Czytaj książkę: «100 Clásicos de la Literatura», strona 939

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Un piadoso argivo entra en el templo para hacer una ofrenda al llegar la fría aurora. Ha habido truenos durante la noche: el rayo ha caído allí. El altar está hecho añicos, el pavimento de mármol que lo rodea está agrietado y ennegrecido. La estatua de Saturnia se alza en toda su grandiosidad, casta e incólume; a sus pies yace un montón de pálidas cenizas. No queda nada del sacerdote; el que velaba no volverá a ser visto.

«¡Ahí está el carruaje! Cerraré la escribanía y me guardaré las llaves. Ella las buscará mañana; tendrá que acudir a mí. Ya la oigo:

»—Señor Moore, ¿ha visto mis llaves?

»Eso dirá ella con su voz clara, pero hablando con reticencia, con expresión avergonzada, consciente de que es la vigésima vez que hace la misma pregunta. Yo la haré sufrir, la conservaré a mi lado, esperando, dudando y, cuando finalmente se las devuelva, no será sin un sermón que las acompañe. Aquí me llevo también el bolso y el monedero, el guante, la pluma, el sello. Me los tendrá que arrancar lentamente y por separado, y sólo mediante confesión, penitencia, ruegos. No puedo tocar su mano, ni un rizo de su cabeza, ni una cinta de su vestido, pero crearé privilegios para mí mismo: cada rasgo de su cara, sus ojos brillantes, sus labios, habrán de experimentar todos los cambios que conocen para darme placer a mí; habrá de exhibir toda la exquisita variedad de sus miradas y sus curvas para deleitarme y emocionarme, para, quizá, encadenarme sin remisión. Si he de ser su esclavo, no perderé mi libertad a cambio de nada».

Louis cerró la escribanía, se metió en el bolsillo todas las pertenencias de Shirley y salió.

CAPÍTULO XXX

RUSHEDGE, UN CONFESIONARIO

A decir de todos, era ya hora de que el señor Moore regresara a casa; a todo Briarfield le extrañaba aquella injustificada ausencia, y Whinbury y Nunnely aportaron por separado su contribución al asombro.

¿Alguien sabía por qué seguía ausente? Sí, todo el mundo lo sabía de sobra, puesto que se aducían como mínimo cuarenta motivos plausibles que justificaban aquella circunstancia injustificable. No era por negocios, en eso estaban de acuerdo los rumores: hacía tiempo que había despachado el asunto que lo había llevado a partir; no había tardado mucho en encontrar la pista de los cuatro cabecillas y en acorralarlos; había asistido al juicio, había oído la sentencia y había visto cómo los embarcaban para ser deportados.

Todo esto se sabía en Briarfield por los periódicos. El Stilbro’ Courier había dado todos los detalles con aclaraciones. Nadie aplaudió la perseverancia de Moore ni lo aclamó por su éxito, aunque los dueños de las fábricas se alegraron, pues confiaban en que el terror de ver cómo se hacía cumplir la ley paralizaría a partir de entonces el siniestro arrojo del descontento. Sin embargo, podía oírse aún a los descontentos murmurando entre dientes; lanzaban juramentos ominosos mientras bebían la interminable cerveza de las tabernas y hacían extraños brindis con la fuerte ginebra inglesa.

Un rumor afirmaba que Moore no se atrevía a volver a Yorkshire, que sabía que no tardarían ni una hora en darle caza si volvía.

«Se lo diré a él —dijo el señor Yorke cuando su mayoral le comentó el rumor—, y si eso no le hace volver al galope, no habrá nada que lo consiga».

Éste o algún otro motivo le convenció finalmente de que debía volver. Anunció a Joe Scott el día en que llegaría a Stilbro y pidió que le enviaran su caballo de silla al George para su comodidad, y cuando Joe Scott informó al señor Yorke, este caballero se puso en camino para ir a su encuentro.

