El bosque

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El bosque
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Título original: The Woods

© Harlan Coben, 2007

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF: OEBO308

ISBN: 978-84-9006-781-9

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

PRÓLOGO

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EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

Notas

Este libro está dedicado a

Alek Coben

Thomas Bradbeer

Annie van der Heide

Las tres alegrías a las que tengo la suerte de llamar ahijados.

PRÓLOGO

Veo a mi padre con aquella pala.

Las lágrimas le resbalan por las mejillas. Un sollozo horrible y gutural surge del fondo de sus pulmones y se escapa entre sus labios. Levanta la pala y la hunde en la tierra. La hoja desgarra la tierra como si se tratara de carne húmeda.

Tengo dieciocho años, y este es mi recuerdo más vivo de mi padre: él, en el bosque, con aquella pala. No sabe que estoy mirando. Me escondo tras un árbol mientras él cava. Lo hace con rabia, como si la tierra le hubiera enfurecido y buscara venganza.

Nunca había visto llorar a mi padre, ni cuando murió su padre, ni cuando mi madre se marchó y nos abandonó, ni cuando se enteró de lo de mi hermana, Camille. Pero ahora está llorando. Llora sin ninguna vergüenza. Las lágrimas le resbalan en cascada por la cara. Los sollozos resuenan entre los árboles.

Es la primera vez que le espío de esta manera. Casi todos los sábados finge que se va de pesca, pero yo nunca me lo he creído. Creo que siempre supe que este lugar, este horrible lugar, era su destino secreto.

Porque a veces también es el mío.

Me quedo detrás de los árboles observándolo. Lo haré ocho veces más. Nunca le interrumpo. Nunca me dejo ver. Creo que no sabe que estoy aquí. De hecho, estoy seguro. Y entonces un día, cuando se va a coger el coche, mi padre me mira con los ojos secos y dice:

—Hoy no, Paul. Hoy voy yo solo.

Le miro alejarse. Es la última vez que va al bosque.

Dos décadas después, en su lecho de muerte, mi padre coge mi mano. Está muy medicado. Tiene las manos ásperas y callosas. Ha trabajado con ellas toda la vida, incluso en los años más prósperos en un país que ya no existe. Tiene uno de esos exteriores endurecidos en los que toda la piel parece quemada y dura, casi como su propio caparazón de tortuga. Ha sufrido un dolor físico inmenso, pero no tiene lágrimas.

Sólo cierra los ojos y aguanta.

Mi padre siempre me ha hecho sentir seguro, incluso ahora, que ya soy un adulto con una hija. Hace tres meses fuimos a un bar, cuando él todavía tenía fuerzas para ello. Se montó una pelea. Mi padre se colocó frente a mí, dispuesto a detener a cualquiera que se me acercara. Todavía. Así es como es.

Le miro en la cama. Pienso en aquellos días en el bosque. Pienso en cómo cavaba, en cómo lo dejó por fin, en que pensé que se había rendido después de que mi madre se fuera.

—¿Paul?

Mi padre se agita de repente.

Quiero suplicarle que no se muera, pero no estaría bien. Ya he pasado por esto. Las cosas no mejoran, para nadie.

—Tranquilo, papá —digo—. Todo se arreglará.

No se tranquiliza. Intenta incorporarse. Quiero ayudarle, pero me aparta. Me mira fijamente a los ojos y veo claridad, o tal vez sea una de esas cosas que deseamos creer al final. Un último falso consuelo.

Se le escapa una lágrima. La veo resbalar lentamente por su mejilla.

—Paul —dice mi padre, todavía con un fuerte acento ruso—. Todavía necesitamos encontrarla.

—La encontraremos, papá.

Me mira fijamente otra vez. Asiento con la cabeza para calmarlo. Pero no creo que quiera que le tranquilice. Creo que, por primera vez, busca culpabilidad.

—¿Lo sabías? —pregunta, con una voz apenas audible.

Siento que todo mi cuerpo se estremece, pero no parpadeo, no aparto la mirada. Me pregunto qué ve, qué cree. Pero nunca lo sabré.

