Czytaj książkę: «Días bisiestos»
DÍAS BISIESTOS
AINHOA GONZÁLEZ DE ALAIZA | GUILLE BLANC
DÍAS BISIESTOS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2017
DÍAS BISIESTOS
© Ainhoa González de Alaiza
© Guille Blanc
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2017.
Editado por: ExLibric
c/ Cueva de Viera, 2, Local 3
Centro Negocios CADI
29200 Antequera (Málaga)
Teléfono: 952 70 60 04
Fax: 952 84 55 03
Correo electrónico: exlibric@exlibric.com
Internet: www.exlibric.com
Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.
Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o
cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno
de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida
por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,
reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización
previa y por escrito de EXLIBRIC;
su contenido está protegido por la Ley vigente que establece
penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente
reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica.
ISBN: 978-84-16848-89-8
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
AINHOA GONZÁLEZ DE ALAIZA | GUILLE BLANC
DÍAS BISIESTOS
Índice de contenido
Portada
Título
Copyright
Dedicatoria
29 Que os den
29 millones
29 aromas
29 conjuros
29 oportunidades
29 olvidos
29 sombras con sombrero
29 filigranas
29 canales
29 regresos
29 películas
A Goya y Pruden.
Y a mi pareja, sin cuya magia nada hubiera sido posible.
Muchas gracias.
29 Que os den
Marzo se desplomaba en lluvia mientras guardaba la cámara, chapoteando sin perder de vista el sendero de gravilla. La niebla lo había cubierto todo, desde las ramas bajas hasta los pies de los árboles. Una niebla terca, densa, agazapada, que amortiguaba los sonidos creando ecos ilógicos entre los apretados robles y las puntas de los cipreses. Adiviné por el olor a metal mojado que estaba cerca de la verja de entrada. El ruido de puertas de coches cerrándose lo confirmó.
Pocos paraguas. Pasos desconfiados, tanteando entre barro. Los rostros iban tomando forma al acercarse, formas muy distintas de las que recordaba. Faltaban algunos, otros eran nuevos. A los que conocía no los había visto en veinte años. Solo a Dositea, que nos había reunido allí en un día de perros: la abuela correosa, atrincherada, irónica hasta el sarcasmo. Un puñado de enemigos educadamente enlutados tratando de ver más allá del manto gris, del aguacero deshaciendo peinados y los zapatos embarrándose en negra tierra de cementerio. Propio de ella. Solo faltaba un rayo partiendo en dos algún roble añoso, o una granizada de las que agujerean paraguas.
Dositea tenía noventa y siete años flacos, afilados, lúcidos, traviesos y capaces. Años divididos entre una nieta a la que dejó de ver, un amante con fronteras y capa española al que había enterrado seis meses antes, y un interlocutor. Un amigo cómplice. Yo.
—Hace un frío espantoso —dijo una de las voces nuevas.
O enfermera solícita, o amor tardío, pensé al verla del brazo del hombre de blanca cabeza, el viejo león. Malhumorado como siempre, sin quitarle ojo a un trastornado plumilla con traje de albacea y aspecto ratonil. El cuero del portafolios se le mojaba miserablemente, al igual que los guantes y el bajo del pantalón. Parpadeaba tras las gafas llenas de lluvia paciente, eludía la mirada del patriarca que estaba evaluándonos a todos, o intentándolo. Ya no era imponente. Ya no les daba miedo. Como en las demás caras familiares, veinte años habían desnudado máscaras y conservado solo un boceto primitivo. Líneas maestras ya sin magia, el telón que baja igual que la niebla sitiadora. Capitán del barco fantasma, miró primero a su único hijo con un destello de decepción sin disimulo, sin detenerse en la rubia anodina que lo acompañaba desde un cuarto de siglo atrás. Continuó con hijas y acompañantes, donde había más variedad, ausencias y novedades. Finalmente parpadeó, incrédulo, atónito o colérico antes de levantar la voz como si estuviera en un campo de batalla.
Me gritaba a mí, al intruso, al hombre de la cámara que le sostenía la mirada mientras varias hijas solícitas con maridos o parejas renovadas lo rodeaban susurrando, rogándole calma, temiendo por su corazón. De eso no iba a morirse, era una vieja excusa para apuntalar su control absoluto y recordarle a la familia quien era el amo. Le tocó al desdichado plumilla explicar, como albacea, que él mismo me había citado según el expreso deseo de la difunta, puesto por escrito. Más susurros, miradas oblicuas. Hubiera preferido que me ignoraran, como lo hacía la hija con la que compartí años de vida sin pasar por el juzgado. Iba a ser mucha suerte, un melodrama manoseado en lugar de algo bastante más apocalíptico.