Era día de mercado: Moore llegó a tiempo para ocupar su sitio habitual en la comida. Como extranjero en parte —y hombre importante, hombre de acción—, los industriales congregados lo recibieron con cierta deferencia. Algunos —que en público no se habrían atrevido a saludarlo siquiera por miedo a que una parte del odio y la venganza que le guardaban cayera casualmente sobre ellos— en privado lo aclamaron como si fuera su campeón. Después de que circulara el vino, su respeto se habría avivado hasta alcanzar el entusiasmo de no haber sido porque el imperturbable aplomo de Moore lo desalentó y lo mantuvo en estado latente.

El señor Yorke —presidente vitalicio de estas comidas— fue testigo de la conducta de su joven amigo con extremada complacencia. Si algo podía despertar su genio o suscitar su desprecio, era la visión de un hombre engañado por la adulación o regocijado por la popularidad. Si algo lo calmaba, sosegaba y encantaba especialmente, era el espectáculo de un personaje público incapaz de regodearse en su notoriedad. Incapaz, digo; el desdén lo habría encolerizado. Era la indiferencia lo que aplacaba su severo espíritu.

Robert, recostado en el asiento, tranquilo y casi hosco, mientras los pañeros y fabricantes de mantas ensalzaban su valentía y enumeraban sus hazañas —muchos de ellos intercalando sus halagos con groseras invectivas contra la clase obrera—, era agradable de ver para el señor Yorke. Su corazón saltaba de contento con la placentera convicción de que aquellos burdos elogios avergonzaban profundamente a Moore y le hacían casi despreciarse a sí mismo y su trabajo. Es fácil recibir los insultos, los reproches y las calumnias con una sonrisa, pero resulta ciertamente doloroso oír el panegírico de quienes despreciamos. Con semblante risueño, Moore había contemplado a menudo a la muchedumbre vociferante desde una tribuna hostil; había hecho frente a la tormenta de la impopularidad con noble porte y el alma jubilosa, pero agachaba la cabeza ante los elogios malsonantes de los hombres de negocios, y se retraía, disgustado, ante sus cumplidos.

Yorke no pudo evitar preguntarle si le gustaban sus partidarios, y si no creía que hacían honor a su causa.

—Pero es una pena, muchacho —añadió—, que no hayas colgado a esos cuatro especímenes del populacho. Si hubieras logrado esa hazaña, estos caballeros habrían arrancado los caballos de la diligencia, uncido a una veintena de burros y te habrían hecho entrar en Stilbro como un general victorioso.

Moore abandonó pronto el vino y la compañía y enfiló la carretera. El señor Yorke lo siguió en menos de cinco minutos; salieron juntos de Stilbro a caballo.

Era ya tarde, aunque fuera pronto para volver a casa: el último rayo de sol se había desvanecido ya del contorno de las nubes, y la noche, en aquel mes de octubre, arrojaba sobre los páramos la sombra que anunciaba su llegada.

El señor Yorke —moderadamente animado por sus moderadas libaciones, y a quien no desagradaba ver de nuevo al joven Moore en Yorkshire, ni tenerlo como compañero durante el largo camino de vuelta— se encargó de llevar el peso de la conversación. Habló brevemente, pero con escarnio, de los juicios y de la condena; de ahí pasó a los chismes de la vecindad y no tardó mucho en atacar a Moore con respecto a sus asuntos personales.

—Bob, creo que te han derrotado, y te lo mereces. Todo iba como la seda. La Fortuna se había enamorado de ti, te había otorgado el primer premio de su rueda: veinte mil libras; tan sólo te pedía que extendieras la mano y lo tomaras. ¿Y qué hiciste tú? Mandaste ensillar un caballo y te fuiste de cacería a Warwickshire. Tu enamorada, la Fortuna quiero decir, fue muy indulgente. Dijo: «Le perdono; es joven». Aguardó como «la Paciencia en un monumento» hasta que terminó la cacería y los canallas fueron apresados. Ella esperaba entonces que volvieras a casa y fueras un buen muchacho; aún podrías haberte llevado el primer premio.