Porque entonces, justo entonces, mi padre cierra los ojos y muere.

1

Tres meses después

Estaba sentado en el gimnasio de una escuela elemental, observando a Cara, mi hija de seis años, que se desliza nerviosamente por una barra de equilibrio que está a unos diez centímetros del suelo, pero en menos de una hora estaré mirando la cara de un hombre que ha sido perversamente asesinado.

Eso no debería sorprender a nadie.

Con los años —y de las formas más horribles que se pueda imaginar— he aprendido que la pared que separa la vida de la muerte, la belleza extraordinaria de la fealdad apabullante, es tenue. Sólo se necesita un segundo para atravesarla. Durante un momento la vida parece idílica. Estás en un lugar tan casto como el gimnasio de una escuela elemental. Tu hijita está haciendo piruetas. Su voz es atolondrada. Tiene los ojos cerrados. Ves la cara de su madre en ella, su madre solía cerrar los ojos y sonreír así, y recuerdas lo endeble que es esa pared.

—¿Cope?

Era mi cuñada, Greta. Me volví a mirarla. Como siempre, Greta me miró con cariño. Le sonreí.

—¿En qué piensas? —susurró.

Ya lo sabía. Mentí de todos modos.

—En las cámaras de vídeo —dije.

—¿Qué?

Todas las sillas plegables estaban ocupadas por otros padres. Yo estaba de pie atrás, con los brazos cruzados, apoyado en la pared de cemento. Había reglamentos pegados en la puerta y esa clase de aforismos supuestamente estimulantes, pero tan irritantes, como «No me digas que el cielo es el límite cuando hay huellas en la luna» por todas partes. Las mesas del almuerzo estaban plegadas. Me apoyé en una, sintiendo el frío del acero y el metal. Nosotros envejecemos, pero los gimnasios de escuela elemental no cambian. Sólo parecen empequeñecer.

 

Hice un gesto hacia los padres.

—Hay más cámaras de vídeo que niños.

Greta asintió.

—Los padres lo filman todo. Absolutamente todo. ¿Qué harán con todo eso? ¿Es posible que alguien vuelva a mirarlo todo de principio a fin?

—¿Tú no?

—Preferiría parir.

Sonrió.

—No —dijo—, seguro que no.

—Vale, no, puede que no, pero ¿no crecimos todos con la generación MTV? Tomas cortas. Muchos ángulos. Pero filmar esto tal cual, someter a un inocente amigo o a un familiar a este…

Se abrió la puerta. En cuanto los dos hombres entraron en el gimnasio, supe que eran policías. Aunque no hubiera tenido mucha experiencia —soy fiscal del condado de Essex, que incluye la ciudad más violenta de Newark—, me habría dado cuenta. Al menos en esto la televisión acierta. La forma como se visten los policías, por ejemplo, no es la forma como se visten los padres de una urbanización de lujo como Ridgewood. No nos ponemos traje cuando vamos a ver a nuestros hijos haciendo gimnasia. Nos ponemos pantalones de pana o vaqueros con un jersey de cuello de pico o una camiseta. Esos dos hombres llevaban trajes de mala confección de un tono marrón que me recordó las astillas de madera después de una tormenta.

No sonreían. Sus ojos repasaron la habitación. Conozco a casi todos los policías de la zona, pero a esos dos no los conocía. Eso me preocupó. Algo me olía mal. Sabía que yo no había hecho nada, por supuesto, pero seguía sintiendo un hormigueo del tipo «soy inocente pero me siento culpable en el estómago».

Mi cuñada Greta y su marido Bob tienen tres hijos. La pequeña, Madison, tenía seis años e iba a la misma clase que Cara. Greta y Bob han sido una inmensa ayuda para mí. Tras la muerte de Jane, mi esposa y hermana de Greta, se mudaron a Ridgewood. Greta asegura que ya tenían pensado hacerlo. Lo dudo. Pero estoy tan agradecido que no me lo cuestiono. No puedo imaginar cómo sería mi vida sin ellos.