Por fin alguien sugirió que deberíamos movernos. Cinco minutos escasos hasta el panteón familiar donde ningún árbol engañaba al aguacero. El albacea, segundo marido de la segunda hija, carraspeó.
—No es aquí —dijo. El tiempo se detuvo—. Es ahí al lado, por favor, síganme.
Ahí al lado había un rectángulo modesto en apariencia, verde de hierba mojada, con una lápida. Nombre y apellidos. La lluvia destacaba en relieve lo recién tallado: “No vendréis muy a menudo, cabrones, ¡que os den!”. El resto era inevitable.
Dositea nació y murió un 29 de febrero. Lo de nacer había sido casual, la muerte no. La eligió con cuidado, con elegancia, discretamente. A su manera. Eso ya lo estaba diciendo el patriarca, sostenido firmemente por su enfermera o novia tardía, arropado por el enjambre de hijas devotas a medias y sus arrimados aguantando el chaparrón. Solo el primogénito y su sombra rubia, decente y ajada, seguían a pie quieto esperando justicia divina o migajas. Nunca se sabe.
Al menos el plumilla había mirado la previsión del tiempo y plastificado el documento que debía leernos. Dositea tuvo una hija. La esposa ya fallecida de quien ahora oía entre su fecunda prole la lectura.
Nadie hubiera imaginado siquiera que la sumisa, dulce y perfecta hija de Dositea terminaría divorciándose de su marido y llevándolo a los tribunales. A veces unos cuernos obran milagros. El albacea carraspeó: era voluntad de la difunta dejar a sus nietas y a su nieto las tres cuartas partes de su herencia. A su exyerno le deseaba buena suerte y buena memoria para recordar lo caro que sale ir de gallito a picar en corral ajeno. Tan caro como para no ver un céntimo. A Baldomero, su fiel amante, lo había hecho enterrar con ella en su misma sepultura. Y su casa era para el intruso, para mí. Con su agradecimiento por años de leal amistad.
Saqué la cámara de su bolsa. Hay imágenes que no pueden dejar de ser mostradas, incluso cuando no significan nada. Y oí un susurro, la voz ya tan olvidada de la hija primera.
—¿Fuiste tan amigo de mi abuela, o fuiste su amante?
—A ti te lo voy a decir.
29 millones
Habían salido del curro a tomarse unas cañas, entre cerveza y cerveza, al cruzar la calle se manifestó aquella administración de lotería. La jugada estaba clara: una buena primitiva para huir del empleo que les impedía lograr sus sueños. Si les tocaba el premio gordo habían prometido dejar el trabajo con una sonora fiesta en la oficina y el merecido corte de mangas a sus jefes.
Salva estaba deseando salir de casa de sus padres, Alicia quería viajar a la India y Gonzalo acabar su matrimonio con el banco por la hipoteca. Carmen, simplemente, soñaba con dejar el trabajo.
Seis números que estaban en el bombo como todos los demás y que podían salir o no. El resguardo quedó olvidado en un cajón hasta la mañana después de que se jugara. Alguien escuchó la radio y le sonaba que les había tocado, decidieron ir todos a cobrar, que siendo fin de mes un poco de dinero nunca venía mal. Algunos días después cifras de seis números se acomodaron en sus cuentas y prometieron reunirse cada 29 de febrero para celebrar el día en que les tocó, y brindar por la vida.
Montaron una fiesta de las que se recordarían en los mentideros de la oficina. Entre copa y copa se despidieron de sus compañeros y bromearon con sus jefes, los cuatro vieron en sus ojos reflejada la envidia de la nueva vida que ya habían comenzado.
Llegó el primer veintinueve, nadie apareció: el segundo la gente fue asomando con cuentagotas, el bar al que acudían había cerrado y en su lugar la novedad era un negocio cuyo nombre invitaba a tomar un té.
Carmen fue la primera. Dejó su bolso en la silla más cercana, pidió agua y a través de la ventana vio pasar a la gente. Había dejado el trabajo, disfrutó viajando con su marido y pasando tiempo con los suyos. La cosa empezó a torcerse al año de haber recibido el premio. La mitad la habían repartido entre sus hijos.