»Para ella fue de todo punto incomprensible, y para mí también, que en lugar de volver galopando a velocidad suicida para dejar a sus pies los laureles conquistados en los tribunales, tuvieras la sangre fría de coger una diligencia que te llevara a Londres. Satán sabrá qué has estado haciendo allí; nada en absoluto, creo yo, más que estar allí, malhumorado. Tu cara no ha sido nunca blanca como una azucena, pero ahora es verde oliva. Has perdido atractivo, muchacho.

—¿Y quién se va a llevar ese premio del que tanto habla?

—Sólo un baronet; eso es todo. No me cabe la menor duda de que la has perdido; será lady Nunnely antes de Navidad.

—¡Ejem! Es muy probable.

—Pero no tenía por qué haber sido así. ¡Estúpido muchacho! ¡Por Dios que podrías habértela llevado tú!

—¿Por qué razón, señor Yorke?

—Por todas las razones del mundo. Por la luz de sus ojos y el rojo de sus mejillas; rojas se ponían cuando se mencionaba tu nombre, aunque suelen estar pálidas.

—Y supongo que no tengo ya ninguna posibilidad.

—No deberías tenerla, pero inténtalo, vale la pena. Ese sir Philip es un alfeñique. Y encima dicen que escribe versos, que junta rimas unas con otras. Tú estás muy por encima de él, Bob, a todas luces.

—¿Me aconseja usted que me declare, pese a todo, señor Yorke, en el último momento?

—No tienes más que hacer el experimento, Robert. Si le gustas, y en conciencia te digo que creo que le gustas, o le gustabas, te lo perdonará todo. Pero, muchacho, ¿te burlas de mí? Más te valdría reírte de tu propia terquedad. Pero veo que tu risa es amarga. Esa expresión tan agria es más de lo que uno desearía ver.

—He tenido que luchar tanto conmigo mismo, Yorke. He pataleado contra los escrúpulos, y me he debatido en una camisa de fuerza, y me he dislocado las muñecas retorciéndolas dentro de las esposas, y me he machacado esta dura cabeza arremetiendo contra una pared aún más dura.

—¡Ja! Me alegro de oírlo. ¡Buen ejercicio ése! Espero que te haya servido para algo. ¿Te ha despojado de algo de vanidad?

—¡Vanidad! ¿Qué es eso? Respeto por uno mismo, tolerancia hacia uno mismo, incluso, ¿qué son? ¿Vende usted esos artículos? ¿Conoce a alguien que los venda? Deme una pista; en mí encontrarán un generoso buhonero. Daría mi última guinea ahora mismo para comprarlos.

—¿Así están las cosas, Robert? Me parece estimulante. Me gustan los hombres que dicen lo que piensan. ¿Qué es lo que va mal?

—La maquinaria de mi naturaleza, todas las máquinas de esta fábrica humana: la caldera, que yo tomo por corazón, está a punto de estallar.

—Eso deberían ponerlo en letra impresa: es extraordinario. Es casi como verso libre. Dentro de poco acabarás haciendo ripios. Si te viene la inspiración, déjate llevar, Robert. No te preocupes por mí, lo soportaré por una vez.

—¡Error detestable, aborrecible y despreciable! Se puede cometer en un momento un error que luego se lamenta durante años, que la vida no puede borrar.

—Sigue, muchacho. Eso es gloria pura. Disfruto como nunca saboreándola. Sigue, hablar te hará bien. El páramo se extiende ante nosotros y no hay un alma en varios kilómetros a la redonda.

—Hablaré. No me avergüenza contarlo todo. Tengo una especie de gato salvaje en el pecho, y he decidido que oiga sus gañidos.

—Serán música para mí. ¡Qué voces tan magníficas tenéis Louis y tú! Cuando Louis canta, cuando entona su melodía como una campana dulce y grave, me siento estremecer. La noche está silenciosa, escucha, se inclina sobre ti como un negro sacerdote sobre un penitente aún más negro. Confiesa, muchacho, no te guardes nada. Sé sincero como un metodista convicto, absuelto y santificado en una de sus reuniones. Píntate a ti mismo tan malvado como Belcebú: apaciguará tu espíritu.

