y Verdades virtuales (2019). Su publicación más reciente aparece en El edén oscuro, libro de crónicas sobre Acapulco. Sus cuentos aparecen en antologías de distintos países.
Publica en varias revistas y suplementos culturales en México y fuera del país. Colabora con la Revista de la Universidad de México, Laberinto y Gatopardo. Es co-conductora del programa Contraseñas en el canal 22. Es directora de Literatura de la unam y miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua.
www.rosabeltran.net
Twitter: @RosaBeltranA