Benjamín, el más joven, tuvo problemas en los estudios y en su vida personal. Se le atragantaron varias asignaturas, su novia le dejó por su mejor amigo, y ya no encajaba en su grupo de colegas.
Pensó que duplicar su capital y tener más le traería la solución a todos ellos. Le quemaba el dinero en los bolsillos y se enganchó al juego online, no tenía que salir de su habitación y nadie le hacía pregunta alguna. Comenzó a pedir prestado a su madre y acabaron desapareciendo objetos de casa. Cuando él mismo entendió que tenía un problema, el dinero se había esfumado.
Los siguientes años fueron duros para todos, los problemas que Benja tenía, sacaron a la luz otros que había en la familia, algo que los unió en vez de separarlos.
Todavía en ocasiones, al recordarlo, se le empañaban los ojos. Para relajarse había ido a clases de patchwork, compartía el tiempo con otras personas y se sentía libre, le cogió tanto gusto que llenó su casa y las de su familia de telas y colores. Su creatividad y osadía la llevaron a convertirse en una experta y además de abrir su propia tienda, crear junto a compañeras un festival anual de patchwork en su ciudad.
Salva, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde, miró hacia ambos lados antes de cruzar. No había pasado ni un mes de haber ganado el premio y se mudó a un piso en el centro. Cerró con tristeza e ilusión la puerta de la casa donde había crecido. Durante un año se dedicó a hacer con sus amigos todo aquello que querían cumplir antes de que llegaran los temidos treinta.
Una bicicleta, un paso de peatones, lo cambiaron todo para siempre. Una salida de fin de semana, la gente habitual, confianza, una pelea entre amigos. No miró antes de cruzar a través de un carril bici, un ciclista se lo llevó por delante. Un mes en coma inducido, años de rehabilitación, desengaños y descubrimientos.
El dinero fue muy útil para adaptarse a su nueva vida: ya no eran las mismas calles, ni los mismos amigos, ni la misma rutina, ahora tenía cuatro ruedas y dos piernas. La fotografía y compartir su experiencia fue lo que le ayudó a seguir. Todavía a veces cuando visitaba los hospitales o asociaciones, se veía reflejado en los ojos de aquella gente que despertaba a una pesadilla. Una sonrisa, mucha seguridad y un par de bromas hacían que la situación se relajara y fuera sobre ruedas. Saludó a Carmen desde la calle y esta se levantó para recibirlo.
Alicia llevaba un rato en una esquina cercana al local vio llegar primero a Carmen y después a Salva, no le gustaba estar en un lugar concurrido. Tomó aire y se estremeció por un momento antes de entrar. Seis meses después de dejar el trabajo planificó el viaje. Se embarcó hacia la India, donó parte de su premio y su tiempo a una ONG que ayudaba a mujeres y niñas viudas. Aprendió y disfrutó de lo realmente importante.
En una de las muchas festividades religiosas se formó una avalancha en la que decenas de personas perdieron la vida y hubo al menos un centenar de heridos. Entre ellos Alicia, que nunca había vivido en su carne el permanecer enterrada en vida bajo seres humanos. Esta experiencia desencadenó un miedo a permanecer en lugares con demasiada gente, por lo que se planteó volver a casa. Todavía a veces le costaba no salir huyendo de lugares concurridos, algo con lo que tenía que convivir.
Creó una beca para que aquellas mujeres pudieran tener un futuro que a su vez revirtiera en sus compañeras. A veces algunas de ellas viajaban, le contaban los progresos y la animaban para que volviera a visitarlas ya que la echaban muchos de menos. Entonces ella sonreía, y pensaba que quizá en un futuro.
Entró y los saludó, en ese momento Gonzalo bajaba de un taxi, miró el móvil y después lo guardó.
Él y María celebraron por todo lo alto el fin del yugo de la hipoteca y el comienzo. Acabar con las ataduras financieras abrió la puerta de los sueños de ambos que ahora estaban más cerca. Gonzalo se apuntó a un curso de escritura creativa, después fue otro sobre monólogos, y así hasta una docena. Se presentó a algunos concursos y comenzó a rentabilizarlos. María había practicado el tiro al plato siendo más joven, lo dejó precisamente por la hipoteca. Ahora decidió retomarlo, con éxito. Cada uno siguió la senda de su pasión.