—Tan mezquino como Mamón, sería mejor decir. Yorke, si me bajo del caballo y me tiendo atravesado en la carretera, ¿tendría la amabilidad de pasarme por encima al galope… unas veinte veces?

—Con el mayor placer lo haría, si no existiera eso que llaman juez pesquisidor.

—Hiram Yorke, estaba convencido de que ella me amaba. He visto cómo centelleaban sus ojos cuando topaban conmigo en medio de una multitud; se ha puesto roja como la grana cuando me ha ofrecido su mano y ha dicho: «¿Cómo está usted, señor Moore?».

»Mi nombre tenía una influencia mágica sobre ella: cuando otros lo pronunciaban se le mudaba el rostro, lo sé. Ella lo pronunciaba con el tono más musical de sus muchos tonos musicales. Era cordial conmigo, se tomaba interés por mí, se preocupaba por mí, deseaba mi bien, buscaba, aprovechaba cualquier ocasión para beneficiarme. Yo reflexioné, observé, ponderé, sopesé; no podía llegar más que a una conclusión: eso es amor.

»La miraba, Yorke, y veía en ella juventud y cierto modelo de belleza. Veía poder en ella. Su riqueza me ofrecía la vindicación de mi honor y mi posición social. Le debía gratitud. Me había ayudado de manera sustancial y eficaz con un préstamo de cinco mil libras. ¿Podía yo recordar tales cosas, podía creer que me quería, podía prestar oídos al sentido común instándome a casarme con ella, y despreciar todas esas ventajas, no dar crédito a todos esos indicios halagüeños y, desdeñando todo consejo bien ponderado, dar media vuelta y dejarla? Joven, elegante, cortés, mi benefactora, enamorada de mí, solía decirme a mí mismo regodeándome en esa palabra, repitiéndola una y otra vez, henchido de orgullo, con una satisfacción pomposa, con una admiración destinada enteramente a mí mismo, que no disminuía ni siquiera a causa de la estima que tuviera por ella; de hecho, su ingenuidad y su simplicidad me hacían sonreír en mis adentros, por ser la primera en amar y en demostrarlo. Ese látigo que lleva parece tener un fuerte mango, Yorke: puede hacerlo restallar por encima de la cabeza y derribarme de la silla de un trallazo, si quiere. Recibiría con gusto una buena paliza.

—Ten paciencia, Robert, hasta que salga la luna y pueda verte bien. Habla claro, ¿la amabas o no? Me gustaría saberlo, siento curiosidad.

—Señor Yorke… mire, es muy guapa, en su estilo, y muy atractiva. A veces tiene la apariencia de algo que está hecho de aire y fuego, lo cual me deja maravillado, pero sin el menor deseo de abrazarlo y besarlo. En ella encontré un poderoso imán para mis intereses y mi vanidad. Jamás me sentí como si la naturaleza la hubiera destinado a ser mi otra mitad, la mejor. Cuando me asaltaba una pregunta sobre ese punto me la sacaba de encima diciendo crudamente: «Con ella sería rico, me arruinaría sin ella», y me prometía que sería práctico y olvidaría los romanticismos.

—Una resolución muy sensata. ¿Qué salió mal, Bob?

—Con esa sensata resolución me dirigí a Fieldhead una noche del pasado mes de agosto, justamente la víspera de mi partida a Birmingham, pues, verá, quería asegurarme el espléndido premio de la fortuna. Previamente había enviado una nota pidiendo una entrevista en privado. La encontré en casa y sola.

»Me recibió sin embarazo, pues creía que eran los negocios lo que me llevaban hasta allí. Yo sí que me sentía violento, pero mi resolución no flaqueaba. No sé bien cómo despaché el asunto, pero me empleé en la tarea con severidad y firmeza, del modo más horrible, creo. Me ofrecí solemnemente, es decir, mi excelsa persona, con mis deudas, por supuesto, a cambio de su dote.

»Me irritó, me enojó ver que ella no se ruborizaba, ni temblaba, ni bajaba la vista. Respondió:

»—No sé si le he entendido bien, señor Moore.