Normalmente, los otros padres se quedan atrás conmigo, pero como este acontecimiento era en horario diurno, había muy pocos. Las madres —excepto la que me estaba mirando furiosamente a través de su videocámara porque había oído mi diatriba antivideocámara— me adoran. No es por mí, evidentemente, sino por mi historial. Mi esposa murió hace cinco años, y estoy criando solo a mi hija. Hay otros progenitores solos en la ciudad, básicamente madres divorciadas, pero yo soy la estrella. Si me olvido de escribir una nota o me retraso para recoger a mi hija o me olvido su almuerzo en la cocina, las otras madres o el personal de la escuela intervienen y me echan una mano. Mi indefensión masculina les parece encantadora. Si alguna madre sola hace una de estas cosas, se la acusa de negligente y recibe todo el peso del sarcasmo de las demás madres.

Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Había algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto ayudando. Las chicas ya eran mayores, probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.

Ahora mi hermana se acercaría a los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde estaría, sentada en una de esas sillas, con esa sonrisa tonta-feliz-preocupada de «ante todo soy madre», filmando sin parar a su retoño. Me pregunto qué aspecto tendría ahora, pero lo que veo siempre es a la adolescente que murió.

Puede parecer que estoy obsesionado con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero, el de mi hermana, me empujó hacia el trabajo que hago ahora y a mi proyecto de carrera. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener, una conclusión.

Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca llegaré a asumirla.

La directora de la escuela se colocó la sonrisa de falsa preocupación en su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó ni siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de insignificante.

—¿A dónde vas? —preguntó Greta.

No quiero parecer desagradecido, pero Greta es la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían. Saltaba a la vista que eran familia. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación la hace parecerse a un reptil.

—No estoy seguro —dije.

—¿Trabajo?

—Podría ser.

Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.

—Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly’s. ¿Quieres que me lleve a Cara?

—Sí, le encantará.

—También puedo recogerla de la escuela.

—Sería de gran ayuda —contesté.

Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me marché. Las carcajadas infantiles salieron conmigo. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semisilencio y un vago pero perceptible olor que al mismo tiempo calma y enerva.

—¿Es usted Paul Copeland? —preguntó el alto.

—Sí.

Miró a su compañero, más bajo, que era robusto y no tenía cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo. Su piel también era curtida, lo que redondeaba el conjunto. Una clase que podía ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.

—Quizá sea mejor que hablemos fuera —dijo el alto.

Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. No querían hablar del gran caso en el que trabajaba, que ocupaba los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina. Me habrían avisado al móvil o la BlackBerry.

No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.

Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo dejan horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o qué cree erróneamente la policía que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.

Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.

—Soy el detective Tucker York —dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo—. Él es el detective Don Dillon.

Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?

—¿En qué puedo ayudarles? —pregunté.

—¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? —preguntó York.

Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quien era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente eso hace que hagas más el tonto cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.

—Estaba en casa.

—¿Puede confirmarlo alguien?

—Mi hija.

York y Dillon miraron hacia la escuela.

—¿La niña que daba volteretas ahí dentro?

—Sí.

—¿Alguien más?

—No lo creo. ¿De qué se trata?

York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.

—¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?

—No.

—¿Está seguro?

—Bastante seguro.

—¿Por qué sólo bastante seguro?

—¿Sabe quién soy?

—Sí —dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño—. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?

—No quería decir eso.

—Bien, entonces estamos en la misma onda. —No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar—. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?

—El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o yo qué sé, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.

York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.

—¿Le importa acompañarnos?

—¿A dónde?

—No tardaremos mucho.

—No tardaremos mucho —repetí—. No parece un sitio.

Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.

—Anoche fue asesinado un hombre llamado Manolo Santiago.

—¿Dónde?

—Su cadáver se encontró en Manhattan. En la zona de Washington Heights.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Creemos que puede ayudarnos.

—¿Ayudar cómo? Ya se lo he dicho, no le conozco.

—Ha dicho... —York llegó a consultar su cuaderno, pero era sólo teatro, porque no había escrito nada mientras yo hablaba— que estaba «bastante seguro» de no conocerle.

—Pues estoy seguro. ¿Vale? Estoy seguro.