Noelia llegó por sorpresa, ninguno de los dos se lo esperaba, fue la alegría de sus padres pero por separado. Vendieron el piso que los había unido e iniciaron caminos diferentes. El ser padre soltero volvió a cambiar la vida de Salva, las musas se reconvirtieron y comenzó a escribir sobre temas que antes no conocía. Ahora era monologuista, papá bloguero, y youtuber.
Fue una reunión distendida y amistosa, se contaron sus aventuras y desventuras. De ella salió otra primitiva, cada cuatro semanas, otra más que siempre les daba para pagar las cañas, los tés y hasta alguna cena.
29 aromas
Ya es la cuarta vez que me intentan vender una picadora, una faja de esas que te convierten en morcilla de Burgos, y un aparato de gimnasia que la inquisición usaba para sus interrogatorios. Han salido dos cocineros, dos amas de casa, y gente encantada de que los torturen. La cuestión es que no tengo ganas de levantarme del sofá y menos de quitar la tele.
Del trabajo me han mandado a casa, me han dicho que no vuelva hasta que haya pasado al menos una semana. Así que aquí estoy una madrugada de miércoles, comiéndome la teletienda y acordándome de todos los muertos de mi vecina.
El problema está al otro lado del rellano, y me importa un bledo lo que digan, que ha sido un simple accidente. Estos inventores y publicistas desnaturalizados no han ideado nada que pueda solucionar mi angustia.
El no dormir es solo la consecuencia de un problema mayor que hace de mí una apestada, nunca mejor dicho. Huelo y lo sé, aunque quienes me rodean intenten disimular, observo sus caras entre pena y asco.
El terrible día, salí temprano con la idea de tomarme un café con Claudia y que me contara sus vacaciones. Yo llevaba preparada la última bomba de la oficina.
En una mano el bolso, en la otra un proyecto que teníamos que presentar aquella tarde, y las llaves en la boca. Nada más salir con el pie izquierdo doy con una mierda de perro: de ahí todo ha sido ir hacia delante y ahorrarme la mascarilla de yogur.
Entonces salía mi vecina a recoger los excrementos de su mascota, que tenía yo por tatuajes faciales. No veáis lo que cunden. La muy patética me ha cerrado la puerta y se ha descojonado para salir después y disculparse, seguida por el perro que quería lamerme.
No he tenido tiempo de escuchar sus disculpas y la he mandado nunca mejor dicho a la mierda, podía haberle prestado una poca de la que llevaba para que hiciera el viaje. Me he cambiado de ropa y me he limpiado como he podido. He llegado tarde, y desde ahí el día ha sido horrible. En el descanso se lo he contado a Claudia y como sabe guardar un secreto, a la hora de comer lo sabían todos. He pasado a ser la apestada de la oficina.
Los primeros días los chistes eran hasta aceptables, taparse las narices, cuchicheos, pero ya al tercero no tenía gracia. La gente me miraba raro y mi jefe me apartó de varios proyectos que teníamos que presentar. Para colmo a partir de entonces por la noche desde mi cama me parece escuchar al perro rascar mi puerta para entrar y llenar mi vida de más regalos.
Yo no me huelo pero ese olor me acompaña desde el mismo momento que perdí mi dignidad, lo he intentado todo: hasta me he bañado en una mezcla de lejía, me he pasado la piedra pómez, hasta el estropajo, pero nada.
Ya ni me miro al espejo. La última vez que lo hice parecía un cangrejo al vapor, lo único que me entretiene un poco es pensar en mil y una maneras de deshacerme de la vecina y del perro. La muy pánfila me ha dejado más de veinte notas en la puerta y llamado otras tantas, se siente culpable. El problema es que los demás del vecindario están con ella.
Ayer hizo un año de mi accidente oloroso, curiosamente es lo que me salvó. Claudia pasó a visitarme al ver que no respondía a sus llamadas y que ningún vecino sabía decirle nada sobre mi paradero.
Me encontraron en la bañera sosteniendo una piedra pómez en una mano y en la otra un bote de lejía, ladrando como un perro. Cuando salí del hospital vendí la casa y me mudé al campo. Mucho aire fresco y tranquilidad hicieron que el olor desapareciera. Recordando lo ocurrido creo que la caca del rellano no era la única que había en mi vida.