»Y tuve que repetir mi proposición y decírsela con todas las letras para que la comprendiera. Y entonces ¿qué hizo ella? En lugar de balbucear un dulce sí, o guardar un azorado silencio, que hubiera sido igual de bueno, se levantó, recorrió dos veces la habitación de ese modo tan suyo, diferente del de cualquier otra, y exclamó:

»—¡Dios mío!

»Yorke, yo estaba junto a la chimenea, de espaldas a la repisa; en ella me apoyé, preparándome para lo peor. Sabía ya cuál era mi destino y sabía lo que era yo. Su expresión y su voz no dejaban lugar a dudas. Se detuvo y me miró.

»—¡Dios mío! —repitió, inmisericorde, con aquel tono escandalizado e indignado, pero también triste—. Me ha hecho usted una extraña proposición, extraña para proceder de usted, y si fuera consciente de la forma tan extraña en que la ha expresado y de su extraño aspecto, usted mismo se sobresaltaría. Ha hablado como un bandolero exigiéndome la bolsa en lugar de un enamorado que pidiera mi corazón.

»Extraña frase, ¿no cree, Yorke? Y yo sabía, mientras ella la pronunciaba, que era igualmente cierta. Sus palabras fueron un espejo en el que me vi a mí mismo.

»La miré, mudo y con expresión cruel. Ella se encolerizó e hizo que me avergonzara.

»—Gérard Moore, usted sabe perfectamente que no ama a Shirley Keeldar. —Yo podría haber prorrumpido en falsos juramentos, haber prometido que la amaba, pero no pude mentirle a la cara; no pude cometer perjurio ante su sinceridad. Además, tales juramentos hueros habrían sido vanos: me habría creído tanto a mí como al fantasma de Judas, si se le hubiera aparecido en aquel momento. Su corazón femenino tenía la perspicacia suficiente para no dejarse engañar y confundir mi admiración, algo fría y grosera, con un amor auténtico y viril.

»¿Qué ocurrió después?, se preguntará usted, señor Yorke.

»Pues ocurrió que se sentó en el asiento de la ventana y lloró. Lloró con rabia: sus ojos no sólo derramaban lágrimas, llameaban. Grandes y oscuros, lanzaban chispas, mirándome con arrogancia. “Me ha afligido usted; me ha ultrajado; me ha defraudado”, decían.

»Pronto convirtió su mirada en palabras.

»—Yo le respetaba… le admiraba… usted me gustaba —dijo—. Sí, tanto como si fuera un hermano, y usted… usted quiere convertirme en una mera especulación. Quiere inmolarme en el altar de esa fábrica… ¡su Moloch!

»Tuve la sensatez de abstenerme de formular excusa alguna, así como de intentar paliar mi situación: aguanté su desprecio a pie firme.

»En aquel momento estaba vendido al diablo y, atontado, no supe qué decir; cuando por fin hablé, ¿qué cree que dije?

»—Cualesquiera que fueran mis sentimientos, estaba convencido de que usted me amaba, señorita Keeldar.

»¡Precioso! ¿No le parece? Ella pareció absolutamente desconcertada.

»—¿Es Robert Moore el que habla? —la oí murmurar—. ¿Es un hombre, o un ser más vil?… ¿Quiere usted decir…? —preguntó en voz alta—. ¿Quiere decir que creía que yo le amaba como se ama a las personas con las que uno desea casarse?

»Eso era lo que yo quería decir, y así se lo dije.

»—Concibió usted una idea odiosa para los sentimientos de una mujer —fue su respuesta—. Y la ha expuesto de un modo repugnante para su espíritu. Insinúa que toda la franca amabilidad que le he demostrado ha sido una compleja, audaz e impúdica maniobra para pescar a un marido; da a entender que finalmente ha venido aquí por lástima para ofrecerme su mano, porque yo le he cortejado. Déjeme decirle una cosa: ha errado usted el juicio. Su lengua lo delata: se equivoca. Jamás le he amado. Puede estar tranquilo. Mi corazón está tan libre de pasión por usted como el suyo desprovisto de afecto por mí.

»¿Le parece que quedó todo claro, Yorke?