Cerró de golpe el cuaderno con un gesto teatral.

—El señor Santiago sí le conocía.

—¿Cómo lo sabe?

—Preferiríamos que lo viera.

—Y yo prefiero que me lo digan.

—El señor Santiago —York vaciló como si eligiera sus siguientes palabras— llevaba algunos objetos encima.

—¿Objetos?

—Sí.

—¿Puede ser más concreto?

—Objetos —dijo—, que lo señalan a usted.

—¿Me señalan como qué?

—¿Es fiscal del distrito?

Por fin Dillon, el Ladrillo, había hablado.

—Soy fiscal del condado —dije.

—Lo que sea. —Adelantó el cuello y señaló mi pecho—. Empieza a tocarme las pelotas.

—¿Disculpe?

Dillon se acercó a mi cara.

—¿Le parece que estamos aquí para una lección de semántica o qué?

Creí que se trataba de una pregunta retórica, pero él esperó. Finalmente dije:

—No.

—Pues escuche. Tenemos un cadáver. El tipo está relacionado con usted de una forma consistente. ¿Quiere venir y ayudarnos a aclarar esto o quiere seguir con los juegos de palabras que le hacen parecer tan sospechoso?

—¿Con quién cree que está hablando exactamente, detective?

—Con alguien que se presenta a las elecciones y no desearía que nosotros fuéramos con esto directamente a la prensa.

—¿Me está amenazando?

York intervino.

—Nadie está amenazando a nadie.

Pero Dillon había dado en el clavo. La verdad era que mi designación en el cargo sólo era temporal. Mi amigo, el actual gobernador de Nueva Jersey, me había nombrado fiscal en funciones del condado. También se hablaba en serio de que me presentara al Congreso, tal vez incluso a un escaño vacante en el Senado. Mentiría si dijera que no tenía ambiciones políticas. Un escándalo, aunque sólo fuera la percepción de un escándalo, no me ayudaría en absoluto.

 

—No sé en qué puedo ayudar —dije.

—Tal vez no pueda o tal vez sí. —Dillon hizo rotar el ladrillo—. Pero desea ayudar si puede, ¿no?

—Por supuesto —dije—. Vaya, no deseo tocarle las pelotas más de lo estrictamente necesario.

Casi le hizo sonreír.

—Pues suba al coche.

—Esta tarde tengo una reunión importante.

—Ya habrá vuelto para entonces.

Esperaba encontrarme un Chevy Caprice desvencijado, pero el coche era un Ford nuevo. Me senté detrás. Mis dos nuevos amigos se sentaron delante. No hablamos en todo el trayecto. Había tráfico en el puente George Washington, pero encendimos la sirena y nos colamos entre los coches. Al cruzar al lado de Manhattan, York habló.

—Creemos que Manolo Santiago podría ser un alias.

—Ya —dije, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

—La verdad es que no tenemos una identificación positiva de la víctima. Le encontramos anoche. En su permiso de conducir dice Manolo Santiago. Lo hemos investigado. No parece ser su nombre auténtico. Hemos buscado sus huellas dactilares. Nada. Así que no sabemos quién es.

—¿Pero creen que yo sí?

No se molestaron en responder.

La voz de York era tan informal como un día de primavera.

—¿Es usted viudo, señor Copeland?

—Sí —dije.

—Debe ser difícil criar a una hija solo.

No dije nada.

—Sabemos que su esposa murió de cáncer y que usted ha creado una fundación para promover la investigación de esa enfermedad.

—Ajá.

—Admirable.

Como si pudieran saberlo.

—¿Debe sentirse raro? —dijo York.

—¿Por qué?

—Por lo de estar al otro lado. Normalmente es usted el que hace las preguntas, no el que las responde. Tiene que parecerle raro.

Me sonrió por el retrovisor.

—¿Eh, York? —dije.

—¿Qué?

—¿Tiene un cartel o un programa? —pregunté.

—¿Un qué?

—Un cartel —dije—. Para que vea sus anteriores papeles, sabe, antes de que le tocara el codiciado papel de «poli bueno».

York soltó una risita.

—Sólo digo que es raro. ¿Le ha interrogado alguna vez la policía?