29 conjuros
“…Y ved bien de tenerlos compuestos, sabiamente en círculo, las luces prendidas,
en el instante sin hora del día que no es un día
antes de iniciar el trabajo: que es labor que no puede ser deshecha, ni mudado el camino, ni anulado el pago
una vez se haya abierto el libro”.
Manolo el de la tasca los vio entrar a eso de las diez y media del viernes. Hoy remato, pensó. Entre saludos en voz alta felicitó el cumpleaños a Laura, les despejó una mesa y llegó junto a la reunión con una sonrisa como un rompehielos. No era mala gente la del bloque, su clientela más diaria y más fiel. El barrio había cambiado desde que él servía banderillas encaramado a un cajón tras la barra, medio siglo antes. Todas las cosas cambian. La cocinera había hecho una tarta a la antigua, galletas bien borrachas, café, crema de whisky, nata montada. De su bolsillo, era amiga personal de Laura. Aquellas tartas baratas y muy resultonas con las que quedas como Dios, las que piden a gritos una copa más para acompañarlas. Claro que esa espuela había que regalarla a cuenta de la casa, pero aun así le salían los números a Manolo. Quien bien regala, bien vende.
El zumbido del despertador resonó en el silencio del ático, sobresaltándolo. Volvió a mirar la página detenida en la pantalla del ordenador. Había estado fantaseando, no trazando planes sensatos. Ineludible bajar a donde Manolo por el cumpleaños de su vecina, molestos deberes sociales. Laura, eterna protagonista hiperactiva de su vida y de la de medio barrio, lo ponía nervioso. No tenía nada que ver que le hubiera tirado los tejos algunos años antes, ni que con humor malévolo lo apodara monje. Simplemente su charla veloz y su tendencia al cotilleo le aburrían. También estaría Lali, la cocinera. Amiga inseparable de Laura. Y la del segundo derecha para completar el trío. Tal vez algunos amigos más: sin la menor duda Juan y Alberto, la pareja del primero, contemporizando. Posiblemente Pablo, el del interior. El propio Manolo, claro. Entre tanta gente no iba a notarse una presentación, Laura se encargaría de eso: estando ella nadie más importaba, mucho menos en su noche de cumpleaños número cuarenta. Para ser honestos, número cuarenta, ya tres años repetido. Una presentación rápida sin tiempo para hacer preguntas, al menos esa noche. Era su plan, le parecía bueno. Se dirigía hacia la ducha cuando pensó si acudiría o no Alonso, el del semisótano. No encajaba bien en ningún sitio, pero solía esforzarse por ser amable con el resto de vecinos. Si es que se acordaba, por supuesto. Un vigilante de museo tiene demasiado tiempo para leer, solía comentar Laura con tono falsamente apenado: tanto que al final es incapaz de reconocer cualquier cosa que no venga impresa. Tenía la sospecha de que también había intentado coleccionar la cabellera de Alonso, con pobres resultados. Laura ignoraba por completo el significado de una negación. Cinco hombres en el bloque, dos de ellos la pareja gay, y ningún éxito. En el fondo, llevaba años cabreada con los cinco.
La reunión se había animado, tanto que casi parecían veinteañeros bien avenidos tras una tarde de cervezas por el barrio. Habían cobrado, Isa la del segundo tenía a su sobrina mayor de canguro (una universitaria muy responsable, también a la hora de pasarle factura por sus servicios); Juan y Alberto rebosaban chistes buenos, Pablo acababa de llegar desplegando su encanto de comercial, incluso con un regalo primorosamente envuelto para Laura. Las risas subían de tono, los comentarios en voz queda no llegaban a ser mordaces, se lo estaban pasando bien.
Arturo salió a la calle y pudo verla bajando de un taxi. Era muy puntual. Lo saludó con un gesto y una sonrisa mientras se aproximaba. Cercanía y distancia, una buena manera de describir su relación.
Año y medio antes la había visto de espaldas en el metro, a esa hora en que los pasillos se vuelven peligrosos y las estaciones vacías hacen eco con tus propios pasos. Tan inmóvil que se acercó a ella desde un lado, para que lo viera. Pisaba la línea amarilla, la punta de sus pies ya en el vacío. La una de la madrugada, se oía acercarse el tren. Con la voz más amigable y serena que encontró le dijo que en su opinión estaba demasiado cerca del borde. Ella giró la cara para mirarlo. Y retrocedió.