»—Al parecer soy ciego y estoy embrutecido —fue mi comentario.

»—¡Amarle! —exclamó ella—. Pero si he sido tan franca con usted como una hermana, jamás le he rehuido, jamás le he temido. No puede —afirmó, triunfante—, no puede hacerme temblar cuando llega, ni influir en mí hasta el punto de que se me acelere el pulso.

»Yo alegué que, a menudo, cuando hablaba conmigo, se ruborizaba, y que el sonido de mi nombre la emocionaba.

»—¡Pero no por usted! —manifestó escuetamente. Yo la insté a que se explicara, pero no lo hizo.

»—Cuando me senté junto a usted en el festín escolar, ¿creía entonces que lo amaba? Cuando lo detuve en Maythornlane, ¿creía entonces que lo amaba? Cuando iba a visitarlo a la oficina de contabilidad, cuando paseaba con usted por el jardín, ¿creía entonces que lo amaba?

»Así me interrogó ella, y yo contesté que sí.

»¡Por Dios bendito! Yorke, se levantó… se irguió, se expandió y se sutilizó hasta casi convertirse en fuego: estaba estremecida toda ella, como un ascua viviente cuando está al rojo vivo.

»—Es decir, que no puede tener peor opinión de mí, que me niega la posesión de lo que más valoro. Es decir, que soy una traidora a todas mis hermanas, que he actuado como no puede actuar ninguna mujer sin degradarse a sí misma y a su sexo, que he buscado lo que las puras desdeñan y aborrecen buscar por naturaleza. —Los dos guardamos silencio durante un buen rato—. ¡Lucifer, lucero de la mañana! —prosiguió—. Has caído. Tú, de quien antes tenía tan alto concepto, has sido arrojado a la tierra. Tú, a quien antes tenía por amigo, eres expulsado. ¡Fuera!

»No me fui. Oí el temblor de su voz, vi estremecerse sus labios. Supe que caería otra tormenta de lágrimas y luego, pensé, tendría que llegar algo de calma y de sol, y eso esperaría yo.

»La cálida lluvia cayó con la misma rapidez de antes, pero con mucha mayor tranquilidad. Su llanto tenía otro sonido más suave, más pesaroso. Mientras la contemplaba, sus ojos elevaron hacia mí una mirada más llena de reproches que de altivez, más apesadumbrada que colérica.

»—¡Oh, Moore! —dijo—. ¡Ha sido peor que Et tu, Brute!

»Me desahogué con lo que debería de haber sido un suspiro, pero se convirtió en un gemido. Una desolación como la que debió de sentir Caín me traspasaba el pecho.

»—Me he equivocado al obrar así —dije—, y he recibido una amarga recompensa; me iré y la gastaré lejos de quien me la ha dado.

»Cogí mi sombrero. Pero mientras hablaba, no soportaba la idea de marcharme así, y creía que ella no me dejaría hacerlo. Y no me lo habría permitido, de no haber sido por la herida mortal que había infligido a su orgullo, que hizo flaquear su compasión y selló sus labios.

»Me vi obligado a darme la vuelta por decisión propia cuando llegué a la puerta, a acercarme a ella y decirle:

»—Perdóneme.

»—Podría perdonarle si no tuviera que perdonarme a mí también —respondió—. Pero para que un hombre tan sagaz se haya engañado hasta ese punto, debo de haber obrado mal.

»Improvisé de repente un discurso que no recuerdo; sé que era sincero, y que mi deseo y mi propósito eran absolverla ante sí misma. De hecho, en su caso, culparse era una quimera.

»Por fin extendió la mano. Por primera vez deseé estrecharla entre mis brazos y besarla. Besé su mano muchas veces.

»—Algún día volveremos a ser amigos —dijo—, cuando haya tenido tiempo para ver mis acciones y motivos desde su verdadero punto de vista y no las interprete de un modo tan horrible. Puede que el tiempo le dé la clave auténtica de todo esto; entonces, quizá, me comprenda y podamos reconciliarnos.

»Unas lágrimas de despedida rodaron por sus mejillas; ella se las enjugó.