Era una pregunta con trampa. Debían saberlo. Cuando tenía dieciocho años, trabajé como monitor en un campamento de verano. Cuatro campistas —Gil Pérez y su novia, Margot Green, Doug Billingham y su novia, Camille Copeland (es decir, mi hermana)— se adentraron en el bosque una noche.

Nunca volvieron a verles.

Sólo se hallaron dos de los cuatro cadáveres. Margot Green, de diecisiete años, fue hallada degollada a cien metros del campamento. Doug Billingham, también de diecisiete, apareció a un kilómetro de distancia. Tenía varias puñaladas, pero la causa de la muerte era el degollamiento. Los cadáveres de los otros dos —Gil Pérez y mi hermana, Camille— nunca aparecieron.

El caso salió en los titulares. Wayne Steubens, un monitor de buena familia del campamento, fue arrestado dos años más tarde —tras su tercer verano de terror—, pero no hasta que hubo asesinado a cuatro adolescentes más. Le bautizaron como «Monitor Degollador» y otras tonterías por el estilo. Las siguientes dos víctimas de Wayne fueron halladas cerca de un campamento de exploradores en Muncie, Indiana. Otra de las víctimas estaba en uno de esos campamentos omnipresentes cerca de Vienna, Virginia. Su última víctima había estado en un campo de deportes de Poconos. Casi todas las víctimas fueron degolladas. A todas las habían enterrado en el bosque, a algunas antes de morir. Sí, enterradas vivas. Se tardó mucho en localizar los cadáveres. Al chico de Poconos, por ejemplo, tardaron seis meses en encontrarlo. Los expertos creen que en las profundidades del bosque pueden haber todavía más enterrados.

Como mi hermana.

Wayne no ha confesado nunca, y a pesar de estar en una cárcel de máxima seguridad desde hace dieciocho años, insiste en que no tuvo nada que ver con los cuatro asesinatos que fueron el principio de todo.

Yo no le creo. El que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y a un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.

Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente lo contrario. Mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.

Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta y empiezas a reconstruir.Pero no saber —esa duda, ese rayo de esperanza— convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora desde dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.

Creo que a mí todavía me consume.

Esa parte de mi vida, por mucho que quiera mantenerla en privado, siempre ha sido tema para los medios. Incluso una somera búsqueda en Google haría figurar mi nombre en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. Vaya, la historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.

Así que tenían que saberlo.

Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.

Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O todavía existe una pizca de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.

Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté porqué.

Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se ve desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías, menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.

Con la tensión la mente te juega malas pasadas.

Una mujer con mascarilla empujó la camilla acercándola a la ventana. Entonces me acordé del día que mi hermana nació. Recordé la maternidad del hospital. La vidriera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.

La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.

—¿Un disparo en la cabeza? —pregunté.

—Sí.

—¿Cuántas veces?

—Dos.

—¿Calibre?

York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de un caso mío.

—¿Le conoce?

Volví a mirar.

—No —dije.

—¿Está seguro?

Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó York.

—¿Por qué estoy aquí?

—Queríamos saber si le conocía...

—Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?

Desvié la mirada a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una ojeada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.

—Llevaba su dirección en el bolsillo —dijo York—. Y llevaba un puñado de recortes sobre usted.

—Soy un personaje público.

—Sí, lo sabemos.

Se calló. Me volví a mirarlo.

—¿Qué pasa?

—Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.

—¿De qué hablaban entonces?

—De su hermana —dijo—. Y de lo que pasó en el bosque.

La temperatura de la sala bajó diez grados, pero estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.

—Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos de estos.

York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿A qué se refiere?

—¿Qué más llevaba encima?

York se volvió hacia un empleado del que yo ni siquiera había advertido la presencia y dijo:

—¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?

Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.

Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.

—¿Han mirado el móvil? —pregunté.

—Sí. Es desechable. El directorio está vacío.

Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.

Había hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del «Monitor Degollador». Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el interés de verdad estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.

¿Por qué no?

Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo no habían localizado a dos? ¿Cómo podía Steubens haber trasladado y enterrado los cuerpos tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?