Hicieron juntos parte del trayecto sin mediar palabra. Cuando ella se bajó, ni dudó en hacerlo a su vez. Más pasillos vacíos, una situación absurda. Decidió presentarse y ser franco: estaba muy lejos de su propia casa, no era su estación, iban a cerrar y le costaría coger un taxi. No pretendía que ella le contara su vida, no era de esos. Solo acompañarla en silencio hasta que entrara en algún portal y cerrara la puerta. Para poder dormir tranquilo, o engañarse tranquilo. Funcionó. Antes de abrir el portal ella le dijo que le gustaría darle las gracias. El viernes por la noche, si le venía bien. Y mientras Arturo buscaba un taxi en la madrugada se dio cuenta de que ni tan siquiera sabía su nombre.
Manolo había bajado los cierres de las ventanas. La tasca era ahora como en los viejos tiempos, una sucursal de Whitechapel donde la media docena larga de invitados fumaba. Incluso marihuana, por supuesto. Lo saludaron desde la larga mesa con mucho más entusiasmo del que cabría esperar: una distracción, mientras todas las miradas evaluaban a la intrusa.
—Tarde y con acompañante, Arturo. —La voz de Laura tenía un levísimo eco achispado, pero su gran sonrisa mantenía a raya la inconveniencia—. Es broma, guapa, bienvenida.
—Nada de eso, cumpleañera —él también rió—. No es tarde en absoluto, a Manolo siempre le gusta un cliente más, y si la admisión se limita al bloque, os presento a nuestra nueva vecina. Segundo izquierda. El resto sin duda ya os daréis maña para averiguarlo. Por cierto…
Puso en la mesa dos paquetes envueltos, ambos sin lazo.
—Alonso me dio este a mediodía con sus mejores deseos, Laura. El otro es mío.
—¿No va a venir?
—Ya sabes como es.
—¿Maleducado?
Arturo la ignoró, volviéndose hacia los demás invitados y ofreciéndole una silla a Cecilia. Manolo jamás perdía detalle. Apareció a su lado, jovial a su manera, discreto con sorna, curioso sin disimulo.
—Buenas noches, señorita y vecina Cecilia. Permítame invitarla para darle la bienvenida. Y a ti, Arturo, que has traído una clienta más. Supongo.
—Desayunos como los de antes, vermú artesano, menú diario muy rico, casero y variado. —Los enormes ojos de Cecilia sonreían tanto como su boca—. Pida, que lo tenemos. ¿Me olvido de algo?
Manolo soltó una de sus carcajadas estruendosas.
—Me cae usted bien.
A las once y cuarto Lali acudió al rescate colocando ante cada invitado un cuenco de barro con ademanes misteriosos y ceremoniales. Después de todo, era gallega. Había convencido a Manolo de que una queimada le saldría razonable de precio, daría un aire distinto a eso tan manido de la tarta y las velitas, y dejaría al personal fuera de combate sin ganas de seguir pidiendo copas. Ella ponía el caldero, los cuencos, la cuchara de palo. Y haría de meiga, se sabía el conjuro de memoria. Había visto el ceño de Laura, capaz de estropear la noche con las defensas bajas, molesta y casi injuriada. Ni tan siquiera había abierto los regalos de Alonso y Arturo. Enfadarse para nada: el piso era de Arturo, ya lo había alquilado antes varias veces. Y ahora lo alquilaba de nuevo. A una chica educada, joven, guapa, sola. Era eso. Lali veía los pensamientos de Laura. Muy joven. Sola. Muy guapa. Y oyó cómo susurraba.
—Esta no paga el alquiler, la mantiene el monje.
—Es un bloque muy bien orientado —comentaba el vaporoso comercial, con su toque de víctima— al menos para los que vivís en exteriores.
—¿También eres funcionaria? —Isa pensaba en su canguro, en una hora más, en su amiga Laura, en que algo podía ir muy mal y estropear la noche perfecta— Cecilia, guapa. ¿Eres funcionaria?
—Me estaban hablando, Isa. No.
—Pero trabajarás en algo seguro, ¿No? Arturo es un...
—¿Un?
—Poco práctico. Los hombres, ya sabes.
Isa se sintió inundada por la mirada enorme de Cecilia.
—No, no sé. Si quieres decir algo, dilo. Siempre pago el alquiler, si te preocupa.
—Ya le ha dado —Alberto le hablaba al oído a su pareja, disimulando, como una caricia no escandalosa entre tantos heteros— Laura es de diván.