»—Lamento lo que ha ocurrido, lo lamento muchísimo —dijo entre sollozos. ¡Bien sabe Dios que yo también lo lamentaba! Así nos separamos.

—¡Extraña historia! —comentó el señor Yorke.

—No volveré a hacerlo —prometió su compañero—. Nunca más volveré a hablar de matrimonio a una mujer, a menos que la ame. A partir de ahora, que el crédito y el comercio se ocupen de sí mismos. Que venga la bancarrota cuando quiera. Se ha acabado el miedo al desastre que me esclavizaba. Pienso trabajar con diligencia, aguardar pacientemente y soportarlo todo con firmeza.

Que venga lo peor: me embarcaré para emigrar con Louis al Oeste; ya lo hemos decidido. Ninguna mujer volverá a mirarme jamás como me miró la señorita Keeldar, ni volverá a sentir por mí lo que ella sintió; no volveré a ser así de estúpido y de bribón, de bruto y de marioneta a la vez, en presencia de una mujer.

—¡Vaya! —dijo el imperturbable Yorke—. Te lo has tomado demasiado a pecho, pero aun así te aseguro que me dejas estupefacto: primero, porque ella no te amaba, y segundo, porque tú no la amabas a ella. Los dos sois jóvenes, los dos sois atractivos, los dos tenéis ingenio, e incluso buen carácter, si se toma por el lado bueno. ¿Qué os ha impedido poneros de acuerdo?

—Nunca nos hemos sentido ni nos sentiremos cómodos el uno con el otro. Aunque puede que nos admiráramos mutuamente desde lejos, desentonábamos de cerca. La he observado desde el otro extremo de una habitación, cuando, quizá en un momento de animación y cordialidad, estaba rodeada de sus favoritos, sus viejos pretendientes, por ejemplo, Helstone y usted mismo, con los que es tan festiva, agradable y elocuente. La he observado en su aspecto más natural, más vivaz y encantador, y mi inteligencia me ha dicho que era hermosa. Es hermosa, a veces, cuando su estado de ánimo y su atavío son más espléndidos. Me he acercado un poco más, con el convencimiento de que nuestra relación me daba derecho a acercarme; me he unido al círculo que la rodeaba, he atraído su atención y la he acaparado; luego hemos conversado y los demás (creyendo quizá que yo disfrutaba de privilegios singulares) han ido retirándose paulatinamente, dejándonos solos. ¿Éramos felices entonces? Por mi parte, debo decir que no. Siempre se apoderaba de mí una sensación de incomodo; siempre me ponía serio y distante. Hablábamos de política y de negocios; nuestros corazones no se abrieron jamás a un dulce sentimiento de intimidad familiar que derritiera nuestro frío lenguaje, haciendo que las palabras fluyeran libres y límpidas. Si compartíamos confidencias, eran siempre sobre la oficina de contabilidad, no sobre nuestra vida privada. Nada en ella despertaba afecto en mí, ni me hacía mejor, ni más amable; tan sólo estimulaba mi cerebro y aguzaba mi perspicacia; jamás logró introducirse en mi corazón ni acelerarme el pulso, y por una buena razón, sin duda: porque yo no tenía el secreto de hacer que me amara.

—Bueno, muchacho, es una cosa extraña. Podría reírme de ti y aparentar que desprecio tus sutilezas, pero, en vista de que es noche cerrada y de que estamos solos, no me importa decirte que tu relato me recuerda una parte de mi vida pasada. Hace veinticinco años, intenté persuadir a una hermosa mujer de que me amara, y no lo conseguí. No tenía la llave que me abriera la puerta de su naturaleza; era como un muro de piedra para mí, sin puerta ni ventanas.

—Pero usted la amaba, Yorke; usted adoraba a Mary Cave. Su conducta, al fin y al cabo, fue una conducta viril, no la de un cazadotes como la mía.

—¡Sí! La amaba, pero es que ella era hermosa como la luna que no vemos esta noche. No hay nadie que se le parezca en nuestros días. Tal vez la señorita Helstone se le dé un aire, pero nadie más.