—Hay que reconocer que la nueva tiene cara de lista, se comporta; y como el comercial tiene los ojos rojos, está muy buena. Debe ser.
—El comercial ya venía colocado.
—Pero no se le había puesto dura, y ahora anda de posturitas para disimular.
—No seas cafre: una queimada y se le pasa.
Lali escogió tal vez la peor de las opciones, el papel de protagonista total. Se metió en la cocina, se puso su disfraz de meiga y salió haciendo brazos con un caldero más que respetable. Lo asentó en la mesa sobre sus tres patas. Ya estaba caliente la pócima. Aun así, puso debajo un infernillo de alcohol y lo encendió. Sacó su vara y le echó teatro con mucho estilo. O se arreglaba la noche o se estropeaba del todo. Laura la miró y, por una vez, Lali le sostuvo la mirada antes de hacer una mueca cómica.
—Ya te vale, Laura, un cumpleaños original.
—¿Vais a volar en escoba, desnudas?
—Claro, Pablito —Lali apuntó con su vara de madera al comercial—. Pero antes te sacaremos los ojos y te pondremos una cabeza de ajos en el culo. Si se hace, se hace bien.
La carcajada general pareció ser bastante. Mientras la bruja comenzaba el conjuro, Manolo trajo la tarta y atenuó las luces. La cadencia de la voz y el azul de las llamas dibujaron un momento detenido en el tiempo mientras las sombras danzaban en las paredes con vida propia, moviéndose hasta agazaparse cerca del techo como gárgolas atentas. Lali tapó la olla con un golpe de efecto. Manolo volvió a dar la luz.
—Y ahora la primera taciña antes de la tarta, para espantar a las malas meigas y los malos espíritus —llenó hasta el borde las tazas de barro—. Por ti, Laura: que cumplas muchos más, que seas feliz, y que la vida te regale todo lo que te mereces.
—Y que el discurso de agradecimiento sea breve —Pablo rió—. Bonito y cortito.
Se habían puesto en pie. No entrechocaron las tazas rebosantes, como les había avisado Lali. Las levantaron dedicándole el gesto a Laura, y bebieron hasta el fondo mientras el reloj de pared, tras la barra, juntaba sus dos saeteras sobre las doce.
Primero fue un leve temblor bajo sus pies. Luego vino el sonido, el mismo ruido que el del metro cuando va a llegar a una estación. Algunos vasos se hicieron añicos contra el suelo, empezaron a sonar las alarmas de coches aparcados en la puerta y, como un eco, la propia del bar. Vibraban los cierres metálicos bajados, la puerta se abrió de golpe. Hizo frío, no el de fines de febrero a medianoche, sino una bocanada glacial que les erizó el vello. Como remate sonó primero un gran estrépito, el que cabría esperar si algo se estuviera viniendo abajo. Y luego, una bocanada de calor desplazó al frío.
—Cago en san Sopón —Pablo metió su taza en la olla y envasó de un trago el contenido—. Se ha estrellado el metro.
—No pasa por debajo de esta calle —Arturo miró a Manolo—. Apaga la alarma, hombre.
—¿Una bomba? —Laura temblaba.
—Mis hijas…
Las hijas de Isa y su sobrina canguro aporreaban la puerta de la tasca en pijama y zapatillas. Manolo subió del tirón el cierre a medio bajar y las metió dentro. Para eso sí tenía estilo.
—Tranquilas, no pasa nada o no sabemos qué pasa. A ver esos móviles, llamad a los bomberos y a la policía, moved las manos, cojones.
—Ha sido donde Alonso —dijo la sobrina, centrada— su puerta ha reventado, sale humo, frío, y huele fatal.
—¿A gas?
—No. No es a gas.
—Se ha matado el muy cabrón. —Pablo buscó su tercera taza—. O se le ha ido la olla al maldito despistado y le ha explotado algo. La manía que tenéis con que los funcionarios sois gente de fiar para inquilinos, gente sensata. Ya ves lo normales que son, Cecilia.
Arturo salió a la calle y Cecilia lo siguió. Sacó la llave, abrió el portal y dio la luz. Funcionaba. Era frío lo que subía desde la breve escalera que bajaba al semisótano. Olía a tierra, a tierra removida, no a gas. Y la puerta había saltado de sus goznes, reventada desde dentro. Una sólida puerta de madera antigua hecha estacas afiladas.
Darmowy fragment się skończył.