—¿Quién dice?

—La sobrina de ese tirano vestido de negro, esa callada y delicada señorita Helstone. Más de una vez me he puesto los anteojos para mirar a la muchacha en la iglesia, porque tiene unos amables ojos azules y largas pestañas y, cuando está sentada entre las sombras, inmóvil y muy pálida, y quizá está a punto de quedarse dormida por lo largo del sermón y el calor que hace en la iglesia, se parece a uno de esos mármoles de Canova más que ninguna otra cosa en este mundo.

—¿Era Mary Cave de ese estilo?

—¡Mucho más espléndido! Menos juvenil y menos de carne y hueso. Uno se preguntaba por qué no tenía alas y corona. Era un ángel pacífico y majestuoso, mi Mary.

—¿Y no consiguió que le amara?

—Por nada del mundo, aunque recé a las alturas muchas veces, de rodillas en tierra, para pedir ayuda.

—Mary Cave no era lo que usted pensaba, Yorke; he visto su retrato en la rectoría. No es un ángel, sino una bella mujer de finas facciones y expresión taciturna, demasiado pálida e insípida para mi gusto. Pero, suponiendo que hubiera sido algo mejor de lo que era…

—Robert —le interrumpió Yorke—, ahora mismo te tiraría de los pelos. Sin embargo, frenaré mis impulsos. La razón me dice que estás en lo cierto y que el equivocado soy yo. Sé muy bien que la pasión que aún siento no es más que el residuo de una ilusión. Si la señorita Cave hubiera tenido algo de juicio o de sensibilidad, no habría podido ser tan absolutamente indiferente a mi afecto como me demostraba; me habría preferido a ese déspota de cara cobriza.

—Suponiendo, Yorke, que hubiera sido una mujer educada (en aquella época no había ninguna que lo fuera); suponiendo que hubiera tenido un intelecto original y reflexivo, un amor por el conocimiento y un deseo de recibir información que le hubiera producido un sincero placer oír de labios de usted y tomar de sus manos; suponiendo que la conversación de Mary, cuando se sentaba a su lado, hubiera sido fértil, variada, dotada de una gracia pintoresca y de un cordial interés, que hubiera fluido lentamente, pero clara y generosa; suponiendo que, al encontrarse cerca de ella por casualidad, o al sentarse a su lado intencionadamente, se hubiera sumido de inmediato en una atmósfera de familiaridad y la satisfacción hubiera sido su elemento; suponiendo que siempre que veía su rostro, o su idea le llenaba el pensamiento, hubiera dejado usted poco a poco de ser duro y vehemente, y el afecto puro, el amor al hogar, la sed de una voz dulce y un afán desinteresado de proteger y cuidar hubiera reemplazado las especulaciones sórdidas y corruptas de su negocio; suponiendo (con todo esto) que muchas veces, al disfrutar de la dicha inmensa de sostener su mano, hubiera notado que temblaba igual que un cálido pajarillo arrebatado de su nido; suponiendo que hubiera advertido que ella se retiraba a un segundo término cuando usted entraba en una habitación, y que, sin embargo, si usted se le acercaba en su retiro lo recibía con la más dulce sonrisa que jamás haya iluminado un bello rostro virginal, y sólo evitaba mirarle a los ojos por miedo a que su transparencia fuera demasiado reveladora; suponiendo, en definitiva, que su Mary no hubiera sido fría, sino modesta, ni vacía, sino reflexiva, ni obtusa, sino sensible, ni necia, sino inocente, ni mojigata, sino pura… ¿la habría dejado para cortejar a otra mujer por su fortuna?

El señor Yorke se levantó el sombrero y se enjugó la frente con un pañuelo.

—Ha salido la luna —fue su comentario, no demasiado pertinente, al tiempo que señalaba con el látigo al horizonte, más allá del páramo—. Allí está, alzándose en medio de la neblina, con una extraña y furiosa mirada. Es tan plateada como el rostro del viejo Helstone es marfileño. ¿Qué pretende inclinándose sobre Rushedge de ese modo, y mirándonos ceñuda y amenazadora?